El 23 de diciembre, el Congreso de Chile aprobó la “ley Corta” de gratuidad en la educación universitaria. La medida afectará a 178.104 estudiantes, lo que corresponde a sólo el 27,5% de todos los universitarios del país (El País, 24/12). El Estado se encargará de pagar los gastos de cada alumno que cumpla los requisitos establecidos. Las universidades chilenas tienen una de las tasas de endeudamiento más grandes del mundo, que recaen sobre el ingreso familiar. El proyecto no es la educación gratuita y pública, sino una ampliación de las becas y subsidios que benefician a los establecimientos privados.
Aún así, Bachelet viene haciendo sustanciales correcciones tras la presión de la oposición y de su propio gabinete. Disminuyó de 70 a 50% el cupo para estudiantes pobres, debido a la crisis económica que atraviesa el país, y redujo la cantidad de instituciones educativas incluidas en la ley.
¿Por qué la medida?
La ley intenta rescatar a la educación privada, que mantiene las bases que impuso el pinochetismo. Aunque también, una echada de lastre frente a la movilización de la juventud desde 2011. Por la educación pública y contra el lucro en la educación se produjeron importantes movilizaciones durante la primera administración de la actual presidenta y durante el gobierno de Piñera.
Camila Vallejo (PC), que fuera dirigente estudiantil y es actualmente diputada nacional por la oficialista Concertación-Nueva Mayoría, salió a bancar la “ley corta”, que excluye a la mayoría de los estudiantes y significa una transferencia de recursos al sector privado y brinda a los pobres una educación de segunda.
Pero la contención del movimiento de lucha tiene límites. Manifestaciones de secundarios y universitarios inundaron las calles desde abril. En junio, profesores de educación pública se movilizaron contra la reforma de la carrera docente y convocaron a un paro nacional indefinido. El 22 de diciembre, miles de estudiantes marcharon por las calles de Santiago con la consigna “Ni un peso más al mercado, educación gratuita y de calidad”. Bachelet presionó al Congreso para que la ley fuera aprobada antes de fin de año e implementada antes del inicio de clases.
Orientación
La orientación de la ley mantiene la lógica del subsidio al estudiante y las políticas mercantiles. Contempla la transferencia de 5.000 millones de pesos chilenos a las universidades privadas (El Dínamo, 24/12), nueve de las 25 en total. La medida no se financia con un impuesto a las grandes ganancias o al capital financiero, sino con mayor presión fiscal sobre los trabajadores. La ley mantiene la precarización y el vaciamiento de las universidades públicas, y normas de reparto basadas en la “calidad” de esas instituciones (una clara valoración en función de las necesidades del mercado). Es un salvataje a la educación privada, que está golpeada por la crisis mundial. El actual ministro de Hacienda dijo que “no podemos con recursos públicos financiar cualquier tipo de institución y carrera” (ídem). Los centros de formación técnica y los institutos profesionales quedaron por fuera de la “gratuidad”, que son en donde se forman los hijos de trabajadores.
La ley presenta una calificación en cinco categorías, según el ingreso familiar (de 50 a 150 mil pesos), por lo que muchos quedarían por fuera del beneficio a pesar de tener salarios que no cubren el costo de vida. Como si esto fuera poco, el objetivo también contempla la eliminación de las actuales asistencias económicas y no se descartan medidas compensatorias como aumento de matrículas o de impuestos. Al no modificar el sistema de la educación secundaria lo que se consigue es un “cuello de botella” entre los niveles.
En oposición al plan de rescate de Bachelet, defendemos las banderas del movimiento estudiantil y docente: abajo el lucro, contra los cupos y deciles, por una educación pública y gratuita.
Emiliano R. Monge
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