Los primeros decretos de Joe Biden en materia de política exterior han apuntado a revisar y dar marcha atrás con algunas de las medidas dispuestas por su predecesor. El presidente entrante ha anunciado la vuelta de Estados Unidos al acuerdo climático de París y a la Organización Mundial de la Salud (OMS), y también el regreso al pacto nuclear con Irán, del que se retiró bajo la gestión de Trump. Entre los decretos figura cancelar la construcción de la muralla con México y restablecer la protección legal de una parte de los migrantes que había quedado sin efecto en el gobierno saliente y que estaban expuestos, por lo tanto, a una deportación.
Los anuncios de Biden no nos deben hacer perder de vista, sin embargo, la continuidad que plantea el gobierno demócrata con respecto a puntos centrales de gestión del magnate.
China y guerra comercial
Por lo pronto, la escalada con China no sólo va a continuar sino que está llamada a profundizarse.
«Estamos en una competencia seria con China. La competencia estratégica con China es una característica definitoria del siglo XXI», remarcó la vocera presidencial, Jen Psaki, en su habitual conferencia de prensa diaria en la residencia oficial. «Pekín ahora -remarcó- desafía nuestra seguridad, prosperidad y valores de una forma significativa que requiere un nuevo enfoque de Estados Unidos. Esa es una de las razones por las que queremos abordar esto con paciencia estratégica, queremos realizar revisiones internas, queremos involucrarnos más con republicanos y demócratas en el Congreso y, lo que es más importante, queremos discutir esto con nuestros aliados» (La Nación, 25/1).
Una exacta medida de lo que está en juego lo da el hecho de que Biden debuta con un nuevo incidente militar con el gigante asiático. Los roces entre las dos potencias en el Mar de la China Meridional afloraron otra vez, luego de un ejercicio militar de Estados Unidos el fin de semana. El portaviones USS Theodore Roosevelt ingresó en la zona acompañado por tres buques de guerra para promover la «libertad de los mares», indicó el ejército. Se trata de una zona estratégica, pues allí circula gran parte del comercio en Asia y de Asia hacia Occidente. La presencia naval norteamericana pretende colocar un freno a la expansión china en la región.
El hombre elegido por Biden para llevar adelante las relaciones internacionales de Washington, Antony Blinken, dio una señal contundente días atrás en su audiencia de confirmación en el Senado, al afirmar que Trump había hecho lo correcto en «adoptar un enfoque más duro» hacia China. «Estoy muy en desacuerdo con la forma en que lo hizo en varias áreas, pero el principio básico fue el correcto, y creo que eso es realmente útil para nuestra política exterior», dijo Blinken.
El gobierno de Biden tiene pensando mantener el respaldo de Estados Unidos a Taiwán que brindó la administración de Trump, otro punto de tensión con China. Y Blinken también avaló la condena a las violaciones de derechos humanos en el gigante asiático contra los uigures, una minoría musulmana, sometidos a abusos en campos de concentración en el noroeste del país. La condena se hace extensiva a la cruzada represiva dictada por el gobierno chino contra Hong Kong. La preocupación por los «derechos humanos» es simplemente una cobertura para proceder a una ofensiva mayor en el plano económico, político y militar. El objetivo acariciado por el imperialismo es avanzar en la colonización de China y completar bajo su tutela el proceso de restauración capitalista aún inconcluso.
Rusia
Lo mismo vale para el ex espacio soviético. Los demócratas venían realizando reproches a Trump por sus vínculos con Putin. Estas relaciones cordiales entre ambos mandatarios no habían disipado las sanciones económicas contra Rusia que datan desde la ocupación de Crimea. Pero ahora lo que se viene es un endurecimiento con Moscú. La Casa Blanca muy probablemente utilice la detención del opositor Alex Navalny y las protestas que ha desatado para avanzar en nuevas represalias y en un cerco militar. Por lo pronto, Biden nominó para encabezar la central de inteligencia norteamericana a William Burns, un ex embajador en Moscú que ha tenido un papel gravitante para limitar la influencia del Kremlin en Oriente Medio y el Norte de Africa durante la expansión de la Primavera Árabe hace una década. Una flamante alta funcionaria de asuntos políticos de la Cancillería, Victoria Nuland, que acaba de ser designada, fue una diplomática que colaboró política y financieramente con el levantamiento popular que volteó al gobierno pro-ruso del corrupto Viktor Yanukovich en Ucrania en 2014.
No nos olvidemos que en los papers del Pentágono figuran tanto Rusia como China como «enemigos estratégicos». Estamos frente a un política de Estado, que es patrimonio común de la burguesía norteamericana. Henry Kissinger ha advertido que, bajo el mandato de Trump entramos en una «guerra fría», y no descartó la emergencia de guerras calientes. Estamos hablando de conflictos locales pero con un alcance internacional.
Biden ha señalado que su propósito es devolverle a Estados Unidos su rol de liderazgo mundial, lo que es un eufemismo para señalar que apunta a un reforzamiento del lugar y la función de la primera potencia capitalista como gendarme mundial. Recordemos que los demócratas reprochaban a Trump ser demasiado tibio con China y, de un modo general, lo responsabilizan por el retroceso de Estados Unidos en su presencia militar en el mundo. El belicismo de los demócratas va más lejos que el del magnate. En este sentido, Biden ha sido una figura clave en alentar históricamente estas tendencias. En la guerra de Malvinas en 1982 a la salida de una reunión de la bancada demócrata con el secretario de Estado yanqui manifestó claramente: “es claro que el agresor es Argentina y es claro que Inglaterra tiene razón, y debería ser claro para todo el mundo a quién apoya Estados Unidos”. En el Congreso, donde viene jugando un rol prominente desde hace varias décadas, fue uno de los que fogoneó la intervención de Estados Unidos en los Balcanes en la década de 1990, la invasión de Afganistán en 2001, y la invasión de Irak en 2003. Es un entusiasta defensor del Estado de Israel y de sus gobiernos de turno responsables del genocidio del pueblo palestino. Como vicepresidente de Barack Obama, apoyó el aumento de la presencia militar en Afganistán, un golpe de Estado en Honduras en 2009 y la intervención en Siria y Libia.
Bajo una retórica de cooperación internacional, se viene un mayor intervencionismo y a esto no escapa América Latina. Viene al caso señalar que en la asunción de Biden estuvieron presentes los emisarios diplomáticos de Juan Guaidó, reafirmando que Estados Unidos reconoce al nombrado como presidente interino de Venezuela. La Casa Blanca va a continuar con sus conspiraciones y pugnar por el desplazamiento de Maduro. De un modo general, las banderas de los “derechos humanos” y la “corrupción” va a ser esgrimida para forzar a los gobiernos sudamericanos a un mayor alineamiento con Washington, de modo de reforzar su presencia en la región y apuntalar los negocios y los intereses del capital norteamericano a expensas de la propia burguesía local y de la creciente competencia china.
Perspectivas
Si pasamos revista a quienes integran el elenco de colaboradores, vemos que el nuevo presidente se ha rodeado de halcones demócratas. Aunque se ha tratado de ensalzar la amplitud de Biden en las designaciones, que incluye mujeres y hasta descendientes de afroamericanos, eso no alcanza para disimular su filiación ultrarreaccionaria. Avril Haines, designada en el puesto de directora de Inteligencia nacional, defiende oficialmente a los agentes de la CIA contra las acusaciones de torturas a sospechosos durante la represión posterior al 11 de septiembre. Se encargó de elaborar la justificación legal de los asesinatos con drones cometidos por la administración Obama, donde ocupó el cargo de subdirectora de la Agencia Central de Inteligencia: la CIA.
La pretensión de Biden de devolverle su papel de liderazgo a Estados Unidos tropieza, sin embargo, con la decadencia histórica de ese país, que se potencia ahora con el salto de la bancarrota capitalista y de la pandemia que atraviesa una segunda ola. Más bien, en realidad, ni siquiera está en condiciones de volver al estadio previo al mandato de Trump. El escenario es muy diferente. La crisis mundial capitalista ha hecho su trabajo implacable de topo. En un marco de una economía mundial que ha entrado en una depresión, solo comparable con la del ’29, es muy difícil conciliar los intereses encontrados de las diferentes potencias y corporaciones rivales, en que la competencia se ha vuelto más salvaje y en la que se juega, en muchos casos, la sobrevivencia. En este marco, restablecer una alianza con sus socios occidentales, seriamente deteriorada bajo el mandato de Trump, está cuestionada. Las potencias europeas no están dispuestas a declinar de los compromisos que han anudado con China. Lo mismo vale para Japón. En ambos casos, han pasado a integrarse a alianzas lideradas por el gigante asiático, como el Banco asiático de Infraestructura e Inversión (BAII) del que forman parte los principales países de la Unión Europea o el bloque comercial RCEP recientemente conformado bajo iniciativa de Pekín y que incluye entre sus miembros a Japón. Por su parte, Estados Unidos no está en condiciones de ceder fácilmente en los condicionamientos dispuestos en los cuatro años de Trump contra corporaciones extranjeras. Por lo pronto, la administración demócrata mantiene las represalias de las empresas, fundamentalmente de origen europeo que hayan violado las sanciones comerciales impuestas por Washington contra Irán.
Pero, además, la política exterior está condicionada por la política interna. Mal puede Estados Unidos afianzar un papel de gendarme internacional si no tiene bajo control su frente interno y un disciplinamiento de las diferentes clases sociales a la autoridad del Estado, que es lo que hoy está trastocado en el escenario norteamericano.
Biden encabeza un transición turbulenta y debe lidiar con una enorme crisis social, económica y política, por un lado, y la sombra de una rebelión popular que sigue latente y que viene de estremecer los cimientos de la vida norteamericana, por el otro.
Es una ilusión infundada asignarle a Biden un cambio progresista en la política exterior. Esta advertencia vale para los nacionalistas y populares y el progresismo latinoamericano, que abrigan expectativas en un trato más amigable o al menos una atenuación de la presión de Washington. El gobierno demócrata está llamado a acentuar los condicionamientos leoninos en la deuda y el sometimiento semicolonial. Las contradicciones y escollos que vayan surgiendo en la implementación de la política yanqui, deben ser aprovechados para reforzar y profundizar la lucha anti-imperialista de los pueblos latinoamericanos en vistas a conquistar la liberación nacional y social, que tiene que asumir un carácter continental. El mejor aliado que tienen los explotados de la región son los trabajadores y la juventud estadounidense, que ha sido la gran protagonista de la rebelión del año pasado y que está socavando el poder imperialista dentro de sus propias fronteras.
Pablo Heller
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