viernes, octubre 20, 2017

La primera Corte Suprema: ¿justicia para quién?



Como parte de la orientación de su presidencia, el 18 de octubre de 1862 Mitre propone una lista de candidatos a la Corte Suprema, la primera en ponerse en funciones en el país.

La Corte Suprema de Justicia es el máximo tribunal del poder judicial. Surge como uno de los cimientos del Estado nacional argentino y ha sido uno de sus pilares de clase centrales.
Desde sus inicios los fallos han sido polémicos, beneficiando siempre los intereses de la clase dominante en ascenso. La Corte no pierde las mañas y cada tanto se convierte en noticia en primera plana. El reciente fallo del 2x1, la resolución que habilita solo a los gremios para declarar huelgas y la lista sigue... En este breve repaso retomamos sus orígenes, la primera Corte en funciones bajo la presidencia de Bartolomé Mitre (1862/1868).

Un pilar del Estado nacional en formación

La derrota del régimen rosista y la aprobación de la Constitución nacional en 1853 dieron impulso a la anhelada promesa de sectores de la elite de afianzar la unidad del país, ahora en los términos que la magna ley establecía: el carácter federal y republicano de la nación y delegativo del ejercicio de la soberanía popular; la división de los poderes del Estado, sus atribuciones y funciones, organizados institucionalmente en un poder ejecutivo fuerte, un poder legislativo distribuido en dos Cámaras y el poder judicial que dispuso como máximo tribunal a la Corte Suprema de Justicia.
La puesta en marcha de la Corte Suprema atravesó una primera etapa de dificultades y demoras. Por un lado, la constitución del gobierno federal de la Confederación Argentina (Urquiza) y los consensos logrados respecto de crear las condiciones necesarias para la expansión económica, no resolvían por sí mismos los problemas que generaba la persistencia de conflictos entre provincias, especialmente las aspiraciones hegemónicas y hasta secesionistas de Buenos Aires, y la continuidad de los grupos dirigentes y núcleos políticos tradicionales. El poder judicial nacional, recién creado, enfrentaba el desafío de afianzarse como una autoridad para imponerse entre las tendencias a la centralización política y el ejercicio de las soberanías provinciales, sin olvidar la insuficiencia de personal y la escasez de recursos.

Una institución de clase

El primer grupo de juristas definidos por el gobierno de la Confederación Argentina en 1854 para integrar la Corte Suprema no prospera. Habrá que esperar el triunfo de Buenos Aires (1861, batalla de Pavón) y la llegada de Mitre a la presidencia cuya orientación de gobierno buscaba asegurar condiciones políticas para fomentar los negocios de los capitales extranjeros. Mitre promulga el 16 de octubre de 1862 la ley N° 27 que organizaba el poder judicial y dos días más tarde propone una lista de candidatos a integrarla.
Elige a Francisco de las Carreras (ex ministro de Hacienda de Buenos Aires), Salvador María del Carril (exgobernador de San Juan, ministro de Hacienda de Rivadavia en 1826 y vicepresidente en 1853), Francisco Delgado (antiguo unitario), Barros Pazos (miembro de la generación del 37 y rector de la universidad de Buenos Aires) y Valentín Alsina (opositor a Mitre, quien renuncia y es reemplazado por Gorostiaga, ex ministro de interior de Urquiza) y a Francisco Pico como procurador general. La diversidad de trayectorias políticas no ocultaba, sin embargo, que constituían de hecho un grupo selecto, admiradores del modelo constitucional norteamericano que otorgaba a la Corte un poder de arbitrio completo al permitirle decidir sobre el carácter constitucional de las leyes, ubicándola también como máximo tribunal en las controversias federales en el orden nacional.
El primer grupo de supremos compartían, además, las aspiraciones e ideología de la elite política a la que servían y su desprecio por lo que consideraban la falta de racionalidad política de las mayorías populares. Estaban convencidos de la tarea central que emprendían, abonar los cimientos de una institución central de clase del Estado nacional en formación.
La tarea de largo alcance, estratégica, que estos juristas emprendieron fue paradójicamente de valor simbólico. Promover la idea del poder judicial como una institución neutral ajena a los intereses de clase. Un poder lo suficientemente alejado del mundo de los “comunes” como garantía de su aparente neutralidad, para ocultar su rol como institución de una clase y camuflar el carácter capitalista del sistema jurídico en el que la desigualdad social permanece encubierta bajo la creencia de la igualdad ante la ley.

Una Corte a medida

Si originalmente la Corte estuvo integrada por nueves jueces y dos fiscales, desde 1863 hasta el primer gobierno de Perón fueron 5 sus miembros. En 1960 se redujo a siete, hasta que en 1966 se volvió a la composición anterior de cinco jueces y un procurador general y en 1990 se elevó nuevamente a nueve. En la actualidad está integrada por cinco cortesanos, elegidos por el poder Ejecutivo y desde la reforma constitucional de 1994, deben contar con la aprobación de dos tercios de los integrantes del Senado en audiencias públicas.
El carácter antidemocrático de su elección se extiende a la permanencia en el cargo, que dura mientras dure su "buena conducta", es decir, vitalicia. Por dar un ejemplo, Antonio Bermejo presidente de la Corte Suprema por 30 años asume en 1903 bajo la segunda presidencia del jefe de la oligarquía el general Roca hasta su muerte, en 1929 durante el gobierno del radical H. Yrigoyen o el reciente caso del cortesano Fayt que integró durante 32 años el máximo tribunal. Es interesante notar que en casi 155 años desde su fundación, uno de los primeros jueces en ser llevado a juicio político y destituido por el Senado fue Eduardo Moliné O’Connor en 2003, integrante de la corte menemista, más conocida como “mayoría automática”.
A la inamovilidad de los “supremos” y la intangibilidad de sus salarios, la expresión “viven como reyes” les cabe perfectamente y es una marca de origen. En la actualidad perciben ingresos que superan los 200 mil pesos mensuales, además de interminables privilegios como el de autoexcluirse del pago del impuesto a las ganancias y patrimonios millonarios.
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La Corte Suprema como institución de clase legitimó cada uno de los golpes de Estado que se dieron en el país. En 1930 con el golpe de Uriburu sus integrantes se mantuvieron en funciones y como si ello no bastase, emitió el 10 de septiembre de 1930 una Acordada (acuerdo) por unanimidad en la que saludaba el golpe señalando que “ese gobierno se encuentra en posesión de las fuerzas militares y policiales necesarias para asegurar la paz y el orden de la Nación, y por consiguiente para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas” y que “el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país, es pues un gobierno de facto cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas, en cuanto ejercía la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”. Es decir, la Corte no solo reconoce al nuevo gobierno militar sino que le ofrece las bases jurídicas que lo legitiman como autoridad de facto, creando una nueva jurisprudencia que sostiene la “validez del derecho no en razones democráticas y razones públicas persuasivas sino en la pura fuerza”.
El mismo accionar se producirá en 1943 frente al derrocamiento de Castillo y en 1966 con el golpe militar de Onganía. Esta trayectoria de servicio “impecable” alcanza su momento cumbre en 1976 cuando se produce el golpe militar genocida. La Corte integrada por los cinco jueces designados por el nuevo régimen volvía a justificar el golpe planteando que “que un verdadero estado de necesidad reinante en el país, obligó a las Fuerzas Armadas a tomar a su cargo el gobierno de la Nación…”. Este poder “coadyudó al control social y proveyó de cierta legitimidad al régimen” , encubriendo el accionar de la dictadura, a través de diversos recursos como el desconocimiento de los habeas corpus (se calculan entre 1976/79 la presentación de más de 5.000 en los tribunales federales), el ocultamiento de las detenciones y secuestros y la aceptación en última instancia de todo el marco jurídico impuesto por el régimen.
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Es claro que lejos de dictar “justicia” la Corte y sus fallos se mueven al son del ritmo de las necesidades políticas de los gobiernos de turno, como muestran los fallos en sintonía con el oficialismo actual, favorables a los empresarios frente a los despidos y contra la “industria del juicio” laboral.
O puede convertirse en la última carta salvadora cuando el sistema de representaciones políticas de un país comienza a crujir y se necesita la intervención de sus señorías, como viene ocurriendo en distintos países latinoamericanos, entre los cuales Brasil a través de la “Operación Lava Jato”, viene dando cátedra.
Esta “suprema” institución no escapa del descrédito y desgaste general que persigue a la casta de políticos capitalistas. El mismo que desde la crisis del 2001 viene expresándose de diferentes formas en el sistema político nacional. Sus últimos fallos vinculados a proteger a los genocidas hicieron nuevamente visible su naturaleza servil frente a los verdaderos poderes del país, cuyos intereses salvaguarda. Las clases populares no deben guardar ilusiones en esta institución que ha demostrado históricamente su verdadero rol social. Se impone la pelea por una democracia radical, que levante la necesaria disolución de la Corte, que todos los jueces sean electos por el voto popular, revocables y cobren lo mismo que cualquier trabajador y la formación de juicios por jurados, elegidos por el pueblo. Medidas elementales y democráticas para acabar con esta casta de funcionarios privilegiados y tribunales de clase.

Liliana O. Caló
@LilianaOgCa

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