Un viaje a través del desierto del Negev conduce al corazón de la pesadilla nacional de Israel
Desde la tribuna de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Primer Ministro israelí Benjamin Netanyahu estuvo mezclando ininterrumpidamente aterradores detalles de la perversidad iraní con imágenes de indefensos judíos “apaleados” y “dados por muertos” por antisemitas en la Europa del siglo XIX. La sombría invectiva de Netanyahu, dedicada a los avances estadounidenses e iraníes hacia la diplomacia y a un pueblo estadounidense harto de guerras, amenazaba con reducirle a un personaje mermado y desesperado. A pesar de que fue mal recibido en EEUU, alienándose incluso a unos cuantos de sus más inquebrantables aliados pro-Israel, su jeremiada sirvió a un propósito más importante: desviar la atención de las políticas de su país hacia el grupo que apenas mencionó: los palestinos.
Ya en noviembre de 1989, cuando desempeñaba el puesto de subsecretario en la coalición de gobierno dirigida por el Likud del Primer Ministro Yitzhak Shamir, un joven Netanyahu le dijo a la audiencia que le escuchaba en la Universidad Bar Ilan: “Israel debería haber aprovechado la represión de las manifestaciones [en la Plaza de Tiananmen, en China], cuando la atención del mundo estaba centrada en lo que ocurría en aquel país, para llevar a cabo expulsiones masivas entre los árabes de los Territorios. Sin embargo, a pesar mío, no apoyaron la política que propuse y que aún defiendo debe llevarse a cabo”.
Ahora, el funcionario de más alto rango del país, Netanyahu, ha puesto al día la estrategia de la cortina de humo. Mientras el primer ministro despotricaba contra Irán en la Ciudad de Nueva York y en una reunión con el Presidente Obama en la Oficina Oval, su gobierno se preparaba para poner en marcha el Plan Prawer, un proyecto para la expulsión de 40.000 indígenas beduinos ciudadanos de Israel de sus ancestrales comunidades del desierto del Negev que promete “concentrarlos” en municipios parecidos a reservas bajo el control del Estado. Elaborado por el director de la política de planificación de Netanyahu, Ehud Prawer, y aprobado por una mayoría de miembros de los partidos políticos israelíes que dominan la Knesset, el Plan Prawer es sólo un elemento del programa emergente del gobierno para subyugar todos los espacios y las vidas de todos los pueblos entre el río [Jordán] y el mar [Mediterráneo].
Expulsiones en el desierto
El 9 de septiembre pasado, visité Umm al-Hiran, un pueblo que el Estado de Israel planea borrar del mapa. Ubicado en el norte del desierto del Negev, muy por detrás de la Línea Verde (las líneas del armisticio de 1949 que se consideran el punto de partida de cualquier negociación israelo-palestina) y dentro de la parte de Israel que se legitimará bajo la solución de los dos Estados promovida por EEUU, los vecinos de Umm al-Hiran se están movilizando para resistirse al traslado forzoso. En la sala de estar de una polvorienta pero impecablemente ordenada casa construida con bloques de hormigón en las afueras del pueblo, Hajj al-Ahmed, un sheij de edad avanzada, relataba a un grupo de colegas de la página de Internet Mondoweiss y a mí la experiencia de los 80.000 beduinos que viven en lo que Israel clasifica como pueblos “no reconocidos”. Como consecuencia del continuo despojo, muchas de esas comunidades están rodeadas de vertederos de residuos petroquímicos y se han transformado en grupos cancerígenos, mientras que las campañas estatales de destrucción aérea de cultivos y erradicación del ganado han diezmado sus fuentes de subsistencia.
Aunque los vecinos, como al-Ahmed, tienen la ciudadanía israelí, no pueden beneficiarse de los servicios públicos que reciben los judíos en las comunidades vecinas. Los caminos hasta pueblos no reconocidos como Umm al-Hiran están plagados de cables eléctricos, pero a los beduinos se les prohíbe conectarse a la red pública. Sus casas y mezquitas son definidas como construcciones “ilegales” y son rutinariamente marcadas para la demolición. Y ahora, su propia presencia en su propia tierra se ve amenazada.
En función del Plan Prawer, la gente de Umm al-Hiran estará entre los 40.000 beduinos que serán trasladados a la fuerza a municipios estilo reserva indio americano construidos por el gobierno israelí. Al ser el grupo que más crece entre los ciudadanos palestinos de Israel, los beduinos han sido tildados de amenaza existencial para la mayoría judía de Israel. “No le conviene a los intereses de Israel tener más palestinos en el Negev”, dijo Shai Hermesh, ex miembro de la Knesset y director de los esfuerzos del gobierno para diseñar una “mayoría sionista” en el desierto del sur.
Según la página de Internet del Movimiento Or, una organización vinculada con el gobierno que supervisa los asentamientos judíos en el Negev, los residentes de los pueblos no reconocidos serán trasladados a poblaciones construidas a fin de “concentrar a la población beduina”. A su vez, se construirán pequeñas comunidades sólo para judíos sobre los restos de las comunidades beduinas desalojadas. El gobierno israelí les garantizará cuantiosos beneficios, así como la generosa financiación de donantes privados pro-Israel, como el multimillonario heredero de la fortuna de los cosméticos Ron Lauder. “Estados Unidos tuvo su Destino Manifiesto en el Oeste”, ha declarado Lauder. “Para Israel, esa tierra es el Negev”.
Cuando me reuní con al-Ahmed, me contó que el día anterior, en la periferia del pueblo, había aparecido de repente un grupo de 150 extraños. Desde lo alto de una colina, dijo, se habían puesto a medir la tierra y a debatir qué parcelas recibiría cada uno de ellos una vez completado el Plan Prawer. Al-Ahmed les llamó “los judíos en el bosque”.
A varios cientos de metros al este de Umm al-Hiran se encuentra el Bosque Yattir, una vasta arboleda en el corazón del desierto plantada por el paragubernamental Fondo Nacional Judío en 1964. El director del Fondo en aquel momento, Yosef Weitz, había dirigido el Comité de Traslados del gobierno que maquinó las etapas finales de la limpieza étnica palestina de 1948. Para Weitz, plantar bosques servía para un doble propósito estratégico: los bosques como el de Yattir, cerca de la Línea Verde, habilitarían un zona-tampón demográfica entre judíos y árabes, mientras que los que se plantaban sobre pueblos palestinos destruidos como Yalu, Beit Nuba e Imwas impedirían que regresaran sus expulsados habitantes. Como escribió en 1949, una vez establecida la mayoría judía de Israel gracias a la limpieza étnica masiva: “Las tierras abandonadas nunca volverán a sus propietarios ausentes [los árabes palestinos].
Cuando la oscuridad empezó a tomar posesión del desierto, me dirigí con mis colegas a los bosques de pinos de Yattir. En un coche pequeño volamos por sus caminos sin iluminar hasta que llegamos a una puerta erizada de alambre de espino. Este era el pueblo de Hiran estilo asentamiento, “los judíos en los bosques”, como al-Ahmed había indicado. Estuvimos gritando en medio de la noche hasta que la puerta se abrió. Después, aparcamos en medio de un recinto de caravanas. Al igual que un shtetl en la Zona de Residencia, el inclemente territorio del Imperio Ruso reservado en otras épocas para residencia judía, del lugar emanaba una sensación de sospecha y asedio.
Un nacionalista religioso barbudo salió caminando de una sinagoga de paredes de aluminio y nos recibió en unos bancos de picnic. Su nombre era Af-Shalom y tendría unos treinta y tantos años. Dijo que no le estaba permitido hablar hasta que llegara un representante del Movimiento Or. Sin embargo, tras unos incómodos minutos y fumar medio cigarrillo, empezó a perorar. Había enviado a sus hijos, nos contó, al colegio sobre la Línea Verde, en el asentamiento de Susiya, situado justo a ocho minutos de la carretera de acceso sólo para israelíes. Después agregó que los beduinos eran “ilegales” que estaban ocupando la tierra que Dios les había dado a ellos y que seguirían ocupándola a menos que fueran expulsados a la fuerza. Justo cuando Af-Shalom daba zancadas de un lado al otro, Moshe, un seco representante del Movimiento Or que se negó a dar su apellido, llegó para acompañarnos sin hacer ni un comentario.
“El mayor centro de detención del mundo”
A sólo unos pocos kilómetros de Umm al-Hiran, en la parte sur del desierto del Negev y dentro de la Línea Verde, el Estado de Israel ha iniciado otro ambicioso proyecto para “concentrar” a una población indeseada. Es el centro de detención de Saharonim, una inmensa base de torres de vigilancia, muros de hormigón armado, alambre de espino y cámaras de vigilancia que ahora componen lo que el Independent británico ha descrito como “el mayor centro de detención del mundo”.
Construido originalmente como prisión para los palestinos durante la primera Intifada, Saharonim se amplió para contener a 8.000 africanos que habían huido del genocidio y la persecución. Actualmente es el hogar de al menos 1.800 refugiados palestinos, incluidos mujeres y niños, que viven en lo que el grupo de arquitectura israelí Bikrom ha llamado “un inmenso campo de concentración con duras condiciones de vida”. Al igual que los beduinos de los pueblos no reconocidos del Negev, los 60.000 emigrantes y buscadores de asilo africanos que viven en Israel han sido identificados como una amenaza demográfica que hay que purgar del cuerpo del Estado judío. En una reunión con su gabinete de ministros en mayo de 2012, Netanyahu advirtió que sus cifras podrían multiplicarse diez veces “y causar la negación del Estado de Israel como Estado judío y democrático”. Era imperativo “eliminar físicamente a los infiltrados”, declaró el primer ministro. “Debemos adoptar medidas enérgicas e imponer castigos más duros”.
La Knesset enmendó de un plumazo el Acta de Prevención de la Infiltración aprobada en 1954 para impedir que los refugiados palestinos se reunieran con sus familias y pudieran recuperar las propiedades que se habían visto forzados a dejar atrás en Israel. En función del nuevo proyecto de ley, los africanos no judíos pueden ser arrestados y encerrados sin juicio hasta durante tres años. (El Tribunal Supremo de Israel ha invalidado la enmienda, pero el gobierno no ha hecho nada para hacer cumplir el fallo, y puede que no lo haga). El proyecto de ley destinaba financiación para la construcción de Saharonim y un muro masivo a lo largo de la frontera egipcio-israelí. Arnon Sofer, un antiguo asesor de Netanyahu, también instó a la construcción de “diques marinos” para impedir la llegada de futuros “refugiados del cambio climático”.
“No pertenecen a esta región”, explicó Sofer.
En esa única sentencia, condensó la lógica del sistema de Israel de etnocracia. El mantenimiento del Estado judío exige la ingeniería de una mayoría demográfica de judíos no indígenas y su dispersión por toda la Palestina histórica mediante métodos de asentamiento colonial. Los planificadores del Estado, como Sofer, se refieren al proceso como “judaización”. Debido a que los palestinos indígenas y los emigrantes extranjeros no son judíos, el Estado de Israel les ha definido legalmente a gran parte de ellos como “infiltrados”, ordenando su traslado y reubicación permanente en diversas zonas de exclusión, desde campos de refugiados por todo el mundo árabe a bantustanes amurallados en Cisjordania a la asediada Franja de Gaza a reservas beduinas construidas por el Estado en el campo de Saharonim en el desierto.
Mientras el Estado de Israel se aferra a sus imperativos demográficos, hay que “concentrar” a los no judíos para dejar espacio para los asentamientos y desarrollo económico exclusivos de los judíos. Este no es un sistema particularmente humano, sin duda, pero es el que apoyan necesariamente todos dentro del espectro de la opinión sionista, desde la derecha kahanista hasta la izquierda de J Street. En efecto, si hay algún desacuerdo sustancial entre los dos campos aparentemente divergentes, es acerca del estilo de la retórica que despliegan en defensa de la etnocracia de Israel. Como escribió el ideólogo revisionista Ze’ev Jabotinski en su famoso ensayo escrito en 1923 “The Iron Wall”, resumiendo la lógica de lo que se convertiría en la estrategia de disuasión de Israel: “No hay diferencias significativas entre nuestros ‘militaristas’ y nuestros ‘vegetarianos’”.
Durante la época de Oslo, el tiempo de esperanza que prevaleció en Israel a mediados de la década de 1990, fueron los “palomas” Yitzhak Rabin y Ehud Barak del Partido Laborista los que empezaron a cercar la Franja de Gaza con barricadas y vallas eléctricas mientras trazaban los planes para un muro que separara Cisjordania del “Israel propiamente dicho”. (Ese proyecto se llevó a cabo siendo Primer Ministro Ariel Sharon).
“Nosotros por aquí, ellos por allá”, era el eslogan de la campaña de Barak para la reelección de 1999, y el campo de Peace Now apoyaba en aquel momento la solución de los dos Estados. Mediante el cumplimiento de las políticas separatistas del Partido Laborista, los palestinos de Gaza y Cisjordania han desaparecido gradualmente del próspero centro costero de Israel, y ciudades como Tel Aviv se han ido consolidando como meccas del cosmopolitismo europeo, “una villa en la jungla”, como dijo Barak.
Con la transición política post-Oslo que hizo añicos el “campo de la paz” de Israel, los partidos ascendentes de la derecha decidieron acabar el trabajo que el Laborismo había empezado. En 2009, cuando Israel eligió el gobierno más belicoso de toda su historia, el país estaba aún lleno de “infiltrados”, los más visibles de los cuales eran esos emigrantes africanos, privados de permiso de trabajo y cada vez más obligados a dormir en los parques del sur de Tel Aviv. Según un informe del periódico Haaretz acerca de una encuesta del nuevo Instituto de la Democracia de Israel sobre las actitudes israelíes: “Los árabes ya no están los primeros en la lista de vecinos que los judíos israelíes consideran indeseables, han sido sustituidos ahora por los trabajadores extranjeros. Casi el 57% de los encuestados judíos dijeron que les molestaría mucho tener como vecinos a trabajadores extranjeros”.
Libres de las pretensiones de tolerancia del centro-izquierda, los miembros derechistas del gobierno lanzaron un festival de provocación racista sin precedentes. Por ejemplo, el Ministro del Interior, Eli Yishai, del Partido Shas (reemplazado tras las elecciones de 2013), describió falsamente a los buscadores de asilo africanos como infectados con “toda una serie de enfermedades” y lamentó que “creyeran que el país no nos pertenece a nosotros, el hombre blanco”.
“Hasta que pueda deportarlos”, prometió, “voy a encerrarles y hacerles la vida miserable”.
En un mitin antiafricano celebrado en mayo de 2012 en Tel Aviv, sobre un escenario y ante más de mil enloquecidos manifestantes, el miembro de la Knesset y ex portavoz del ejército israelí Miri Regev, proclamó: “¡Los sudaneses son un cáncer en nuestro cuerpo!”. Incitados a un violento frenesí, cientos de manifestantes se dedicaron a arrasar el sur de Tel Aviv, rompiendo las ventanas de los negocios africanos y atacando a cualquier emigrante que pudieron encontrar. “¡Queremos quemar a los africanos!”, gritaban.
Al igual que en otros momentos oscuros de la historia, los gritos pidiendo la eliminación de un grupo que brotan de una multitud urbana contra una clase de desposeídos auguraban una próxima campaña de depuración étnica. Y tras la noche de los cristales rotos, las celdas de Saharonim continuaron llenándose.
Rumbo al Sur
Al igual que los consumidores de los medios occidentales encontrarán que es difícil hallar detalles sobre el Plan Prawer y el campo de Saharonim, los visitantes casuales del desierto del Negev obtendrán pocas pruebas de los esfuerzos más inquietantes del Estado. En cambio, determinadas señales de circulación les dirigirán hacia un pequeño museo en Sde Boker, el humilde kibbutz que el primer Premier de Israel, David Ben Gurion, llamaba hogar.
En las memorias de Ben Gurion, fantaseaba acerca de evacuar Tel Aviv y asentar cinco millones de judíos en pequeños puestos de avanzada por el Negev, donde podría limpiárseles del desarraigado cosmopolitismo heredado de la vida en la diáspora. Del mismo modo que le molestaba la actitud mundana de los judíos de Tel Aviv y de la Ciudad de Nueva York, a Ben Gurion le repelía la vista del desierto abierto, describiéndolo como “deshecho criminal” y “territorio ocupado”. En efecto, desde su punto de vista, los árabes eran los ocupantes. Y en 1937, tenía planes para trasladarlos, como escribió en una carta a su hijo Amos: “Tenemos que expulsar a los árabes y ocupar sus lugares”.
La casa de Ben Gurion tiene un aspecto austero, una estructura de una sola planta y está escasamente amueblada y pobremente alumbrada. Las espartanas habitaciones separadas en las que él y su mujer dormían están impecablemente preservadas, como si fueran a volver a casa en cualquier momento. Muy cerca hay un museo compacto, algo destartalado, donde se conmemora su legado en una serie de exposiciones que no parecen haberse actualizado desde hace al menos una década.
El lugar es un resto desmoronado de una época pasada que el país ha dejado en medio del polvo. El público ilustrado del centro costero de Israel ha vuelto su espalda al desierto, prefiriendo en cambio mirar hacia las capitales urbanas europeas, mientras el resto del país obtiene creciente energía del fervor nacionalista religioso que emana de las cimas de las colinas de la ocupada Cisjordania. En el Negev, quizá todo lo que perdure del legado de Ben Gurion sea la continua expulsión de los beduinos.
En un sendero de grava que lleva a su casa, una serie de placas pretenden resaltar fragmentos de sabiduría del padre fundador de Israel. Una cita destaca de las demás. Gravada en un estrecho bloque de granito, se lee: “Para existir, el Estado de Israel, debe ir rumbo al sur”.
Max Blumenthal
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