miércoles, marzo 28, 2007

Las Brigadas Internacionales en la defensa de Madrid.



La llamada de España
Joaquín Leguina

Muchos la han escuchado en remotas penínsulas,
en dormidas llanuras, en lejanas islas de pescadores,
o en el corrompido corazón de alguna gran ciudad.
La oyeron y volaron como gaviotas o como las semillas de una flor.
..........
En aquel cuadro árido, en aquel trozo arrebatado a la ardiente
África y soldado crudamente a la industriosa Europa,
en aquel pedazo de tierra surcado por los ríos,
nuestros pensamientos adquieren cuerpo,
las formas enfebrecidas y amenazadoras se concretan y viven.
..........

Madrid es el corazón. Florecen nuestros instantes de ternura,
como la ambulancia y el saco terrero,
y nuestras horas de amistad en el ejército popular.
Auden

En el mes de septiembre de 1936, Willi Münzenberg, jefe de propaganda del Komintern en Europa, viajó desde París a Moscú con una propuesta que, al parecer, le había hecho Maurice Thorez, entonces secretario general del Partido Comunista Francés. La idea era crear una fuerza militar, como ya se había realizado durante la guerra civil que siguió a la revolución rusa, reclutando voluntarios para que se sumaran al Ejército Republicano y combatir en España por la causa de la libertad.
Willi Münzenberg, en efecto, está en el origen de las Brigadas Internacionales, como en los años anteriores había estado en el corazón de todas las movilizaciones populares e intelectuales a favor, directa o indirectamente, de la política soviética. Un personaje inmenso, este alemán recio, hijo de un tabernero. Obrero desde los dieciséis años, Münzenberg, de un talento superior y práctico, se exilió durante la Primera Guerra en Suiza. Allí conoció, primero a Trotsky y, más tarde, a Lenin, con quien viajó en el tren sellado hasta Rusia en vísperas de la revolución bolchevique.
Münzenberg cayó en desgracia, como tantos revolucionarios de la primera hora, y tachado de traidor y acusado de colaborar con la Gestapo, fue expulsado del partido Comunista Alemán en 1938. Había sido diputado en el Reichstag y se había exiliado, de nuevo, en París poco después de la llegada de Hitler a la Cancillería. Como todos los alemanes anti-nazis, fue encerrado por el Gobierno francés en un campo de detención cuando en 1939 estalló la guerra tras la invasión hitleriana de Polonia.
Cuando, en la primavera de 1940, las tropas alemanas invadieron Francia, Münzenberg recuperó la libertad, como todos los detenidos alemanes, e intentó huir, otra vez, a Suiza. Perseguido al mismo tiempo por los soviéticos y por los nazis, dos agentes de la policía política de Stalin, comunistas como él, lo asesinaron, ahorcándolo en un bosque francés. Después, el aparato de propaganda comunista se encargó de borrar su memoria casi hasta hoy.
Muñoz Molina en su libro “Sefarad” dedica a Münzenberg un capítulo esclarecedor. En 1989, tras la caída del muro de Berlín, la esposa de Münzenberg, Babette Gross, con más de noventa años entonces, relató al escritor norteamericano Stephen Koch estos terribles avatares (Sephen Koch: “El fin de la inocencia”. Tusquets, 1995).
Tomada la decisión de crear las Brigadas, a Luigi Longo, que había sido el líder de las Juventudes Comunistas italianas y que estaba en España, se le encomendó tratar de ello con las autoridades republicanas. En efecto, Longo, el polaco Stephan Wisniewsky y el francés Pierre Rebière visitaron a Azaña y a Largo Caballero, quienes les remitieron a Martínez Barrios, que era entonces el presidente del comité para la reorganización del Ejército, y éste les dio el visto bueno.
La oficina central de alistamiento se instaló en la rue Lafayette, en París. El croata Josip Broz (“Tito”) y otros relevantes dirigentes comunistas trabajaron allí. El asesor militar era un general polaco, Karol Swierezewski (“Walter”), que había luchado al lado de los rusos en la Primera Guerra Mundial y luego tomó parte en la revolución y en la guerra civil contra los blancos.
Los voluntarios fueron enviados a España desde Francia en barco o en ferrocarril. El primer contingente de quinientos salió de la estación de Austerlitz, en París, y llegó a Albacete el 14 de octubre de 1936. A estos voluntarios se les sumaron después muchos de los extranjeros que estaban combatiendo ya en Aragón y en el valle del Tajo.
Al mando de la base de Albacete estaba, como comandante en jefe, André Marty. Luigi Longo (”Gallo”) era el inspector general y otro italiano, Giuseppe di Vittorio (“Nicoletti”) era el jefe de los comisarios políticos. Mientras los dos italianos pronto adquirieron fama de competentes y humanitarios, no fue ése el caso de Marty, un hombre desconfiado que nunca tuvo el aprecio de sus tropas.
Aunque el impulso inicial y el control fueran comunistas, no todos los brigadistas lo eran. Hugh Thomas estima que aproximadamente el 40% de los voluntarios no respondía a la obediencia comunista. Por ejemplo, el primer jefe instructor de infantería en Albacete era el periodista alemán Ernst Adam, que no era comunista.
La base de Albacete no tardó en quedarse pequeña. Los italianos se instalaron en Madrigueras, los eslavos en Tarazona de la Mancha, los franceses en La Roda y los alemanes en Mahora.
Entre los más notables voluntarios estaba Lazar Manfred Stern, que entonces tenía cuarenta y un años. Durante la Primera Guerra Mundial había servido como capitán en el ejército austríaco. Capturado por los rusos, fue enviado a Siberia, desde donde logró huir para sumarse a la revolución y combatir, más tarde, en la guerra civil. Luego ingresó en la sección militar del Komintern y, como tal, había estado en China, en Abisinia e incluso en Brasil. Stern usaba el nombre de “Kleber”, uno de los generales de la Revolución francesa.
Por mar, desde Marsella, o cruzando clandestinamente los Pirineos, los voluntarios generalmente recalaban en Barcelona o Alicante, donde eran recibidos por entusiasmados ciudadanos al grito de “¡No pasarán!” y “¡UHP!” Los andenes se llenaban de gente partidaria del Frente Popular para saludarlos a su paso.
Durante el verano y el otoño de 1936 se crearon en todo el mundo comités de apoyo a la República Española. Hasta el líder del partido del Congreso de la India, Jawahavlal Nehru, se movilizó para enviar alimentos a España. La guerra española se había convertido en un conflicto, en cierto modo, universal. Para muchos de aquellos voluntarios, España había de ser la tumba del fascismo europeo.
La tarde del 6 de noviembre de 1936, el jefe del Gobierno, Francisco Largo Caballero, comunicó al jefe de la división de Madrid, el general Miaja, que el Gobierno se trasladaba a Valencia, dejando al general al frente de una Junta de Defensa. Nadie apostaba aquella tarde gris por que la capital resistiría con éxito el ataque de las tropas de Franco dirigidas por Varela.
El nombramiento de Miaja, que lo colocaba en el primer plano de la guerra, fue recibido con sarcasmos e insultos en el lado franquista. Las radios facciosas no los regatearon: Sevilla: “Un pobre viejo cobarde”; Salamanca: “Un general que no usa fajín y gasta cincha”; Burgos: “Dentro de dos días, Mola tomará café en la Puerta del Sol”; Pamplona: “El gobierno rojo opone a la juventud espléndida del caudillo un pobre valetudinario”. El “valetudinario” asturiano se puso en pie y en pocos días les hizo tragarse sus palabras de señoritos prepotentes y maleducados.
Koltsov, que más tarde publicaría un hermoso libro (“Diario de la guerra de España”) y que había participado en la revolución de octubre, ostentaba oficialmente el cargo de corresponsal de Pravda y se encargó de buena parte de la organización defensiva. Fue él quien ordenó vaciar la cárcel Modelo para “trasladar a los presos”. Unos mil, buena parte de ellos militares, fueron llevados en camiones por la carretera de Barcelona y fusilados en Paracuellos y Torrejón de Ardoz.
Muchos madrileños no obedecieron la orden de traslado dada por el Gobierno y en gran cantidad se presentaron voluntarios aquella misma tarde y en días sucesivos. Se organizó un nuevo estado mayor a cuyo frente se colocó al entonces teniente coronel Rojo, un militar competente y culto. Años más tarde, ya en el exilio, escribiría un libro canónico (“Así fue la defensa de Madrid”). Rojo comenzó su andadura en la defensa de la capital con un golpe de suerte. En el bolsillo de un oficial franquista, muerto en combate, se encontró el plan de batalla de Varela para el día siguiente.
El avance de las tropas de Franco, que habían planeado llegar al cuartel de la Montaña a través de la Casa de Campo, no pudo pasar del Cerro Garabitas. En esas circunstancias críticas, comenzaron a desfilar por la Gran Vía de Madrid las primeras unidades de la Brigadas Internacionales. El primer batallón era de alemanes, junto a una sección de ametralladoras servidas por ingleses, entre ellos el poeta John Cornford, que había de morir en España poco después, precisamente el día siguiente a su vigésimo primer cumpleaños. El batallón había tomado el nombre de “Edgar André” en honor de un comunista alemán de origen belga que había sido decapitado por los nazis unos días antes. En segundo lugar iba el batallón “Comuna de París”, de franceses y belgas. El tercero tenía el nombre de “Dombrowsky” y estaba compuesto, básicamente, de mineros polacos que trabajaban en Francia y Bélgica. Toda la brigada, la 11ª Brigada, estaba al mando de Kleber.
Al atardecer del 8 de noviembre, la 11ª Brigada ya ocupaba sus posiciones en el frente. Los batallones “Edgar André” y “Comuna de París” en la Casa de Campo, el “Dombrowsky”, junto al Quinto Regimiento, mandado por Líster, en Villaverde.
La 12ª Brigada Internacional llegó a Madrid el 13 de noviembre; entre ambas brigadas contaban con, aproximadamente, 3.500 hombres. No se puede decir que las Brigada Internacionales, ellas solas, salvaran Madrid, pero su presencia y su arrojo fueron determinantes. La moral de los resistentes madrileños se vio acrecentada con la llegada de “los rusos”, como se los llamaba. Julián Zugazagoitia, que dirigía en Madrid “El Socialista” y que vivió aquellos días, los vio así en su espléndido libro “Guerra y vicisitudes de los españoles”: “Llegaban de todos los pueblos de Europa y eran... Eran los internacionales de Kleber, de Lukacs...: Polacos, alemanes, franceses, austríacos, checos, experimentados de la guerra europea y disciplinados con moral de victoria. Rebeldes expulsados de su patria, trabajadores sin nacionalidad oficial, hombres con un pasado lleno de dolor y con un porvenir incierto. Cabezas firmes y brazos robustos, corazones sin miedo y ánimos tiesos. Tres mil quinientos fusiles. Se desparramaron por la Casa de Campo y por la Ciudad Universitaria. La guerra los acogió con toda su pirotecnia mortal... No se inmutaron, habían venido a Madrid justamente a eso: a hacerse matar defendiéndolo. De la capital sólo sabían una cosa: que los necesitaba”.
Los madrileños, en efecto, no estaban solos. Fernando Valera, el diputado republicano que era entonces subsecretario de Comunicaciones, en la noche del 8 de noviembre proclamó por la radio: “Aquí, en Madrid, se encuentra la frontera universal que separa la libertad de la esclavitud. Aquí, en Madrid, se enfrentan en una gran lucha dos civilizaciones incompatibles: el amor contra el odio, la paz contra la guerra, la fraternidad de Cristo contra la tiranía de la Iglesia... Esto es Madrid. Está luchando por España, por la humanidad, por la justicia, y, con su manto de sangre, cubre a todos los seres humanos. ¡Madrid! ¡Madrid!”
En esa misma hora, eminentes periodistas (Setfon Delmes, Henry Buckley, Vincent Sheen...) desde sus habitaciones en el Hotel Gran Vía o en el Florida redactaban sus crónicas en las que se aseguraba que Madrid estaba a punto de caer, pero se equivocaban.
El 9 de noviembre, Varela, estancado en la Casa de Campo, inició un nuevo ataque, que pretendía ser el definitivo, pero fue frenado en seco por la Brigada que dirigía Kleber, que al atardecer contraatacó. “Por la revolución y la libertad ¡adelante!” Las tropas de Varela volvieron a su refugio en el Cerro Garabitas y abandonaron el ataque desde la Casa de Campo, pero un tercio de la Brigada de Kleber había caído entre las encinas del parque, antigua finca de caza real, que había pasado a ser propiedad de la ciudad al llegar la República.
“El miliciano aprendía. Adquiría hábitos de soldado. Cada internacional, sin darse cuenta, se convirtió en un maestro. Como los discípulos eran agudos, el aprendizaje fue rápido. A esos maestros movía Kleber con una precisión mecánica, mediante órdenes concisas, tajantes, que mandaba por los enlaces a los jefes de grupo y se cumplían sin la menor vacilación. Órdenes escritas a lápiz, firmadas con su inicial, que circulaban nerviosamente, levantando temperatura y fiebre en quienes las recibían. Órdenes escritas en medio del combate, sin una vacilación, de un solo trazo seguro. “Resista. K” “Avance sobre su izquierda. K”. “Firme en su puesto. K”. (Julián Zugazagoitia: “Guerra y vicisitudes de los españoles”).
Entretanto, tampoco los marroquíes, obligados a combatir dentro de la Ciudad, avanzaban en Carabanchel. Ello hizo pensar a Rojo y a Miaja que el próximo ataque franquista se produciría en las proximidades de la carretera de Valencia. No se equivocaban. Para taponar el frente enviaron hacia allá a la 12ª Brigada, compuesta por los batallones “Thaelman”, “André Martin” y “Garibaldi”, de alemanes, franceses e italianos, respectivamente. A su mando estaba el novelista húngaro Mata Zalka (“Lukacs”), que había servido en el ejército austríaco durante la Primera Guerra Mundial, uniéndose luego, tras ser capturado por los rusos, al ejército rojo. El comisario político de esa Brigada era el escritor alemán Gustav Regler. El también novelista Ludwig Renn dirigía el batallón Thaelman, en el que había algunos británicos, entre ellos Edmond Romilly, sobrino de Churchill. El batallón Garibaldi estaba dirigido por el republicano italiano Randolfo Pacciardi y en él mandó una compañía el socialista Pietro Nenni. En aquella Brigada convivían personas de diecisiete nacionalidades.
La 12ª Brigada entró en combate tras una marcha a pie de quince kilómetros y se consiguió estabilizar el frente.
Varela volvió a atacar por la Casa de Campo, donde ya estaban las tropas catalanas de Durruti. Cubierta desde el aire por la Legión Cóndor, por tres veces una columna de Varela intentó pasar el Manzanares y por tres veces hubo de retroceder. Al fin, las tropas “nacionales” consiguieron establecer una cabeza de puente en la orilla izquierda del río, justo al pie del palacete de la Moncloa. Un error en el relevo de las tropas republicanas les permitió tomar la Escuela de Arquitectura. Entonces comenzó la batalla en la Ciudad Universitaria. Horas de bombardeo aéreo y artillero no conseguían desalojar a las tropas de uno u otro lado.
El 19 de noviembre Buenaventura Durruti fue mortalmente herido junto a la cárcel Modelo, a dos pasos de donde hoy está la Junta Municipal de Moncloa. En el Clínico se luchó piso a piso dentro del edificio. Una compañía de polacos del batallón Dombrovsky resistió en la Casa de Velázquez hasta la extenuación. “En la Casa de Velázquez, se había instalado una compañía de internacionales polacos. Su jefe recibió, cuando más recia era la arremetida de los rebeldes, una orden de Kleber: “Resista. K”. Sus hombres iban cayendo muertos o heridos. El fuego les entraba por la derecha y por la izquierda. Los fusileros que les quedaban seguían disparando sin preguntar nada, sin apartar los ojos del adversario. El capitán diría, el capitán sabría.
El capitán, tieso ante una ventana, hacía fuego con su fusil. Era, entre todos, el único que no preservaba su cuerpo. Y como si estuviera defendido por un poder sobrenatural, las balas lo respetaban. Los heridos le miraban con ojos incrédulos, conteniendo los lamentos, dejándose desangrar. Después de cinco horas, llegó el relevo. De la compañía sólo quedaban en pie seis hombres y el capitán”. (Julián Zugazagoitia: “Guerra y vicisitudes de los españoles”).
Ante las inesperadas dificultades para romper el frente, Franco se decidió por forzar la rendición de Madrid a base de bombardeos aéreos, pero también fracasó. La batalla en la Universitaria continuó hasta el 23 de noviembre, sin que la defensa centrada en la Facultad de Filosofía y Letras permitiera a las tropas franquistas llegar a la plaza de la Moncloa. Ese día, 23 de noviembre, se reunieron en Leganés los jefes militares del bando rebelde con Franco al frente. Decidieron suspender el ataque frontal contra Madrid. Mola no podría tomarse un café en el Molinero de la Puerta del Sol, tal y como había prometido. “El café se le enfrió” y nunca entraría en Madrid. La muerte le esperaba en un accidente de aviación por tierras burgalesas.
Aún se discute cuántos combatientes encontraron la muerte en la batalla de Madrid. Thomas estima que las bajas (heridos y muertos) por ambos lados fueron, en números redondos, 10.000.
La batalla de Madrid fue un gran éxito republicano y en él tuvieron un papel relevante los internacionales. Quedó claro que la guerra sería larga y ambos bandos se prepararon par ello. En el otoño de 1938, mientras se estaba perpetrando el acuerdo de Munich, que entregó Checoslovaquia al expansionismo hitleriano y continuaba la batalla del Ebro, Negrín buscaba, al menos, una tregua que pusiera fin a la guerra civil. La retirada de todos los extranjeros que peleaban en ambos bandos, supervisada por la Sociedad de Naciones, podía representar el primer paso para llegar al alto al fuego. Por otro lado, Stalin, que había intentado sin éxito una entente con Francia e Inglaterra, se preparaba ya a romper el aislamiento aproximándose a Hitler, caminando hacia lo que sería más tarde el pacto germano-soviético. En esas condiciones carecía de interés para él mantener en España la Brigadas que había ayudado a crear.
El 15 de noviembre de 1938 se celebró el desfile de despedida en Barcelona: los internacionales abandonaban España. Allí hablaron Juan Negrín y Dolores Ibárruri, Pasionaria: “Razones políticas, razones de Estado –dijo Pasionaria- obligan ahora a volver a algunos de vosotros a vuestra patria y a otros a un exilio forzoso. Podéis marchar orgullosos. Vosotros sois el heroico ejemplo de la solidaridad y la universalidad de la democracia. No os olvidaremos y cuando en el olivo de la paz vuelvan a brotar de nuevo las hojas, mezcladas con los laureles de la victoria, ¡volved!”
Dirigiéndose a las mujeres españolas, Pasionaria también habló del futuro en paz: “Cuando pasen los años y las heridas de la guerra hayan cicatrizado, cuando la oscura memoria de los tristes y sangrientos días se convierta en un presente de libertad, amor y bienestar; cuando los sentimientos de odio hayan desaparecido y cuando todos los españoles sientan el orgullo de una patria libre, entonces hablad a vuestros hijos. Habladles de las Brigadas Internacionales. Contadles cómo, llegando a través de mares y montañas, atravesando fronteras erizadas de bayonetas, estos hombres llegaron a nuestra patria como cruzados de la libertad... Hoy se marchan, pero muchos de ellos, miles de ellos, se quedan aquí con la tierra de España como mortaja y todos los españoles los recuerdan con el más profundo sentimiento”.
Cualquiera que sea el pensamiento que se tenga acerca de la tragedia que representó la guerra civil española, los brigadistas internacionales merecen el respeto que se debe a quienes, empujados por un ideal, se convirtieron, incluso, en “extranjeros de sí mismos”, por utilizar el título del documental que Rioyo y Linares han realizado sobre los extranjeros en la guerra de España. Muchos de ellos perdieron aquí la vida para ser enterrados en cementerios perdidos, que muy recientemente han comenzado a recordarse. En Fuencarral, en el Jarama... y en tantos lugares donde les alcanzó la muerte peleando a favor de un Gobierno legítimo, que se vio arrollado por una ideología totalitaria.
Otros brigadistas morirían en la Segunda Guerra Mundial y abundaron también los comunistas que, al volver a la Unión Soviética fueron masacrados bajo las purgas estalinistas. De hecho, la inmensa mayoría de los soviéticos que combatieron en España fue eliminada, a su vuelta, por Stalin. Aún después de la Segunda Guerra, las purgas en Checoslovaquia, por ejemplo, tomaron como chivos expiatorios a los “españoles”, es decir, a aquellos que como London, habían combatido en España. A todos ellos les conviene este epitafio griego: “Viajero, si vas a Esparta, recuérdale que aquí hemos muerto por su libertad”.

Edición digital de la Fundación Andreu Nin, marzo 2004

No hay comentarios.: