1. Un momento para la cultura.
Después de vivir situaciones bastante agobiantes en Alma-Ata, en Prinkipo, en Dinamarca (donde un gobierno socialista de izquierda se plegó a las imposiciones soviéticas a través de su embajadora, la que antaño había sido Alejandra Kollontaï), y finalmente en Francia (donde la presión estalinista y de la extrema derecha coincidieron por motivos diferentes), y en un momento en el que el Estado estalinista lo consagraba como el Gran Diablo, Trotsky pudo resurgir gracias a la acogida, el ambiente y las relaciones que pudo gozar en México, un “país surrealista por excelencia” al decir de Breton, en un momento histórico, social y cultural, especialmente creativo.
Así es que, aunque inmerso en los problemas que planteaban el "gran terror" estalinista, las vicisitudes del movimiento obrero internacional, y las tremendas dificultades de creación de una nueva internacional, Trotsky buscó en su tiempo un espacio para el arte y las letras. En 1923, aprovechando unas breves vacaciones, escribió Literatura y revolución, que causó una honda impresión entre los intelectuales revolucionarios rusos, tanto por su clara defensa de la libertad para la creación artística, como por su brillante crítica a la literatura de la época revolucionaria. Hay que destacar de este libro su refutación a las concepciones imperantes sobre una pretendida cultura proletaria. Para Trotsky: "Es fundamentalmente erróneo oponer una cultura y un arte proletario a la cultura y el arte burgueses. La cultura y el arte proletario es temporal y transitorio. Nuestra revolución debe su importancia histórica y su grandeza moral al hecho de que construye los cimientos de una sociedad sin clases y de la primera cultura auténticamente universal".
Cuando el comisario cultural de Stalin, Zhadanov empezó a desarrollar en la URSS sus teorías al servicio del Estado, Trotsky escribió secamente: "El estilo de la pintura soviética es presentado como “realismo socialista”. La definición sólo pudo haberla inventado un burócrata encargado de dirigir un departamento de Bellas Artes. El realismo consiste en imitar daguerrotipos provincianos del último cuarto de siglo pasado, y el estilo «socialista» en utilizar trozos de fotografía retocada para representar sucesos que nunca han ocurrido. No se pueden leer sin repugnancia y horror los poemas y novelas, o ver pinturas y esculturas en los que funcionarios armados de plumas, pincel, o cincel, y vigilados por funcionarios armados de pistolas, glorifican a los «grandes jefes geniales» en los que no hay una sola chispa de genio o de grandeza. El arte de la época de Stalin quedará como la expresión más notable de la más profunda decadencia de la revolución proletaria".
Luego, una vez en el exilio, Trotsky soñó con encontrar un aliado entre las conciencias literarias de su tiempo, un Emile Zola capaz de movilizar como éste lo hizo a favor de Dreyfus. El primero de estos candidatos fue Malraux, y lo consiguió parcialmente hasta que los "procesos de Moscú" crearon un abismo entre ambos. Durante los "procesos", imaginó que este candidato podría ser el hoy olvidado Jules Romains, por dos motivos, uno porque su literatura mantenía muchas semejanzas con la del autor de Germinal, el modelo de "escritor comprometido" con la verdad, en los esquemas de Trotsky, y dos porque Romains había escrito unos pasajes muy elogiosos de Trotsky en su obra Hombres de buena voluntad, pero Romains era un "espectador". No lo era sin embargo André Gide quien después de ser un activo "compañero de ruta" del comunismo en actividades múltiples al lado de Malraux, viajó a la URSS invitado por Gorky, tuvo el suficiente coraje para escribir su propio testimonio Regreso de la URSS, obra en la que --como después en sus Retouches--ofrecía una visión crítica certera y minuciosa de una realidad que otros no querían mirar, y que en sus trazos primordiales, recordaba en muchas cosas lo que se decía en La revolución traicionada. Sin embargo, después de efectuar diversas declaraciones favorables a Trotsky, de denunciar los "procesos" de Moscú, Gide declinó la invitación de Pierre Naville de viajar a México, y de comprometerse hasta ese nivel.
Quien sí aceptó fue, André Breton. un auténtico "participante", un revolucionario que había entrado en la onda comunista después de leer la evocación trotskyana de Lenin, y que no había mostrado la menor duda a la hora de tomar partido a favor de Víctor Serge, de denunciar los "procesos" o de apoyar la CNT y el POUM (en cuyas milicias tomaría parte su "segundo", Benjamín Péret). Breton era llamado el "papa negro" del extraordinario y subversivo movimiento surrealista. Mientras que Trotsky apenas sí había sobrepasado en sus inclinaciones literarias de la tradición realista del siglo XIX, y Bretón navegaba por otros espacios, a veces muy alejados, había algo que los acercó y que finalmente los unió en un proyecto de internacional cultural. Bretón sentía hacia Trotsky lo que él mismo denominaba "complejo de Cordelia" (en referencia a la hija menor del rey Lear, de Shakespeare), y entre las múltiples tomas de posición entorno a Trotsky, escribió:
"Me imaginaba a aquel hombre, que fue la cabeza de la revolución de 1905, una de las dos cabezas de la revolución de 1917, no sólo al hombre que puso su genio y todas sus fuerzas vivas al servicio de la causa más grande que conozco, sino también al testigo excepcional, al historiador profundo cuyas obras hacen algo más que instruir, pues infunde en el hombre el deseo de alzarse. Me lo imaginaba junto a Lenin y, más tarde, defendiendo solo su tesis, la tesis de la revolución, durante los congresos trucados. Lo veía solo, de pie entre sus compañeros, ignominiosamente abatidos, solo, atormentado por el recuerdo de sus cuatro hijos a los que habían asesinado. Acusado del mayor crimen que pueda existir para un revolucionario, con su vida amenazada en todo momento, entregado al odio ciego de aquellos mismos por quienes se prodigó por todos los medios. ¡Por fuerza ha de ser fácil organizar la noche de la opinión!" (Antología.1913-1966, Siglo XXI, Madrid, 1977, p. 144) .
Breton llegó a México en febrero de 1938. Entre él, Trotsky y Diego Rivera --el muralista mexicano que había traído al viejo a Coyoacán--, tuvo lugar una serie de conversaciones que desembocaron en la redacción (firmada por los dos artistas, pero redactada fundamentalmente por Trotsky) del Manifiesto por un arte revolucionario e independiente en el que se contemplaba al arte auténtico amenazado por unos nuevos vándalos: el Estado capitalista y la burocracia obrera. El arte, para ser digno de este nombre, ha de ser libre y revolucionario, ha de aspirar a «una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque sólo fuese para liberar a la creación intelectual de las cadenas que la obstaculizan, y permitir a toda la humanidad elevarse a alturas que solamente genios aislados alcanzaron en el pasado». La revolución debía de ampliar y profundizar los caminos del arte, ya que ambos buscaban la emancipación del hombre. El artista debe de ser, antes que nada, un creador. Contra toda clase de obstáculo para su libertad, el Manifiesto reclama: «toda clase de licencia para el arte». Ciertamente, la revolución ha de defenderse dé sus enemigos, pero entre las medidas de autodefensa y «la pretensión de ejercer una dirección sobre la creación intelectual hay un abismo. Si bien para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, la revolución se ve obligada a erigir un régimen socialista centralizado, para la creación intelectual debe de establecer y asegurar desde el principio un régimen anarquista de libertad individual». Finalmente, ofrece la siguiente síntesis de sus consignas: independencia del arte para la revolución, la revolución-para la liberación definitiva del arte.
La II Guerra Mundial impidió que la FIARI lograra despegar. Los surrealistas tuvieron que sortear los peligros de un Francia ocupada y se dispersaron; Rivera y Frida se distanciaron de Trotsky, y evolucionaron hacia el comunismo oficial, aunque siempre como personalidades muy singulares; la crisis interna del SWP con ocasión de la invasión rusa a Finlandia (que planteó el dilema sí había que defender a la URSS o no), dio al traste al extenso equipo nucleado alrededor de la revista Partisan Review que durante la "guerra fría" pasó a ser un instrumento al servicio de la CIA. En la posguerra, Breton y un sector de los surrealistas siguieron defendiendo ideas muy parecidas, y mantuvieron una activa relación con el trotskismo.
Un episodio singular en la trayectoria final de Trotsky fue su relación con los pintores Diego Rivera y Frida Kahlo, que lo acogieron en su casa, y que habían intercedido ante Lázaro Cárdenas para que el México comprometido con la República y el exilio español fuese una excepción dentro de "un planeta sin visado". En contra de lo que se ha dicho, es justo afirmar que dicha actitud resultaba bastante coherente con la trayectoria del pintor que había sido uno de los fundadores del partido comunista mexicano, y que se había mostrado como un artista irreductible en la defensa de su ideario en episodios tan notables como el que le enfrentó al magnate Rockefeller en defensa de la presencia de su retrato de Lenin en el Rockefeller Center, o en su rechazo del academicismo pictórico en la URSS estalinista, por otro lado, una interpretación política del muralismo mexicano nos revela que este fue la expresión más coherente del legado de la revolución de Octubre (como Goya lo sería de la revolución francesa), y algunos de los murales de Rivera forman ya parte indisociable de una cierta iconografía trotskista.
Más allá de unas relaciones personales en las que cabe registrar las idas y venidas en la evolución política de Rivera (que acabó claudicando), y de los escarceos amorosos con Frida (que ponen de manifiesto "otro Trotsky"), que se desarrolló fugazmente como parte de una crisis entre el ardoroso revolucionario que se sentía "como un cadete", y su compañera, Natalia, con la que acababan de vivir los acontecimientos más dramáticos de su vida, y con la que mantenía unas relaciones muy tiernas. El alcance de estos escarceos no puede precisarse ya que, a estancias del propio Trotsky, Frida destruyó todas las cartas que éste le envió, aunque existe el testimonio de Anita Brenner a la que Frida se las enseñó. Mostraban un tono lírico no exento de ironía. Después de un breve distanciamiento, las relaciones de Trotsky y Natalia se reafirmaron. Por su parte, Frida siempre fue ella misma, se sentía halagada y sintió un natural afecto hacia Trotsky. La historia es conocida: situada como la "mujer" de Rivera, el talento de Frida acabaría alcanzando unos niveles de reconocimiento superiores a los de éste. A ello contribuyeron, Breton y los surrealistas que la "adoptaron", y también la leyenda de Trotsky. A caballo de este prestigio, ahora alimentado por novelas, biografías y películas, inciden en este momento estelar en que fue posible una extensa convergencia de personajes tan extraordinarios como disímiles. Ocurrió en un país surrealista, en un contexto excepcional (el de Lázaro Cárdenas, el último gran reformista heredero de la revolución mexicana; en coincidencia con la llegada de abigarrada emigración española, pero también francesa), y señaló un encuentro entre el arte y la revolución para el que se carece de antecedentes y de emulación.
Cuando sintió que la muerte se aproximaba, Trotsky redactó un breve Testamento, acto que es recogido en una escena de El asesinato de Trotsky, de Joseph Losey, y que se encuentra según Roberto Benigni, junto con los libros de Carlo Levi, entre las fuentes primordiales de inspiración de su laureada (y discutible) película La vida es bella, título extraído del texto, "La vida es hermosa", unas palabras que contrastan con una situación en la que el horror tiene que ser superado por una apuesta de confianza en la vida, aunque sea pensando en su "disfrute" por parte de las nuevas generaciones, a las que había que ahorrarles el espectáculo más espectral de la barbarie reaccionaria.
En las notas, Trotsky se reafirma en su ideal comunista, y concluye diciendo:
"No tengo necesidad de refutar aquí una vez más las estúpidas y viles calumnias de Stalin y sus agentes: en mi honor revolucionario no hay una sola mancha. Nunca he participado ni directa ni indirectamente en ningún acuerdo, o incluso negociación entre bastidores con enemigos de la clase obrera. Miles de adversarios de Stalin han caído víctimas de falsas acusaciones similares. Las nuevas generaciones revolucionarias rehabilitarán su honor político y tratarán a los verdugos del Kremlin tal y como se merecen (...). Durante cuarenta y tres años de mi vida consciente he sido un revolucionario; durante cuarenta y dos he luchado bajo la bandera del marxismo. Si tuviera que empezar de nuevo, desde luego, trataría de evitar este o aquel error, pero el curso principal de mi vida seguiría siendo el mismo. Moriré como un revolucionario proletario, como un marxista, como un materialista dialéctico y, en consecuencia, como un ateo irreconciliable.
Natalia acaba de acercarse a la ventana del jardín y la ha abierto más para que el aire pueda entrar plenamente en mi cuarto. Puedo ver el brillante verdor del césped bajo el muro, y el claro azul del cielo sobre él, y todo lleno de la luz del sol. La vida es hermosa. Que las generaciones futuras la limpien de todo mal, opresión y violencia y la disfruten al máximo"
A los pocos días de escribir estas notas, Trotsky fue asesinado por Ramón Mercader, fervoroso estalinista en las juventudes del PSUC durante la guerra civil, e hijo de Caridad Mercader, llamada "La Pasionaria" catalana. Anteriormente, un comando bajo las órdenes de David Alfaro Siqueiros, había logrado burlar la blanda vigilancia (Trotsky quería confiar en todos sus guardianes, no consentía que no se dejara entrar a los mexicanos), y penetró en las habitaciones para disparar numerosas ráfagas de metralleta que resultaron fallidas, aunque hirieron levemente a Séva, el nieto de Trotsky, el único superviviente de lo quedó de su familia en la URSS. Encarcelado durante décadas en México, Ramón Mercader, se mantuvo en la coartada que ocultaba su personalidad, y negó cualquier conexión con Stalin, aunque no pudo persistir en la "teoría" de que era un "trotskista desengañado". La trama dio lugar a numerosos libros, así como a dos películas más o menos famosas que, de alguna manera, alumbran sobre una época en la que los herejes eran perseguidos hasta la vejez y hasta los confines, y también sobre el miedo que provocaba un hombre con una historia y con el arma de la voz y de la pluma, una pluma que según confesaba él mismo, le hacía sufrir a la hora de escribir. Hoy en día, no existe la menor duda sobre toda la trama que envolvió el crimen, incluso se conocen los principales actores, todos ellos conectados con las más altas instancias de la KGB, el problema no radica aquí, sino en la interpretación del significado del crimen, entre otras cosas porque una historia conservadora dominante quiere amalgamar la víctima con los verdugos.
El asesinato dejó a Stalin "liberado" de cualquier eventualidad, y cumplió el objetivo de éste: "descabezó" a un movimiento en el que ahora nadie podía aspirar, ni de lejos, a ocupar una autoridad moral y política tan sobresaliente. En el mismo escenario del crimen, algunos de los testigos como Alfred Rosmer, ya se había apartado, otros, como Jean Van Heijenoort, lo haría años más tarde, visiblemente frustrado, el militante que golpeó en la cabeza a Frank Jacson, Mercader, el norteamericano Joseph Hansen, jugaría un papel sobresaliente en la reafirmación que el trotskismo logró en los años sesenta, al calor de la revolución cubana y de la emergencia de unas nuevas izquierdas, a Natalia le costó entender que había que diferenciar entre el inconmensurable horror provocado por el estalinismo, y lo que podía significar la URSS y el movimiento comunista a pesar de tantos pesares.
Por aquellos días, una antigua militante comunista de origen valenciano, María Teresa García Banús, sobrina del pintor Joaquín Sorolla y compañera de Juan Andrade, acababa de cruzar la frontera con Francia, huyendo de las tropas franquistas pero también de los comunistas de los que también había tenido que huir, aunque como Juan, ella sabía que había que diferenciar entre los burócratas y los militantes de a pie. Estaba sola con ellos en uno de aquellos campos de concentración con que las autoridades franceses recibieron a los perdedores. Entonces le llegó a las manos un trozo de diario atrasado en cuya portada se informaba que Trotsky acaba de ser asesinado. Maria Teresa cuenta en sus memorias (inéditas) que aquel día sintió que la historia se hacía pedazos, y que los sueños de libertad e igualdad estaban cada vez más lejanos.
Sin embargo, todavía le quedaban muchas páginas que vivir desde la esperanza.
2. Repaso de testimonios
Existen numerosas ediciones de Literatura y revolución, aunque la más completa es la de Ruedo Ibérico en dos volúmenes; igualmente son numerosos los debates y ensayos sobre sus textos, pero el más completo quizás sea el de Norman Geras. Masas, partido y revolución. Expresión literaria y teoría marxista (Fontamara, BCN, 1980, tr. F. Cuscó Torella). El Manifiesto que aparece en dicha obra, está editado con el título Por un arte revolucionario e independiente (El Viejo Topo, BCN, 1999), en el que se incluye una extensa selección de textos, así como un amplio trabajo sobre la relación de Trotsky con Diego Rivera, Frida Kahlo, y con el obcecado estalinista David Alfaro Siqueiros, y un artículo de Michael Lequenne sobre las relaciones entre el "trotskismo" y el surrealismo; complementario a este libro resultan mis trabajos: André Gide y el comunismo y André Malraux. Travesía de un siglo (El Viejo Topo nº 151 y 166, respectivamente).
En los años setenta, Tusquets dio a conocer la controversia entre Breton y Louis Aragón con el título de Surrealismo contra realismo socialista. Ya entonces esta controversia se podía considerar superada, incluyendo en los medios artísticos e intelectuales próximos al PCE. Según testimonio de Manuel Sacristán, ya en un seminario del PCE y al PSUC en los años 60, él mismo y Carlos Blanco Aguinaga habían hecho una exposición y una defensa de los argumentos de Trotsky en este punto, y cabría añadir que, por entonces, ya el PCI había "permitido" una edición afín al partido. Un ensayo más que notable que abarca primordialmente esta controversia "entre coyoacanes y aragoneses" es el de Ángel García Pintado, El cadáver del padre. Artes de vanguardia y revolución (Akal, Madrid, 1981). Otras aportaciones a considerar son las de Peter Collier, "Sueños de una cultura revolucionaria: Gramsci, Trotsky y Breton", en Culturas de vanguardia y política radical en la Europa de principios del siglo XX (Debats, nº 26, Diciembre 1988, Edicions Alfons el Magnánim), y la de Ronald Paulson, "La revolución y las artes plásticas, que aborda la relación entre Octubre y el muralismo mexicano (visto a través de la relación entre Trotsky y Rivera)" en la obra colectiva La revolución en la historia. ed. Roy Porter y Mikulas Tiech (Crítica, BCN, 1990).
El mejor testimonio sobre los últimos años de Trotsky lo ha escrito Jean Van Heijenoort, Con Trotsky. Desde Prinkipo a Coyoacán. Testimonio de siete años de exilio (Nueva Imagen, México, 1979, tr. Tununa Mercado). Estas memorias de las que fue secretario, traductor y guardaespaldas de Trotsky entre octubre de 1932 y noviembre de 1939 recrean detalladamente la atmósfera en que éste vivía y trabajaba en esos años de exilio hasta los más ínfimos detalles. El relato simple y preciso de esa cotidianeidad trascendente permite, en no pocos casos, superar errores involuntarios de otros autores, de manera que Heijenoort no duda en "enmendar la plana" a Deutscher y a buena parte de los testimonios escritos sobre Trotsky entorno a esta época, a veces con contenida indignación. Obviamente logra disipar calumnias y despojar al personaje del aura mitológica que, como a todos los grandes hombres, suele creársele, ofreciendo detalles sobre sus relaciones personales, sus actitudes ante muchas cosas, sin olvidar detalles sobre su posiblemente platónica relación amorosa con Frida Kahlo. Se trata de una obra modélica por la frescura de una memoria, que fue minuciosamente verificada gracias a un archivo personal del autor que contiene 22 mil documentos (entre ellos 4 mil cartas de Trotsky), correspondientes al periodo que se extiende entre 1929 y 1940. El periodo del exilio en México es ampliamente considerado, aportando mucha --y nueva- información, de quien fuera testigo de la relación con Diego Rivera y Breton, amén de una gran cantidad de personalidades mexicanas y de otras partes del mundo como Gide o Gorki. Eludiendo la devoción incondicional tanto como la hostilidad sistemática, el relato de Heijenoort -que no pretende ser un examen integral de la personalidad de Trotsky, de sus ideas y de su carácter- contribuye sin embargo a la visión crítica de una etapa histórica que los sucesos posteriores actualizan hoy...
Al acabar su relato, Heijenoort escribe: "Después de la muerte de Trotsky milité durante siete años en el movimiento trotskista. En 1948, las concepciones marxistas-leninistas sobre el papel del proletariado y su capacidad política me parecieron cada vez más en desacuerdo con la realidad. Fue también en ese momento cuando conocieron, quienes no querían cerrar los ojos ni taparse los oídos, toda la amplitud del universo concentracionario estalinista. Bajo esa impresión, me puse a examinar el pasado y llegué a preguntarme sí los bolcheviques, al establecer un régimen policial irreversible, al anular toda opinión publica, no habían preparado el terreno sobre el que habría salir el enorme hongo venenoso del estalinismo. Rumié mis dudas. Durante varios años, sólo el estudio de las matemáticas me permitió conservar mi equilibrio interior. La ideología bolchevique estaba, para mí, en ruinas. Tuve que construir otra vida". No obstante, en sus últimos años, ya jubilado como un matemático de reputación internacional, Heijenoort ofreció esta contribución, prólogo el Journal d´ exil, de Trotsky (para Gallimard), intervino con su rigor acostumbrado en las jornadas que con pretexto del centenario de Trotsky congregó en México a especialistas del todo el mundo, y colaboró activamente en el desarrollo del Institut Léon Trotsky, especialmente en algunos números de sus Cahiers.
Ecos de Heijenoort y de otros testimonios del momento, así como sobre el conjunto de las vidas opuestas y paralelas de Trotsky y Stalin se pueden encontrar en una subyugante obra literaria, La casa azul de Coyoacán (Plaza&Janés, BCN, 2002), de la joven escritora australiana Meagahn Delahunt, que fue una de las líderes del SWP australiano en los años ochenta y noventa. Otra obra que abarca este período es Trotsky. México 1937-1940 (Documents Payot, París, 1988), magníficamente ilustrado, con un retrato de Trotsky escrito por el novelista norteamericano James T. Farrell (el autor de Studs Ludigan y otras grandes novelas), potsfacio, cronología y bibliografía de Broué y texto de Alain Dugrand, responsable de dos documentales sobre Trotsky, Trotsky. Revoluciones, y Trotsky. Exilios, que han sido emitidos en el programa de TV2 La noche temática.
Aparte del ya clásico (y muy discutible) libro de Julián Gorkin, cabe anotar también por su abundante documentación El asesinato de Trotsky: antes y después (recopilación, introducción y notas a cargo de Pepe Gutiérrez, y coeditada entre la Fundación Andreu Nin, BCN, 1990), y sobre todo el riguroso trabajo, digno de Sherlock Holmes efectuado por Pierre Broué en, L¨assassinat de Trotsky (Complexes, Bruselas, 1990). A título de curiosidad cabe señalar la presencia de un extenso capítulo incluido en la obra de Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres (Seix Barral, BCN, 1970) titulado La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos años después..., en el que Cabrera se refiere a "el viejo epónimo: profeta de una religión herética: mesías y apóstol y hereje en una sola pieza".
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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