La imagen de la semana (bueno, hasta que fue superada el fin de semana por la de Sean Penn y El Chapo) fue la de las lágrimas del presidente Barack Obama.
El presidente, famoso por mantener bajo control sus emociones, presentó una serie de medidas ejecutivas mínimas para abordar lo que algunos consideran una epidemia de violencia con armas de fuego –en este rubro, este es el país avanzado más sangriento del mundo con más de 30 mil muertes cada año. Ante la absoluta imposibilidad de promover reformas a las leyes cada vez más permisivas sobre la compra y uso personal de armas de fuego –algo que muchos consideran derecho sagrado y protegido por la Constitución–, por la férrea oposición en el Congreso, Obama buscó hacer algo en torno a imponer un poco más control.
Al abordar el tema de los incesantes incidentes de violencia, sobre todo los multihomicidios con armas de fuego en muchos casos adquiridas legalmente, se refirió entre otros sucesos sangrientos al ocurrido en una primaria de Connecticut en 2012, donde un joven armado mató a 20 niños y seis adultos. De repente interrumpió su discurso, le tembló la voz y soltó unas lágrimas. En la escena televisada se escucha en esos momentos el ruido de decenas de cámaras haciendo miles de tomas de esa imagen. La nota fue: Obama lloró.
De inmediato hubo reacciones de todo tipo. Comentaristas conservadores en el medio más poderoso de la derecha, Fox News, se burlaron, preguntaron por qué no había llorado por las víctimas del "terrorismo" en California y una hasta sugirió que era puro teatro y que seguro tenía una cebolla bajo el podio para provocar las lágrimas. Liberales, enfurecidos por tales sugerencias, defendieron el llanto presidencial y aseguraron que era real. Otros que a estas alturas no le creen nada a ningún político lo vieron como un acto más en la obra de teatro en la que los actores lloran de verdad, pero saben hacerlo profesionalmente.
Pero ¿por qué es difícil sentir solidaridad con sus lágrimas, sean reales o no?
La misma semana que lloró, estaba implementando políticas para poner la vida de cientos de niños en riesgo. El periódico más importante del país, el New York Times, publicó un editorial en repudio a las redadas de madres e hijos centroamericanos impulsadas y justificadas por Obama, y comentó: "un presidente que habló de manera tan conmovedora sobre las muertes violentas de niños causadas aquí por las armas ha asumido la tarea de enviar a madres e hijos en viajes sin retorno a los países más mortíferos de nuestro hemisferio".
Como han denunciado líderes religiosos, líderes inmigrantes, organizaciones de derechos humanos y libertades civiles y hasta la principal asociación nacional de abogados, la American Bar Asociación, de 400 mil miembros, estas medidas no sólo se realizan de manera brutal (en las madrugadas llegan oficiales a hogares cazando a madres y sus hijos, ya de por sí traumatizados por las condiciones de las cuales huyen), sino violan principios legales nacionales e internacionales, sobre todo para quienes son refugiados. Ni una sola lágrima.
A lo largo de los últimos años, Obama ha ordenado cada vez más misiones de asesinato a control remoto –con aeronaves conocidas como drones– contra objetivos "terroristas". Aunque hay un debate intenso sobre si estas operaciones son más precisas y limitan los daños colaterales más que otras misiones con tropas y bombardeos, el hecho es que agrupaciones de derechos humanos y otras han logrado documentar un número creciente de civiles, incluidos niños, que han perecido en estas misiones. Algunos cálculos varían desde 400 a casi mil civiles sólo en Pakistán (otros países donde se realizan estas misiones son Afganistán, Somalia y Yemen), incluidos algo así como 200 niños, o sea, 10 veces más de los que fueron abatidos en Connecticut.
Ex operadores de drones comentaron a The Intercept que hay grandes cantidades de víctimas civiles y que a veces se refieren a niños que matan como terroristas tamaño diversión (fun-size terrorists).
Es imposible imaginar a una madre que día y noche escucha el ruido de un dron, esperando, rezando para que no maten a sus hijos sin intención en una de estas zonas de operación en varios países, y los mares de lágrimas que estos pueblos han llorado en las guerras más largas de la historia estadunidense. Nadie sabe cuántos niños han muerto, nadie sabe quiénes son, nadie sabe qué soñaban. Ni una lágrima para estos daños colaterales.
Tampoco para las familias destruidas y los 2.7 millones de niños, uno de cada 28 en este país, que tienen al padre o a la madre en prisión por un sistema de justicia que ha logrado tener la población encarcelada más grande del mundo (per cápita), gran parte de los cuales son detenidos por delitos no violentos relacionados con la droga, o sea, cientos de miles de víctimas de la guerra contra las drogas, casi siempre pobres y en su mayoría afroestadunidenses y latinos. Según cálculos, uno de cada 110 niños blancos tienen un padre encarcelado, pero para los afroestadunidenses, es uno de cada 15, y para los latinos uno de cada 41. Pero no, ni una sola lágrima.
Ni hablar de la mayor desigualdad económica desde antes de la gran depresión y sus efectos nocivos, a veces devastadores, para millones de familias que, a consecuencia de la avaricia protegida del 1 por ciento más rico –no es un punto ideológico, es empírico– tienen que aceptar el fin de sus sueños no sólo para ellos, sino para sus hijos. O peor, ver a sus hijos padeciendo de hambre (uno de cada seis), o si uno es minoría, vivir con miedo a los que supuestamente están ahí para protegerlos, ver cómo políticos nacionales proponen perseguirlos, y ver cómo los logros de las luchas por los derechos básicos de las mujeres y de minorías son minados, hasta desmantelados. Ante todo esto, los ojos del presidente se quedan secos.
Es para llorar.
David Brooks
La Jornada
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