Blog marxista destinado a la lucha por una nueva sociedad fraterna y solidaria, sin ningún tipo de opresión social o nacional. Integrante del Colectivo Avanzar por la Unidad del Pueblo de Argentina.
viernes, junio 13, 2008
El último viaje público del Che
14 de junio: 80 cumpleaños del Che
A fines de diciembre de 1964 y casi todo el primer trimestre de 1965, el Che realizó un periplo por varios países y participó en más de un evento internacional, representando oficialmente por última vez al Partido y al Gobierno de Cuba. En las últimas semanas de ese viaje, el compañero Arnol Rodríguez, entonces Viceministro de Relaciones Exteriores, le hizo compañía, y de sus notas de viaje publicamos estos fragmentos
En Febrero de 1965 había ido a Argel para una reunión con nuestros embajadores acreditados en África y allí coincidí con el Che, que había regresado de China para participar en el Segundo Seminario de Solidaridad Afroasiática, al cual me invitó.
En aquel evento habló en francés, para que lo entendieran mejor: "no hay frontera en esa lucha a muerte, no podemos permanecer indiferentes a lo que ocurre en cualquier parte del mundo; una victoria de cualquier país sobre el Imperialismo es una victoria nuestra, así como la derrota de una nación cualquiera es una derrota para todos".
Y aquella voz de América, habría de exponer de un tirón, como quien anda de prisa, sin desesperación, análisis y definiciones que estremecieron aquel auditorio y tendrían enorme repercusión en el movimiento progresista internacional.
El Che veía aquel seminario con sumo interés por su agenda y porque tendría ocasión para dialogar y hermanarse con sus compañeros representantes de aquellas tierras, que sentía como suyas. Preparó su discurso con esmerada dedicación, y era que Cuba, como dijera al iniciar sus palabras, venía a "elevar por sí sola la voz de los pueblos de América".
Martilló aquella sala unida a sus palabras por un novedoso ideario. Fijó nuevas reglas políticas, económicas y sociales, donde aseveró "¼ deben ponerse en tensión las fuerzas de los países subdesarrollados y tomar firmemente la ruta de la construcción de una sociedad nueva —póngasele el nombre que se le ponga— donde la máquina, instrumento de trabajo, no sea instrumento de explotación del hombre por el hombre".
Esbozó de sus ideas un mundo nuevo, que surgiría de unas más honestas relaciones entre los países. Un mundo por el que se podría estar dispuesto a entregar la vida. Ese mundo por fraguar y del que él es precursor.
Sus palabras en el Segundo Seminario Económico de Argel se sembraron, y hoy sedimentan con su pensamiento y acción, su vida y su muerte, la ideología y la práctica de los revolucionarios más avanzados.
En esos días realizó una activa y revolucionaria diplomacia. Hizo tiempo para reunirse con los embajadores cubanos allí presentes. A cada uno le describió las características de su trabajo, les mostró aciertos y debilidades y señaló funciones que debían mejorarse o emprenderse. Se refirió a la necesidad de vincular periódicamente a los diplomáticos con la producción directa. Fustigó, estimuló y fortaleció; en una palabra: educó.
También fueron frecuentes sus entrevistas con dirigentes argelinos. Recorrió las calles de Argel como un ciudadano común y en más de una ocasión utilizó taxis para trasladarse.
Ante esos hechos que creíamos riesgosos para su persona, y saber a ciencia cierta cómo decirle nuestra preocupación, se me ocurrió entrarle de forma indirecta y, con alguna ironía comentarle que por lo visto Argelia había alcanzado una estabilidad política superior a la nuestra, y que allí existía más seguridad para él que en La Habana.
Me miró extrañado y antes de que hiciera una acotación, le aclaré: —"aquí lo vemos utilizar automóvil de alquiler y andar completamente solo, lo que en Cuba no hace". Cambió su expresión y con su peculiar reticencia, comentó: "los que pudieran querer hacer algo no tienen condiciones propicias y los que pueden hacerlo, no creo que tengan interés". Pienso que se refería a los norteamericanos y a los franceses.
Durante esos días, visitó poblaciones y centros petrolíferos, confraternizó con los hombres del desierto y tomó con ellos su apreciada y sabrosa leche de camella. No perdió ocasión para dar o recibir experiencia y fijar ideas.
De Argelia salió para la República Árabe Unida, acompañado por José Manuel Manresa, su Jefe de Despacho, y por mí. Me había hecho el propósito de ser lo más útil posible, estar siempre atento y evitar que sus exigencias e ironías (que las tenía) tuvieran motivos en nuestro proceder, lo que lamentablemente sucedió más pronto de lo que pude imaginarme, ya que al llegar al aeropuerto de Argel me vio que llevaba en una mano el portafolios y el sobretodo y en la otra un maletín. Airado, me dijo: "¿qué manera de viajar es esa, cómo rayos tienes las dos manos ocupadas?"; "es para evitar el exceso de equipaje, respondí. "Así no es la cosa, hay que llevar el peso reglamentario y viajar correctamente". Al minuto habíamos salvado la situación y embarcado el maletín con el resto de las maletas sin necesidad de pagar exceso. Al poco rato me miró con otra expresión en el rostro "¿qué, resolviste?, ya ves", dijo irónicamente, "ahora, como buen diplomático, podrás darles la mano sin dificultad a tus colegas en El Cairo".
Al montar al avión una de las aeromozas, bella exponente de mujer egipcia, se vio ganada por la figura del Che, que vestía su habitual uniforme militar de campaña y al que trató de buscarle conversación, ofreciéndole candela cuando iba a encender un tabaco, lo que el Che aceptó, no de buen talante, aunque sin dejar de ser amable.
Esa escena, con sus variantes, volvió a repetirse, ya que la nave que nos conducía hizo varias paradas en las cuales el Che dejaba apagado el tabaco en el cenicero del asiento, mientras permanecíamos en tierra, para luego encenderlo nuevamente, al tomar altura el avión.
En una ocasión posterior, el Che muy cortésmente no permitió la gentileza de la aeromoza, que ofrecía encenderle el tabaco y le explicaba, ante su afable insistencia, que se lo impedía su religión.
La muchacha, con femenina curiosidad, le preguntó cuál era esa religión. "El marximo leninismo", respondió el Comandante, seguido de un corto diálogo sobre el socialismo, Cuba y la República Árabe Unida. La muchacha, si no convencida, parecía complacida.
En El Cairo desplegó una intensa actividad. Con Nasser y los principales dirigentes egipcios intercambió impresiones; dialogó con representantes de movimientos revolucionarios; visitó embajadores acreditados allí; conversó con científicos, periodistas, escritores; sostuvo reuniones por separado y en grupo. (Andando el tiempo he tenido la idea de que en alguno de esos encuentros el Che preparaba su incorporación a la lucha liberadora en África).
Fue hasta Luxor, junto al Nilo. Visitó distintas fábricas y dos centrales azucareros. En uno de ellos el recibimiento fue extraordinario, se repetían las exclamaciones de vivas a Fidel, Nasser, Cuba, el Che. Se le veía satisfecho del cariño de los trabajadores. Vimos cortar caña bajo un sol abrasador, sin camisas y con los pies descalzos. Y nos habló del esfuerzo de aquellos macheteros y de los nuestros, del trabajo salvaje que es el corte de la caña y de la necesidad de la mecanización.
Se recreó y dio vuelos a su imaginación ante las ruinas antiquísimas de aquellos parajes, en donde vimos la tumba de Tutankamen.
Permaneció todo un día con el Presidente Nasser, y lo acompañó durante un acto de su campaña electoral presidencial, en el que fue invitado a hablar.
Me viene a la mente una de aquellas noches, o mejor, madrugada, cuando nos encontrábamos en un hotel del desierto y paseábamos alrededor, haciendo tiempo para buscar el sueño. El Che hablaba con ternura y a la vez con rigor en los conceptos, de sus seres más allegados: de Aleida, de sus hijos, el último de los cuales había nacido por esos días y aún no conocía; de Fidel, al que ponderaba algunos rasgos de su grandeza, la condición de dirigente y estadista, su visión, su sentido de la táctica y la estrategia, su genio militar. Se notaba a flor de piel que lo quería y admiraba entrañablemente.
Recibió múltiples regalos, los cuales enseguida entregaba más adelante; es que no los veía como cosa personal. Solamente le vimos encariñarse con uno de ellos, un soberbio gajo repleto de higos que recibió en el desierto y lo trajo personalmente y a mano hasta Cuba, para Fidel. Cuidaba celosamente que nada se despilfarrara, no importaba lo que fuese.
De El Cairo salió para La Habana, vía Praga. En el aeropuerto de Shanon, Irlanda, permaneció dos días por desperfectos en el avión. Por su iniciativa fuimos una noche hasta el pueblo de Shanon en busca de una película de cowboys, que no encontramos, junto a Osmany Cienfuegos y Roberto Fernández Retamar, que también habían tomado el avión en Praga.
Un poco por curiosidad y un poco para matar el tiempo entramos en una taberna y pedimos una jarra de cerveza para cada uno. La mía, cuando todavía estaba casi llena, por un descuido, se la derramé encima. Se sonrió, soltó una ironía y después de algunos comentarios sobre el incidente, sazonados por Osmany, pidió otra jarra para que no me quedara sin tomar cerveza.
Durante las largas horas de regreso a La Habana, en coloquio conmigo mismo, por la lectura que hice durante el vuelo de la carta al director del semanario Marcha, de Montevideo, escrito que había redactado en aquel viaje y que hoy conocemos por "El Socialismo y el hombre en Cuba" y por la vivencia de aquellos momentos en su compañía, me percaté de que había entrado, más concientemente en el conocimiento de un hombre distinto, en apariencia difícil y a la vez sencillo, audaz y también algo tímido.
Enemigo de todo convencionalismo, de fina educación, que sabía ser protocolar cuando se lo proponía. De una voluntad de granito, de carácter férreo y de sentimientos genuinamente humanos. De un hombre que, sencillamente, era lo que se había impuesto ser: un beligerante por el imperio de la justicia, que se dolía y rebelaba con el dolor en cuerpo ajeno. Que todo lo que proclamaba tenía el mismo punto de partida: la exigencia rigurosa consigo mismo. De una austeridad desconcertante. Viéndole de cerca se sabía por qué se le admiraba y, entonces, se le quería para siempre por encima de cualquier circunstancia.
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