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lunes, diciembre 10, 2012
John Reed con los “WobbIies” en la huelga de Paterson
John Reed descubrió las luchas obreras en la huelga de Paterson y describió con la verdad una guerra de clases en la que los obreros ponían las víctimas
Ha llovido mucho desde entonces. En las últimas décadas, el triunfal-capitalismo había conseguido hasta hacernos casi olvidar el viejo lenguaje de los trabajadores y las trabajadoras conscientes: organización, huelga, defensa obrera, piquetes, solidaridad, comités elegidos y revocables, etcétera.
En su lugar impusieron otro muy del gusto de los amantes de los conceptos invertidos, a la manera de los que por un misterios que ríase usted de la Santísima Trinidad, se siguen llamando “socialistas”…Esas palabras aparecían estrechamente relacionadas con formas de vida inconformistas, activas, la propia de gente que se buscaba a sí mismo aunque nunca se encontraron, siempre había otro horizonte.
También estaban relacionadas con personajes como John Reed que vivió casi todo plenamente sin hacer concesiones. Reed era un referente, una asignatura, alguien del que había que leer (o devorar), los Diez días que conmovieron al mundo, sobre todo en su traducción previa a la imposible asimilación estaliniana (su edición soviética es demencial, resulta que la mayor parte de sus héroes habían resultado ser unos traidores); el México insurgente, que nos llegó a principios de los años sesenta en luna editorial con fama de “roja” como Ariel, sobre la que más tarde pudimos ver una apasionante versión fílmica, la Paul Leduc, que mostró ciertas facetas del periodista estadounidense que ya contaba con cierta notoriedad en Nueva York cuando cruzó el río Bravo para unirse con el ejército de Pancho Villa, un ejército revolucionario de desarrapados que llevaba la revolución en la punta de sus pistolas. Al final de la misma década nos llegó la biografía que le dedicó Robert Rosenstone John Reed. Un revolucionario romántico (Ediciones Era, 1979), que pronto desapareció de las librerías por la devaluación del peso.
En esta biografía de casi 500 páginas, John Reed, un revolucionario romántico, une la precisión de fuentes, típica de los trabajos académicos estadunidenses, con un buen manejo de los supuestos básicos del marxismo. Así, la imagen que teníamos de Reed de suyo interesante, se enriquece con facetas nuevas que llegan a desconcertar.
Reed es todo lo contrario al buen burgués conforme con las bondades de una existencia sedentaria. Un resumen muy escueto de su vida serla el siguiente: niño soñador, versátil estudiante de Harvard, poeta de algunos éxitos, apreciado narrador de ficción, radical que triunfa en Nueva York (lo llamaban el Muchacho de oro de Greenwich Village), innovador teatral que deberían conocer los brechtianos, periodista excepcional y revolucionario que muere joven, a los 33 años, y lo hizo como el principal fundador del partido comunista norteamericano y como un bolchevique con conciencia crítica. Su cadáver está enterrado en las murallas de Kremlin.
Por si hiciera falta, Reed fue el hombre deseado por las mujeres que brillaban en la bohemia neoyorkina: esa misma bohemia que lo apoyó y admiró cuando Jack dirigía la representación de un movimiento obrero en el Madison Square Garden, donde los actores eran los propios obreros huelguistas de Paterson, localidad cercana a Nueva York. Más de mil obreros actuaron su propio drama con tal espontaneidad, que el público se mantuvo en pie toda la función y entonó con ellos La Internacional y otros cantos rebeldes. Jack trató, por todos los medios a su alcance, de impedir la intervención armada de Estados Unidos en la Revolución Mexicana y en la Primera Guerra Mundial. Alineado con los marxistas y anarquistas que pugnaban por la paz y sostenían que la guerra era un pleito de los imperialismos, Jack supo de cárcel y persecución por sostener estas ideas. La justicia de Estados Unidos lo acosó también, especialmente como parte de la “cruzada” antibolchevique en la que jugó un papel siniestro un tal E. j. Hoover, una especie de Stalin made in USA.
Sobre el manido concepto de la objetividad periodística, hay una anécdota de Reed. Estando en Europa como corresponsal durante la primera guerra, Mike Robinson, el dibujante que lo acompañaba, comentó al leer un texto: "Pero si no ocurrió así". Reed señaló un dibujo de su compañero y dijo: "El bulto que la mujer llevaba no era tan grande y éste no tenía la barba cerrada". Robinson contestó que no le importaba la exactitud fotográfica, que su interés era plasmar su sentimiento, una impresión. "Exactamente", concluyó Reed, "eso mismo es lo que yo trato de hacer". Pero Reed estaba lejos de ser un cronista fantasioso. En el prefacio a sus Diez días... escribió: "En la lucha yo no era neutral. Pero cuando se trataba de relatar la historia de esas grandes jornadas me esforcé por contemplar el espectáculo con los ojos de un reportero concienzudo apegado a decir la verdad".
No ser neutral ni aparentarlo, apegarse a la verdad en todos sus actos, valieron a Reed la represión en vida y, ya muerto, el silencio hipócrita y mezquino de su país. Por eso Rosenstone, su biógrafo, dice que "Estados Unidos puede inmortalizar, de mala gana, a ciertos artistas que llevaron vidas de pasión y compromiso, pero -excepto por el homenaje rendido a la generación de 1776- nunca ha sido un país que perdone o admire a sus revolucionarios"
Entre sus capítulos, está el octavo dedicado enteramente a la huelga de Paterson en junio de 1913, y sobre la cual Reed escribió una crónica que podía publicarse con las adaptaciones pertinentes en algún diario (inexistente, al menos todavía) de la izquierda militante y que sería vituperado como “tendencioso” por los demás, por esos que no han dedicado una editorial favorable a ninguna huelga a lo largo de toda su vida…Este capítulo está recogido en varias antologías, entre ellas en la que publiqué en El Viejo topo, Rojos y rojas (Barcelona, 2003), y que creo que sigue siendo la antología más elaborada de todas las de John Reed aparecidas en castellano. Como el texto de Reed es asequible, he pensado que estaría bien dar a conocer el capítulo de Rosentone fraccionado en dos partes. En esta primera se trata de la crónica de la huelga, en una segunda lo haremos con la parte en la que los huelguistas y los habitantes del barrio bohemio de Greenwich Village, se dieron de la mano en un acto que todavía se recuerda.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
Anexo:
Robert Rosenstone, Paterson
“Hay una guerra en Parterson, Nueva Jersey. Pero un curioso tipo de guerra. Toda la violencia es obra de un bando: los dueños de las fábricas. Su servidumbre, la policía, golpea a hombres y mujeres que no ofrecen resistencia y atropella a multitudes respetuosas de la ley. Sus mercenarios a sueldo, los detectives armados, tirotean y matan a personas inocentes. Sus periódicos, el Paterson Press y el Paterson Cali, incitan al crimen publicando incendiarios llamados a la violencia masiva contra los líderes de la huelga. Su herramienta, el juez penal Carroll, impone pesadas sentencias a los pacíficos obreros capturados por la red policíaca. Controlan de modo absoluto la policía, la prensa, los juzgados.
Pasando a relatar lo que había visto y hecho, Reed pintaba, en prosa encendida hasta el dramatismo, la situación de los huelguistas. El meollo del artículo era que, más que el supuesto "anarquismo" el lWW, la institución patersoniana, disfrazando de "ley y orden** la violencia, era la que actuaba "en contra de los ideales norteamericanos". Denunciando tanto a la Federación Americana del Trabajo como al partido socialista por no ayudar a sus camaradas obreros, mantenía en la mira a sus compañeros de cárcel: "¡Piensen nada más! Durante doce años han estado perdiendo huelgas: doce años completos de desengaños y sufrimientos incalculables. ¡No deben perder de nuevo! ¡No pueden perder!"
El artículo era duro, vivido y airado, y mostraba que Reed había atravesado un cambio. De reportero simpatizante había pasado a partidario comprometido. Un viaje iniciado en parte como una especie de francachela, poco diferente del día de la cena del cacique Sullivan para los desamparados o de las aventuras en el Tenderloin entre elementos del bajo mundo, había adquirido matices más serios. Preparado para algo nuevo por el creciente tedio de trabajar en el American, la multiplicación de contactos radicales a través de The Masses, la incapacidad de hallar una forma adecuada para sus impulsos literarios, y el deseo de escapar a las rutinas de la vida en el Village, Jack había encontrado una causa. Al salir de la cárcel Reed sabía que algo debía hacerse y que él debía hacerlo. El artículo fue un primer paso, pero ya presentía que otras armas, además de la pluma, serían necesarias para ganar esta pelea.
La huelga de la seda en Paterson fue un hecho importante, no i sólo para John Reed, sino también para el IWW, el movimiento obrero y el cada vez más amplio sector de la bohemia interesado en cuestiones sociales. Nacidos menos de una década atrás, los Wobblies eran un hirsuto producto de la frontera oeste, engendrado en campos madereros y lúgubres pueblos erigidos por compañías mineras, donde pocas amenidades de clase media encubrían la desnuda explotación y lucha de clases. Último de una serie de intentos realizados desde la guerra civil para formar sindicatos basados en el trabajo industrial no especializado más que en la organización gremial, el IWW propugnaba la militancia y la conciencia de clase. En sus orígenes, el sindicato había recibido el apoyo de socialistas como Eugene V. Debs y Daniel de León, pero cuando mostró estar en contra de toda acción política —por más radical que fuese— dicho apoyo se fue retirando. El IWW veía en la política una especia de juego, calculado para distraer al trabajador de su verdadero interés económico. Era mucho más importante organizar obreros que votantes, ganar huelgas que ganar elecciones
Los WobbIies ganaron pocas luchas obreras en sus primeros años, pero lograron llamar la atención del país, gracias en gran parte a la forma en que Estados Unidos reaccionó ante ellos. Radicales en su retórica, los líderes creían en la necesidad de derribar al capitalismo, y su vocabulario estaba lleno de expresiones como "huelga general", "sabotaje" y "propaganda del hecho". Por más que la ideología del IWW fuese una extraña mezcla de marxismo, sindicalismo y anarquismo, sus dirigentes sabían que los trabajadores prosperaban sobre ganancias inmediatas más que sobre esperanzas de una utopía distante. Pese a todo el discurso radical, en una situación de huelga el lWW respondió advirtiendo a los obreros contra cualquier violencia y aceptando metas limitadas como menos horas y mayor salario. Pese a esto, la prensa oía siempre llamados a la revolución y a la acción directa, y las pugnas del sindicato con las autoridades llenaban los periódicos. Poco importaba que la violencia fuera obra de la policía o de los detectives de las compañías. Para 1910 el IWW se hallaba clasificado en la mentalidad norteamericana como anarquista revolucionario.
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La realidad retornó antes que nada en las notas de la prensa diaria. Reconsiderando las reseñas elogiosas escritas por los críticos de teatro, los editores empezaron a explicar que, no obstante la eficacia del espectáculo y por más justificación que tuviesen algunas quejas de los huelguistas, el IWW era una organización inaceptable y "destructiva" que sólo prometía el odio, la violencia y la posible anarquía para Estados Unidos.14 Tal reacción podía esperarse por parte de los diarios importantes, pero el sombrío reporte financiero dado a conocer el 25 de junio por el comité ejecutivo resultó un golpe más serio. En vez de ganancia, el espectáculo arrojaba un déficit de casi dos mil dólares. Los costos de montar una sola función eran pesados, y no había habido dinero suficiente para rentar el Carden más de una noche. De quince mil asientos, muchos se habían vendido en veinticinco centavos, y un buen número fue gratis, para gente que en la entrada mostraba su credencial roja del IWW. Con diez mil dólares invertidos en renta y otros gastos, el déficit era previsible.
Como las razones -aun las buenas- no son comestibles, esta explicación no ayudaba a los hambrientos sindicalistas. En muchos aspectos el espectáculo había distraído la atención en cuanto a los asuntos centrales: la jornada y los sueldos. En Paterson los fondos empezaban a escasear, y los huelguistas habían cifrado esperanzas irracionales en la representación; quienes vieron la respuesta del público; soñaban incluso con enormes ganancias. Cuando la prensa de Paterson se valió de las malas noticias financieras para acusar a los patrocinadores de engordar sus propias bolsas, el desencanto de los fatigados huelguistas era suficiente para permitir que la idea cundiese. El resultado fue, en palabras de Flynn, "desastroso para Ia "solidaridad". En julio el frente obrero empezó a desmoronarse y algunos volvieron al trabajo. El chorro no tardó en volverse caudal, y en agosto la huelga había terminado sin que ninguna de las exigencias originales se cumpliera.
Cuando las brillantes esperanzas de mayo y junio se hicieron pedazos, John Reed estaba muy lejos de Paterson, viviendo una vida muy diferente. Años más tarde reconoció el completo desastre de la huelga abortada, y comprendió que el fracaso produjo la irrevocable retirada del IWW de la Costa Este. Los Wobblies nunca volvieron a ganar una huelga en esa región, y, como Jack dijera con exactitud, el sindicato "no recobró jamás su viejo prestigio" después de haber sido "destrozado" en Paterson. No resulta evidente si en algún momento Reed llegó a darse cuenta cabal de que su propia actividad podía haber tenido un efecto negativo sobre la causa, pero a la larga comprendió, al menos, que la batalla de un sindicato industrial por ganar reconocimiento era un problema demasiado inmenso para resolverlo con una función teatral. Ni el poder del arte ni todo el apoyo de bohemios talentosos podían alterar significativamente las realidades de un orden económico establecido. Arrebatado en los febriles preparativos del espectáculo, Reed puede haber creído momentáneamente en el poder del arte para alterar la historia. Pero los amigos cercanos que se hallaban menos envueltos sabían que tal efecto sólo podía ser marginal, en el mejor de los casos. Al felicitarlo por escrito en julio, dos ex-harvardianos (de Harvard) radicales sugerían esto mismo al decir que el IWW "está ayudando a agitar la vida con mayor abundancia en la clase trabajadora, y eso es lo que necesitan. Nuestra ayuda no servirá de nada a menos que ellos inicien el pleito.
El saber, en instantes lúcidos, que el espectáculo era apenas periférico con respecto al duro hecho de la pugna de clases no restaba importancia a la huelga. En Paterson, Jack olió, probó y sintió el espíritu del radicalismo y lo encontró bueno. Caído en el hechizo de los líderes Wobblies, admiraba "su comprensión de los obreros, la audacia de su sueño, la forma en que inmensas multitudes humanas se encendían y se vitalizaban bajo su guía". La huelga era "drama, cambio, democracia en marcha [...] una guerra del pueblo", experiencia gloriosa por las visiones de esperanza que invocaba contagioso sentimiento de valor, camaradería y cordialidad que emanaba de los huelguistas. Una última visita a Paterson el 17 de narrada en una carta a su madre, mostró que el aspecto humano relegaba al ideológico:
Cuando les dije que me iba, diez mil personas me pidieron que-irme. No cuentes esto porque suena ridículo. Pero volví a dirigir canto, y cuando bajé se apiñaron en torno mío diciendo: "Hemos estado muy solos sin cantar; vuelve mañana", y: "Tú haces que la gente esté feliz." [. .. ] Eso es lo que estoy haciendo, Muz."
El compromiso de Reed era a corto plazo. Notorio en la prensa nacional por su arresto y por haber montado el espectáculo, recalcó Margaret que no pensaba apartarse del camino de los valores paternos:
No creas a los periódicos que dicen que me estoy atando al IWW o a cualquier otro grupito limitado. No soy socialista como no soy episcopalista. Ahora sé que mi negocio es interpretar y vivir la vida, dondequiera que se encuentre: ya sea en el movimiento obrero o fuera de él. No he tenido con las camarillas mayor paciencia de la que tuvo Pa, ni me veré confinado en mayor grado que él, dentro de cualquier mezquina pandilla con plataforma
Insincero al insinuar que el IWW le parecía limitado, Jack era bastante veraz al explicar la visión que tenía de su propio papel, el e un escritor tras la pista de lo estimulante, hallárase donde se hallara. El radicalismo era una espléndida arena de movimiento, drama y emoción, pero no precisamente la única.
Como otros bohemios que fueron a Paterson, vitorearon a los” Wobblies” y asistieron al espectáculo, John Reed pudo —a diferencia le los trabajadores— pasar en el verano de 1913 a otra cosa que prometía ser tan interesante como la causa obrera. Pero no pudo olvidar lo que había visto y ayudado a nacer en el foro del Carden, el conmovedor espectáculo de hombres sin miedo que actuaban" miseria de sus vidas y la gloria de su revuelta". Tampoco olvidaría el calor circundante de obreros "ennoblecidos por algo más grande que elfos mismos", quienes con su amor lo habían hecho sentirse noble a él también. Otros caminos lo llamaban, pero Paterson había plantado una semilla en su corazón.
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