Las claves de la falsa democracia electoral estadounidense
En este país un candidato presidencial puede ganar el voto popular y perder la elección; o puede triunfar en la elección nacional sólo con ganar la mayoría del voto de 12 estados, todo por un sistema electoral cada vez más curioso y por definición poco democrático.
Y es que no hay voto directo popular para elegir al presidente de Estados Unidos. Al depositar una boleta en una urna aquí, uno está votando por un “elector” desconocido que representa a ese candidato en algo llamado “colegio electoral”. El colegio electoral es el que determina quién será el presidente.
Cada estado tiene asignado un número de votos electorales que son igual al número de sus representantes federales más dos (el numero de representantes en la Cámara baja se determina en proporción a la población de cada estado por el censo; el número de senadores por cada estado siempre es dos); hoy el total de “electores” en el colegio electoral es de 538. Esta entidad es la que, según la Constitución, elige al presidente del país.
El candidato presidencial que obtiene la mayoría del voto popular en cada estado gana todos los votos electorales de ese estado en el colegio electoral (con la excepción de dos estados que dividen de manera proporcional el voto popular en su voto electoral).
Así, el que gane la mayoría del voto popular en California le son asignados todos los 55 votos electorales de ese estado; o los 21 de Pennsylvania, los 27 de Florida, o los cinco de Nevada, etcétera. Para ganar la elección presidencial se requiere acumular 270 o más votos electorales, o sea la mayoría de los 538 en total.
Este sistema electoral genera estrategias electorales muy particulares en este país. Uno de los ejercicios constantes de los políticos, sus estrategas, los analistas y los medios, sobre todo en esta etapa final de la campaña, es calcular el mapa electoral cada día, con base en incesantes encuestas y análisis sobre niveles de participación de diversas corrientes (latinos, afroestadunidenses, trabajadores, cristianos fundamentalistas, jóvenes y más).
Diversas organizaciones y medios ofrecen sus cómputos en mapas. Por ejemplo, el New York Times calcula que, por ahora, el candidato presidencial demócrata Barack Obama tiene 196 votos electorales sólidos con 90 más de estados inclinados en su favor, mientras su contrincante republicano John McCain tiene 140 votos electorales sólidos más 23 inclinándose hacia él, y otros 89 en juego.
Todo esto implica que para las campañas presidenciales el objetivo estratégico no es ganar la mayoría del voto nacional, como es el caso de casi todos los sistemas electorales “democráticos”, sino un tablero donde cada campaña está midiendo qué combinación de estados necesita para llegar a 270 o más votos electorales. El resultado del voto para presidente ya está definido en la mayoría de los estados aun antes de la elección; en aquellos donde uno de los candidatos ya goza de un margen casi seguro en las encuestas.
La elección, por lo tanto, se disputa sólo en algunos cuantos estados que se inclinan hacia uno de los candidatos, y siete u ocho más donde se registra un empate técnico. El juego es cómo conquistar esos siete u ocho, más dos o tres de los que ya están inclinados. Por ello, esta elección nacional se definirá al final entre ocho y 12 estados, los que son considerados “claves” para el triunfo.
Es por ello que las encuestas nacionales sirven sólo como indicadores generales, pero el dato más importante son los cálculos de la tendencia del voto estatal, sobre todo en los estados claves.
Con este sistema, de hecho, no hay una elección nacional, sino que hay 50 elecciones estatales para presidente (más una en el distrito federal de Washington DC). Cada gobierno estatal determina las reglas electorales, el equipo técnico, las máquinas, el padrón, y cómo resolver las disputas sobre cada aspecto de la elección. La Comisión Federal Electoral sólo se encarga de finanzas electorales, pero no tiene autoridad para determinar ni intervenir en los procesos electorales realizados a nivel estatal. Las disputas electorales primero se tienen que procesar en los tribunales locales y estatales, y sólo después pueden llegar a la Suprema Corte federal.
Así, algunos estados usan boletas de papel que se depositan en urnas físicas, mientras otros emplean equipo electrónico, y hay diferentes modelos y hasta tipo de boletas. Las horas de las casillas y más son diferentes en cada estado. A diferencia de México, no existe un órgano electoral independiente a los poderes del Estado. Peor aún, el encargado de las elecciones presidenciales en cada estado es un funcionario, llamado “secretario de estado”, que es electo y es militante de uno de los partidos; o sea, no es una figura supuestamente “neutral”, sin embargo, es responsable de todo el proceso electoral, incluyendo la integridad del padrón y el funcionamiento de las casillas, como el conteo.
Durante las últimas dos elecciones generales, este sistema ha provocado cada vez más protestas. Vale recordar que en 2000 el demócrata Al Gore ganó el voto popular por más de medio millón, pero George W. Bush finalmente ganó la elección (se dice) en el colegio electoral.
A la vez, si hay empate en el voto electoral, la Constitución establece que la Cámara de Representantes determina el ganador (en este caso, por haber mayoría demócrata en la cámara baja, se supone que ganaría Obama). También hay fantasmas que aún no descansan de los dos procesos anteriores. En 2000 al final fue la Suprema Corte, y no el electorado, quien decidió la elección presidencial. En esa elección, como la de 2004, aún no se sabe el conteo real de los votos por procesos contaminados por fraude y manipulación del voto y un sistema electoral que aún no ha reparado sus fallas reveladas en esos procesos.
O sea, en Estados Unidos, ese lema fundamental de las democracias electorales “una persona, un voto” no está garantizado.
David Brooks
La Jornada
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