Los hijos de Nixon
Finalmente David Petraeus responde a su propia pregunta
Fue necesario que pasaran 14 años, pero ahora tenemos una respuesta.
Era marzo de 2003, la invasión de Iraq estaba en marcha y el general David Petraeus comandaba la división 101 aerotransportada en su avance hacia Bagdad, la capital iraquí. Rick Atkinson, periodista del Washington Post e historiador militar, le acompañaba. De pronto, después de seis días de una campaña relámpago, la división se quedó detenida a 48 kilómetros al sudoeste de la ciudad de Najaf por unas terribles condiciones climáticas –entre ellas, una enceguecedora tormenta de polvo– y unos inesperados y “fanáticos” ataques de fuerzas irregulares iraquíes. En ese momento, Atkinson informó de que, “[Petraeus] metió los pulgares en el chaleco antibalas y se acomodó los hombros. ‘Dígame cómo termina esto’, dijo. ‘¿Ocho años y ocho divisiones?’. Se refería a un consejo dado a la Casa Blanca en los primeros años cincuenta del siglo pasado por un importante estratega del ejército cuando se le preguntó acerca de cómo ayudar a las fuerzas francesas que combatían en Vietnam del Sur. La sonrisa de Petraeus sugería que el comentario era más una graciosa salida que una aseveración histórica”.
Cuando se refería a las intervenciones de Estados Unidos en tierras lejanas, ciertamente, Petraeus sabía de qué hablaba. Había entrado en West Point justamente cuando la guerra estadounidense en Vietnam estaba empezando a decaer, y el tema de su tesis doctoral en Princeton (en 1987) fue este conflicto bélico: The American Military and the Lessons of Vietnam: A Study of Military Influence and the Use of Force in the Post-Vietnam Era (Las fuerzas armadas de Estados Unidos y las lecciones de Vietnam: un estudio de la influencia militar y el uso de la fuerza en la era post-Vietnam). En ella, Petraeus escribió:
“Para las fuerzas armadas, Vietnam tuvo un costo muy alto. Los líderes militares estadounidenses se quedaron desconcertados, consternados y desanimados. Incluso peor, devastó a las fuerzas armadas; durante una década no tuvieron dignidad, ni dinero, ni personal cualificado... Vietnam era en extremadamente doloroso recordatorio de que cuando se trata de una intervención, el tiempo y la paciencia no son virtudes que abunden en Estados Unidos”.
Por lo tanto no extraña que estuviese bien informado de que el intercambio entre el presidente Dwight Eisenhower y el ex comandante en la guerra de Corea, general Matthew Ridgeway, acerca de la acción bélica francesa en Vietnam. Tal vez el aspecto de “graciosa salida” de su comentario tuviera que ver con su conocimiento de lo mucho que Ridgeway subestimaba tanto el tiempo como la cantidad de soldados que la versión estadounidense de esa guerra engulliría antes de que, también ella, acabara en desastre y con unas fuerzas armadas tan afectadas por la reprobación y tan cerca del colapso como una fuerza de Estados Unidos de nuestra época pudiera iaginar.
En su tesis, Petraeus reclamaba que se concediera más libertad de acción al alto comando militar en cualquier posible intervención futura. En ese sentido, en 1987, él ya estaba imaginando un mundo de siglo XXI en el que la fuerzas armadas de Estados Unidos consiguen todo lo que quieren (y más) mientras libran sus guerras sin tener que vérselas con un indisciplinado ejército de ciudadanos ni con legiones de políticos tratando de sus imponerles su voluntad.
A propósito, pese a que su comentario referido a Najaf ha sido citado a menudo como si fuese algo sui géneris, como indica la alusión de Ridgeway, él no fue el primer jefe militar o personaje político en apropiarse de la pregunta de Juana de Arco en Santa Juana, la obra de teatro de Bernard Shaw: “¿Cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo?”.
Por ejemplo, tal como cuenta David Halberstan, periodista ganador del premio Pulitzer, en su historia de los tiempos de Vietnam The Best and the Brightest (Los mejores y los más brillantes), en un encuentro en junio de 1965, el presidente Lyndon Johnson se volvió hacia el general Earle Wheeler –presidente de de la Junta de Comandantes– y le preguntó respecto de la guerra en Vietnam: “¿Cuánto tiempo cree usted que hará falta para acabar el trabajo?”.
Aun en el plan de intensificación propio de Vietnam, la respuesta de Wheeler fue una repetición de la que 11 años antes había dado Ridgeway: “Todo depende de la definición que usted dé a acabar el trabajo, señor presidente. Si usted piensa en echar al último vietcong fuera de Vietnam, harán faltan 700 u 800.000 o un millón de hombres y unos siete años. Pero si su definición del trabajo terminado es impedir que los comunistas puedan apoderarse del país, es decir, pararles los pies, entonces usted está hablando de gradaciones diferentes, de niveles diferentes. Díganos entonces qué desea usted y nosotros le responderemos”.
En enfoque generacional de las guerras de Estados Unidos
No mucho después de ese momento, en los alrededores de Najaf, la división aerotransportada 101 se abría camino hacia Bagdad mientras empezaban los incendios y el saqueo; eso nos sería más que el prólogo de la guerra de David Petraeus, de su versión ‘ocho años y ocho divisiones’. Cuando estalló una insurgencia (en realidad eran varias) en Iraq, el general sería enviado a la ciudad norteña de Mosul (hoy en día una montaña de escombros, después de que en 2017 fuera “liberada” del Daesh en la tercera guerra de Iraq emprendida por Washington). Allí, al principio experimentaría con el regreso a la mismísima estrategia utilizada en Vietnam por las fuerzas armadas de EEUU con la esperanza de librarse para siempre de la “contrainsurgencia” o de ganar lo que en esa guerra había sido habitual llamar “corazones y mentes”. En 2004, Newsweek ya le estaba saludando en su portada con su dramática pregunta: ¿Puede este hombre salvar a Iraq?” (cuatro meses después de que Petraeus pusiera fin a su periodo en Mosul, el jefe de policía que él había adiestrado allí se pasaba a los insurgentes y se convertía en un importante jefe).
Cuando la ocupación de de Iraq pasó a ser un desastre total, Petraeus volvió a Fort Leavenworth para comandar el centro de fuerzas combinadas del ejército de EEUU (USACAC, por sus siglas en inglés. Durante ese periodo, él y otro oficial, el teniente general del cuerpo de marines James Mattis –¿le dice algo este nombre?– se unieron para supervisar la redacción y la publicación del Field Service Manual 3-24, Counterinsurgency Operations (Manual de campo 3-24 para operaciones de contrainsurgencia). Este es el primer libro oficial sobre cómo encarar la insurgencia (COIN, por sus siglas en inglés) publicado desde la guerra de Vietnam. Gracias a este trabajo, Petraeus llegó a ser “el más importante experto en la lucha contra la insurgencia”. En 2007, cubierto de fama, regresaría a Iraq con su manual en la mano y cinco brigadas –unos 20.000 soldados estadounidenses– para lo que acabaría llamándose “la ola” o “el nuevo avance”, un intento de sacar de sus apuros a la administración Bush por su desastrosa ocupación del país. Sus operaciones de contrainsurgencia serían saludadas –como en su momento lo había sido la primera invasión– por los expertos y entendidos de Washington (entre ellos el propio Petraeus) como una maravilla y un éxito de primer orden, como un verdadero punto de inflexión en la guerra contra el terror que se libraba en Iraq.
Una década más tarde, con la tercera guerra estadounidense de Iraq en curso, el lector puede ser perdonado si ve algo diferente en los “éxitos” de esa ola.
A todo esto, Petraeus (o el “rey David”, como parece que fue apodado por los iraquíes durante su periodo en Mosul) se convertiría en el general más célebre de Estados Unidos; era citado en los medios incesantemente. A continuación, en 2008, fue puesto a la cabeza del Comando Central de EEUU (que supervisaba las guerras estadounidenses en Afganistán e Iraq. En 2010, sería designado comandante en Afganistán, principalmente para que pudiese repetir los milagros contrainsurgentes que supuestamente había conseguido en Iraq. En 2011, durante la administración de Barack Obama, se haría cargo de la dirección de la CIA solo para estrellarse y quemarse un año más tarde como consecuencia de un escándalo provocado por el uso incorrecto de información clasificada por parte de su amante-biógrafa. Después de esto, se transformó en asesor experto en nuestras guerras y socio de KKR, una empresa de inversión internacional. En otras palabras, como pasó con los tres generales de la generación de ‘las oleadas’ que ahora destacan en Washington (entre ellos James Mattis, el ex compinche de Petraeus en el antiguo COIN, que también encabezó el Comando Central de EEUU), él está en lo más alto del tinglado de las guerras fracasadas de este país en el Gran Oriente Medio.
Y solo en estos momentos, 14 años después de que él y Atkinson fueran atrapados brevemente en las afueras de Najaf, en su papel de entendido y pronosticador sobre sus guerras pasadas respondió por fin –y sin bromear– la pregunta que le acosaba. A pesar de que lo que dijo fuera ciertamente recogido por los medios (como lo es todo lo que él dice) en un sentido que nadie percibió. Preguntado por Judy Woodruff de la PBS News Hour si acaso en el Estados Unidos de Donald Trump era “inteligente” enviar una vez más soldados estadounidenses a combatir en Afganistán, él dijo que la decisión era “alentadora”, aunque señaló que no se trataba de una guerra que fuese a terminar pronto.
Después de tantos años de implicación, experiencia, reflexión y observación, en un estudio en el que no había un grano de arena –mucho menos una tormenta de polvo en ciernes–, él brindó esta observación:
“Esta es una lucha generacional. No es algo que vaya a ganarse en unos pocos años. Lo nuestro no es apoderarnos de una colina, plantar una bandera [y] volver a casa para el desfile de la victoria. Debemos estar allí para hacer un largo recorrido, pero de una manera que sea, una vez más, sostenible. Hemos estado en Corea durante más de 65 años porque había un importante interés nacional. Hemos estado en Europa durante mucho tiempo y, por supuesto, todavía estamos allí; hoy, dadas las agresivas acciones de Rusia, en realidad con un renovado énfasis. Creo que esta es la forma de enfocar la cuestión.”
En su propuesta de entregar una “lucha generacional” a nuestros hijos, e incluso nietos, Petraeus está muy bien acompañado. Recientemente, también el alto comando del Pentágono ha adoptado el “enfoque generacional” para Afganistán y presumiblemente el resto de nuestras guerras en todo el Gran Oriente Medio y África. Del mismo modo, los estudiosos del instituto Brookings han animado a los responsables políticos de Washington a que anuncien lo que ellos llaman “una asociación perdurable” en Afganistán: “Dadas la naturaleza de la amenaza y la posibilidad de larga duración de sus futuras manifestaciones, la asociación EEUU-Afganistán debería se reconocida por su calidad de generacional”.
Aunque Woodruff formulara nuevas preguntas, Petraeus no podría hacer frente a una guerra de 60 años en Afganistán (es decir, una guerra que durase al menos hasta 2061); su largamente postergada respuesta a su propia pregunta durante la invasión de 2003 ahora sería definitiva. Esas guerras estadounidenses no acabarán. No ahora, al menos. Quizá no acaben nunca. Ni de una forma que pueda ser menos categórica o nefasta que esa respecto de los “éxitos” en la guerra contra el terror.
Una historia de éxitos militares de lo más extraños
Hasta que, en 2017, James “Mad Dog” Mattis llamó a la puerta en Washington, de ningún general estadounidense de nuestros tiempos se había escrito tanto ni tan laudatoriamente como sucedió con David Petraeus. Las notas de lisonja (por no decir adulación) son numerosas. Incluso hoy, cuando se sabe cómo evitó ser declarado culpable de delito grave y otros cargos (por, entre otras cosas, mentir al FBI) –se declaró culpable de un delito menor en el manejo de información clasificada y fue condenado a dos años de libertad condicional (probation) y una multa– es posible que continúe siendo el general más famoso de este país.
Pero, ¿cuál es exactamente el porqué de esta celebridad? La respuesta podría haber sido que él sigue siendo alabado y considerado el experto más citado porque en Washington la guerra contra el terror de este país y el generalato que ha participado en ella están más allá de cualquier análisis serio o reconsideración. Dieciséis años después de la invasión de Afganistán, mientras las guerras de EEUU continúan diseminándose en todo el Gran Oriente Medio y África, sus generales –gracias en parte a Donald Trump y la necesidad del “cuidados de adultos” en la Casa Blanca– siguen siendo tratados como los únicos “adultos” en la capital de nuestro país, como –resumiendo– los ganadores de Estados Unidos.
Aun así, pensemos en los últimos acontecimientos en Niger, el país en el centro de África, que ya tiene una base operativa de drones de EEUU, otra en construcción y 800 militares estadounidenses estacionados permanentemente y sin hacer ruido, allí. Se trata también de un país que, hasta hoy, ni un estadounidense en un millón sería capaz de ubicar en un mapa. El 4 de octubre, cuatro Boinas Verdes fueron asesinados y otros dos heridos en el curso de una “rutinaria misión de adiestramiento” en ese país. Mientras patrullaban junto con soldados nigerianos fueron emboscados por combatientes islámicos –todavía no está claro si eran de al Qaeda en el Magreb islámico o de una nueva ‘sucursal’ del Daesh–. Esto convierte oficialmente a Niger en el octavo país –junto a Pakistán, Afganistán, Iraq, Yemen, Siria, Somalia y Libia– que es absorbido por la guerra contra el terror de Washington; si acaso el lector no se había enterado, en ninguno de ellos esa guerra ha terminado ni las fuerzas de Estados Unidos han triunfado.
Y todavía podría usted rebuscar en la cobertura de los medios dominantes algo relacionado con Niger sin encontrar indicio alguno de que esas muertes representen una nueva y módica escalada en la interminable y en continua expansión guerra contra el terror.
Era inevitable: finalmente, el “califato” islámico de Abu Bakr al-Baghdadi se derrumbó. La ciudad de Mosul está otra vez en poder de Iraq, como lo están también Tal Afar y, más recientemente, Hawija (con una extraña rendición en masa de combatientes del Daesh). Estas fueron las últimas zonas urbanas importantes controladas por el Daesh en Iraq, mientras en Siria, las “apocalípticas ruinas” de Raqqa, la “capital” del Daesh, están en su mayor parte en poder de fuerzas aliadas de Estados Unidos, que cuentan con el apoyo de su poder aéreo. Sin embargo, es inevitable que lo que ahora es ruina y devastación en Siria e Iraq, tales “victorias” resulten ser tan fatuas como los fueron las “célebres” invasiones de Afganistán e Iraq o la “exitosa” defenestración del autócrata libio Muhammar Gaddafi. Mientras tanto, es posible que el Daesh haya propagado su marca en otro país con presencia de tropas estadounidenses. E incluso, que a lo largo y ancho de una vasta porción del planeta, las guerras de David Petraeus, James Mattis y los demás generales de esta era continúen en una región cada vez más dividida y devastada (en la que grandes cantidades de refugiados ayudarán a su vez a fragmentar Europa).
Incluso peor; en este país, esta es una situación que no puede discutirse seriamente, porque si lo fuera podrían aumentar la oposición a esas guerras y la formulación de alternativas a ellas; las –de momento– descerebradas decisiones de esos generales, entre ellas las nuevamente aumentadas acciones bélicas de la fuerza aérea y el último mini-envío de tropas a Afganistán, podrían llagar a formar parte de un verdadero debate nacional.
Por lo tanto, pensemos esto como una historia de éxitos militares del tipo más extraño –unos éxitos que se pueden rastrear hasta llegar a una única decisión, tomada hace décadas por un muy desprestigiado presidente de Estados Unidos: Richard Nixon. Si no nos remontamos a esa decisión, sencillamente es imposible entender las guerras estadounidenses del siglo XXI. En su peculiar estilo, aquello resultaría ser un acto de genialidad (al menos, si lo que se quería era librar guerras interminables hasta el final de los tiempos).
En cualquier caso, cuando corresponde el crédito debe ser concedido. Jaqueados por un movimiento contra la guerra que no pararía y, que en los primeros años setenta, incluía a un número importante de soldados en servicio activo y de veteranos de Vietnam, el presidente y su secretario de Defensa, Melvin Laird, decidieron tratar de quitarle fuerza mediante la eliminación del servicio militar obligatorio. Nixon sospechaba que los jóvenes que ya no corrieran el riesgo de ser enviados a la guerra de Vietnam estarían menos deseosos de manifestarse contra ella, Los altos jefes de las fuerzas armadas tenían dudas respecto de la medida; les preocupaba –y con razón– que como consecuencia de Vietnam sería difícil formar unas fuerzas armadas de voluntarios. ¿Quién diablos –se preguntaban– querría participar en una fuerza tan desprestigiada? Por supuesto, esta era una versión del pensamiento de Nixon a la que se le había dado la vuelta, pero de todos modos el presidente siguió adelante y el servicio militar obligatorio se acabó el 27 de enero de 1973. Ya no habría más llamados a filas, y el ejército de ciudadanos, el que había peleado en la Segunda Guerra Mundial hasta la victoria y había armado un jaleo por la nefasta y horrible guerra de Vietnam, sería algo del pasado.
Con esa única acción, antes de que él mismo cayese por el escándalo del Watergate y renunciara a la presidencia, Nixon creó un legado duradero, que allanaría el camino para que las fuerzas armadas de Estados Unidos libraran sus guerras “generacionales” y las perdieran eternamente con la seguridad de que aparentemente nadie en este país se preocuparía por ello. O, dicho de otra manera, ¿puede el lector imaginar semejante silencio en “la patria” si el servicio militar obligatorio estadounidense estuviese rellenando continuamente las diezmadas filas de un ejército de ciudadanos para combatir una guerra contra el terror que ya dura 16 años, que no para de extenderse y ahora se piensa en ella como algo “generacional”? Lo dudo.
Entonces, cuando el poder aéreo de Estados Unidos en países como Yemen, Somalia y Afganistán está aumentando otra vez, cuando el último mini-envío de tropas llega a Afganistán, cuando Niger entra en la guerra, es tiempo de poner en contexto a los generales David Petraeus, James Mattis, H.R. McMaster y John Kelly. Es tiempo de llamarles como lo que verdaderamente son: los hijos de Nixon.
Tom Engelhardt
TomDispatch
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World
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