Las maniobras de Estados Unidos recuerdan a la historia imperialista británica
Seumas Milne
The Guardian
Se tratara de lo que se tratara la guerra de Iraq, se nos dijo que, tajantemente, no se trataba del petróleo. Tony Blair afirmó que esa idea era una “teoría conspiratoria”. Se trataba de democracia y dictadura, de armas de destrucción masiva y de derechos humanos, pero no tenía nada que ver con el petróleo. Donald Rumsfeld, entonces secretario de Defensa, insistió en que, “literalmente, no tenía nada que ver con el petróleo”. Cuando Alan Greenspan, ex-presidente de la Reserva Federal estadounidense, escribió el pasado otoño: “Todo el mundo lo sabe: en gran medida la guerra de Iraq tiene que ver con el petróleo”, se le trató como si fuera un anciano caballero que lamentablemente hubiera perdido el sentido.
Este argumento será mucho más difícil de mantener a partir de la semana que viene cuando cuatro de las mayores corporaciones petrolíferas del mundo occidental firmen, tal como está previsto, los contratos para renovar la explotación de las vastas reservas petrolíferas de Iraq. Inicialmente, estos contratos serán por dos años para incentivar la producción de los mayores campos petrolíferos de Iraq. Pero los cuatro gigantes de la energía (BP, Exxon, Mobil, Shell y Total) no sólo escribieron ellos mismos los contratos con el gobierno iraquí, lo que es una práctica insólita, sino que, según se ha informado, también se aseguraron el derecho a ser la primera opción de mucho más lucrativos contratos de producción a treinta años que se espera se firmen una vez que se apruebe la ley [iraquí] del petróleo patrocinada por Estados Unidos, que permite que occidente se apropie totalmente del petróleo iraquí la adquisición total [del petróleo] por parte de occidente. El Gran Petróleo está de vuelta y con fuerza.
En lo que se refiere a la propia ocupación de Iraq la historia es parecida. Lo último que había en la mente de cualquiera cuando enormes cantidades de tanques entraban en Iraq era un control permanente de Iraq por parte de Estados Unidos, por no hablar de la recolonización de este país. Se trataba de que finalmente los iraquíes tuvieran una oportunidad de dirigir sus propios asuntos en libertad. Pero cinco años después George Bush y Dick Cheney están apretando las tuercas al gobierno iraquí instalado en la Zona Verde para que firme un acuerdo secreto de una ocupación militar definitiva que de hecho reduciría a Iraq a ser a largo plazo un Estado vasallo.
En abril me filtraron el borrador de este “acuerdo marco estratégico” cuya objetivo es sustituir a finales de este año el mandato de Naciones Unidas existente. En The Guardian se publicaron detalles de este documento (incluyendo la autorización indefinida a Estados Unidos para “llevar a cabo operaciones militares en Iraq y detener a individuos cuando se necesario por imperativas razones de seguridad”) procedente de una fuente situada en el centro del gobierno iraquí. Desde entonces se ha ido desvelando mucho más acerca del “acuerdo del estatuto de fuerzas” que quiere imponer el gobierno estadounidense, incluyendo más de 50 bases militares estadounidenses, el control total del espacio aéreo iraquí, la inmunidad legal para militares y empresas privadas de seguridad estadounidenses, y el derecho a llevar a cabo acciones armadas por todo el país sin consultar previamente al gobierno iraquí.
Esto va mucho más lejos que otros acuerdos similares que Estados Unidos tiene por todo el mundo y constreñiría a Iraq con un estatuto permanente de país títere. Como es lógico, ha producido un gran revuelo en el país y a una oposición en Estados Unidos, donde el Congreso no votará sobre el acuerdo porque el gobierno estadounidense ha decidido no llamarlo “tratado”.
Pero esto evoca también poderosos recuerdos en Iraq que ya ha transitado antes por este camino. Después de que Gran Bretaña invadiera y ocupara Iraq durante la Primera Guerra Mundial, impuso un tratado sorprendentemente similar a su gobierno títere en 1930 como preparación para la independencia nominal del país. Exactamente igual que en la versión de Georges Bush, Gran Bretaña se adjudicó a sí misma bases militares, el derecho a llevar a cabo operaciones militares y la inmunidad legal para sus fuerzas, aunque los nuevos poderes estadounidenses y las restricciones a la soberanía iraquí que se proponen ahora van incluso más lejos que lo que se proponía en aquel tratado colonial de antes de la guerra.
A este sentimiento de renacimiento imperialista hay que añadir que las cuatro compañías petrolíferas que ahora se preparan para volver triunfalmente a Iraq eran los socios originarios en la Compañía de Petroleo Iraquí a la que en los años veinte Bran Bretaña dio vía libre para apropiarse de la riqueza iraquí en un acuerdo extraordinariamente explotador. El tratado anglo-iraquí y aquellas amargamente injustas concesiones petrolíferas dominaron la política iraquí durante décadas y alimentaron revueltas, alzamientos y golpes de Estado hasta que la monarquía fue derrocada, las tornas se volvieron para las compañías petrolíferas y el nacionalista radical General Qassim se deshizo de los británicos en 1958.
El 50 aniversario de la Revolución de 1958 se conmemora oportunamente en el mes que viene. Pero Bush y Cheney perecen estar cada vez más decididos a forzar la privatización del petróleo iraquí por medio tanto de su acuerdo de seguridad como de la estancada ley [del petróleo] antes de las elecciones estadounidenses. Hay indicios de que, a pesar de la intensa oposición iraquí, una combinación de tácticas de mano dura, de sobornos y de una leve atenuación de las exigencias estadounidense más extremas puede garantizar el paquete imperialista completo.
Cuando a principios de este mes Bush contradijo al primer ministro iraquí Nouri al-Maliki acerca del acuerdo de ocupación y predijo: “Apostaría a que vamos a llegar a un acuerdo con los iraquíes”, sonó como si supiera de lo que hablaba, lo mismo que como cuando hace dos semanas explicó que “tenía confianza” en que, después de todo, Gordon Brown no iba a reducir la cantidad de tropas británicas en Basora de acuerdo con el calendario establecido. Entre tanto, el ministro de Asuntos Exteriores iraquí, Hoshyar Zebari, parece de pronto igual de confiado acerca de los “progresos” de la ley del petróleo porque “los estadounidenses son muy agudos”.
Quizá estén todos empezando a creerse la propaganda de la administración Bush de que la “oleada [de tropas]” ha sido un éxito y que Iraq está empezando a “arreglarse”, a tiempo para las elecciones estadounidenses, como afirmaba la semana pasada la noticia de portada de The Economist. Se sigue dando demasiada importancia al descenso de víctimas estadounidenses y de ataques de la resistencia a los niveles de 2004, a pesar de que se reconoce ampliamente que los factores que hay detrás de este descenso son contingentes y precarios. Otro punto de vista parecería perverso dada la carnicería de sólo los últimos días (incluyendo siete soldados estadounidenses muertos desde el fin de semana y un coche bomba en Bagdad que asesinó a 65 personas), lo mismo que el mordaz informe de esta semana de la oficina estadounidense encargada del recuento de víctimas acerca de las afirmaciones de “progresos” en Iraq hechas por la administración.
Lo que es seguro es que si se hace tragar al pueblo iraquí el proyecto de Bush de imponer un gobierno extranjero definitivo en Iraq y de apropiarse de su petróleo, aumentará la resistencia y el baño de sangre. Por supuesto, es verdad que Estados Unidos y Gran Bretaña no invadieron Iraq sólo por su petróleo. Lo que trajo la catástrofe a Iraq y un enorme peligro a Oriente Próximo y al resto del mundo fue una proyección del poder estadounidense en la zona del mundo más sensible estratégicamente, con el petróleo en el centro de ello. Por esa razón la lucha para restablecer la independencia de Iraq es una cuestión que atañe a mucho más que a sus fronteras: es una necesidad global.
Enlace con el original: www.guardian.co.uk/commentisfree/2008/jun/26/usforeignpolicy.usnationalsecurity
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