Eduardo Gudynas
La actual crisis financiera marcha a ritmo de galope, difundiéndose a escala global y con un desenlace todavía incierto. Se acaba de anunciar que Estados Unidos podría caer en una cesación de pagos a mediados de 2009, según el equipo de analistas del Laboratorio Europeo de Anticipación Política. La advertencia debe ser tomada con seriedad, ya que ese grupo ha venido acertando en sus predicciones desde 2006.
Esa advertencia se basa en el altísimo nivel de endeudamiento de Estados Unidos, que al sumarse las enormes cifras comprometidas para rescatar los bancos, genera una espiral incontrolable. Washington ha duplicado su deuda pública. Con todos esos recursos comprometidos y con su economía en recesión, es posible que EE.UU. no pueda cumplir todos sus compromisos, sean las garantías de los depósitos bancarios, el pago a los acreedores que poseen Bonos del Tesoro, u otras obligaciones. Eso llevaría a una cesación de pagos que, en caso de iniciarse, rápidamente alimentará la inflación y una pérdida brutal del valor del dólar, según aquel reporte (su resumen está disponible en http://www.economiasur.com ). La situación en Europa no es mucho mejor, y un ejemplo del futuro posible lo muestra la bancarrota de Islandia.
Estos análisis prospectivos demuestran la gravedad de la crisis. No es posible sostener que esté restringida a los países industrializados, y es a todas luces un problema global. Recordemos que muchos de los primeros análisis invocaban un “desacople”, e incluso un “blindaje” en varios países latinoamericanos. Por ejemplo, Emir Sader sostenía que “por primera vez la recesión de la economía estadounidense no tiene efectos directos y devastadores sobre el sistema económico mundial”, y aunque reconocía posibles impactos en América Latina, predecía que serían menores en países como Brasil y Argentina (en Le Monde Diplomatique, octubre).
Pero la realidad ha mostrado que justamente Brasil fue rápidamente engullido por esta crisis. La razón es que ese país está más amarrado a los circuitos globales de comercio y capital de lo que muchos creen, y eso llevó a una devaluación del real y a que la bolsa de Sao Paulo subiera y bajara la par de la volatilidad internacional. Hoy, toda América Latina está sintiendo los impactos.
Las instituciones de la gobernanza global en el comercio y los flujos de capital vienen siendo totalmente incapaces de enfrentar y remediar esta crisis. El FMI desempeña un papel marginal, casi irrelevante, donde se le presta más atención a un posible amorío de su director, Dominique Strauss-Kahn, que a sus diagnósticos. A pocos metros de allí, los mensajes del Banco Mundial son apenas un murmullo. En la Organización Mundial de Comercio, la crisis se suma a las heridas de una ronda estancada y el fracaso del último encuentro ministerial en Ginebra. Al contrario de su prédica liberalizadora, muchos gobiernos latinoamericanos comienzan a estudiar medidas proteccionistas para evitar una avalancha de importaciones baratas desde Asia. Hasta la propia estructura central de las Naciones Unidas está opacada, con un secretario (Ban Ki-moon), callado, oscuro y sin liderazgo. Estos y otros ejemplos muestran que hay mucho más que una debacle financiera, y estamos también presenciando una crisis del sistema de gobernanza multilateral bastante más profunda de lo que puede sospecharse en una primera revisión.
Además del quiebre en esas instituciones internacionales, también quedan bajo un aluvión de cuestionamientos las ideas y conceptos que sustentaban las visiones optimistas sobre la globalización del capital. Temas como los preceptos sobre el funcionamiento del mercado, el postulado de desregulación del flujo del capital como necesario para el crecimiento, el uso de instrumentos de valorización económica, y hasta la creación de instrumentos derivados, se encuentran bajo debate público. Carentes de apoyo, son ideas que se devoran a sí mismas, hasta que esa canibalización desembocó en la actual crisis. Por eso tiene mucha razón Oscar Ugarteche cuando afirma que el “Consenso de Washington yace en un campo afuera del cementerio religioso, como los suicidas”.
Pero una vez más es necesario recuperar el sentido de precaución. Si bien por un lado crujen las ideas ortodoxas sobre globalización y sus instituciones, esto no quiere decir que necesariamente estemos presenciando la crisis terminal del capitalismo contemporáneo, ya que las crisis están en su propia esencia y se desenvuelven bajo terribles transferencias de riqueza, socializando las pérdidas, como está sucediendo actualmente. Habrá que ver cómo discurre la presente crisis para evaluar con más detenimiento esa posibilidad.
Por otro lado, tampoco observamos en América Latina un claro programa alternativo sobre la inserción internacional y la mundialización. Otra vez más se debe tener presente el caso de Brasil, donde las medidas recientemente tomadas son bastante convencionales, y entre ellas está la liberación de fondos estatales para mantener el financiamiento de los exportadores, lo que en otras palabras quiere decir que persiste la apuesta en un comercio exterior basado en commodities y en atraer inversión extranjera.
A nivel global se corre el riesgo que finalmente se acepte una regulación sobre los instrumentos financieros, especialmente los más riesgosos, debido a que la élite corporativa termina reconociendo que impiden la reproducción capitalista. Se debe detener una globalización caníbal que pueden engullirse a sus propios creadores. Aceptarían entonces la imposición de ciertas reglas para asegurar la continuidad de los demás aspectos esenciales del capitalismo. Pero no tolerarán una regulación más profunda del capital como podría esperarse de exigencias necesarias para orientarlo efectivamente al desarrollo. Hasta ahora, las propuestas gubernamentales concretas para regular los flujos de capital siguen siendo escasas y muy limitadas (por ejemplo, el presidente francés N. Sarkozy criticó los hedge funds pero sin ofrecer medidas específicas).
En cuanto a la institucionalidad también hay mucha timidez para encarar reformas. Muchos de los recientes reclamos de países emergentes del sur, como China, India y Brasil, no apuntan a transformar la esencia en esa gobernanza global, sino en lograr una mayor tajada de poder. Esto se traduce en discusiones como convertir el G 7 (donde asisten las naciones industrializadas), en un agrupamiento mayor que incorpore a los países emergentes. Ese reclamo encierra hechos positivos, como cercenar el poder hegemónico de Estados Unidos, pero persisten las tentaciones en reemplazarlo por jerarquías regionales donde, por ejemplo, Pekín o Brasilia, puedan imponer relaciones de subordinación sobre sus países vecinos.
Aquí reside un riesgo adicional para América Latina: no podemos asumir que el derrumbe de Wall Street automáticamente será reemplazado por genuinas alternativas que ya están listas para ser aplicadas, y que serán tomadas por nuestros gobiernos. Un “otro orden global” no es una prenda “prêt-à-porter”, sino que se lo construye a partir de ideas alternativas que se deben pulir, ensayar y coordinar entre ellas, siempre bajo el empuje decidido de la sociedad civil.
- E. Gudynas es investigador en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad – América Latina), en Montevideo (Uruguay).
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