Las crisis son las grandes maestras de la historia. Ponen de manifiesto la esencia de un régimen económico-social al derribar el espeso velo de fetichismos y racionalizaciones que ocultan la naturaleza inherentemente explotadora y predatoria del capitalismo. Con ellas se torna visible la gigantesca estafa del sistema: Richard Fuld, antaño todopoderoso CEO de Lehman Brothers, declara en el Congreso de Estados Unidos haber percibido 350 millones de dólares en los últimos ocho años por concepto de sueldos, comisiones y otras gabelas mientras el banco se fundía dejando tras de sí un tendal de víctimas. A su vez el actual secretario del Tesoro, Henry Paulson –un buitre con treinta años de actividad en Wall Street– tiene buenas razones para actuar flemáticamente: en sus siete años al frente de Goldman Sachs ganó 117 millones de dólares. Si hay crisis será para otros, no para él: para los asalariados de Estados Unidos, que durante la era de Bush vieron disminuir sus ingresos en unos 2000 dólares, y para los pueblos del mundo subdesarrollado, por la vía de la caída del valor de sus exportaciones y la desvalorización de su fuerza de trabajo.
Crisis, pero ¿qué clase de crisis? No se trata, como algunos se ilusionan, del derrumbe del capitalismo; desgraciadamente éste no caerá si no irrumpe un sujeto social y político que lo haga caer. Y en el corazón del sistema, por ahora, ese sujeto está ausente. Pero lo que sí se ha derrumbado es el neoliberalismo, el paradigma que definió la articulación entre mercado, Estado y sociedad en los últimos treinta años y que tantos estragos causara en nuestro país. Si hay algo que celebrar es que ese modelo, en donde el capital gozó de ventajas, prerrogativas y privilegios sin precedentes, murió en medio de un colosal big bang financiero. Ahora se abre una nueva etapa y sus características dependerán de la forma en que se desenvuelvan las contradicciones sociales que brotarán en los espacios nacionales y en el ámbito internacional. También del grado de conciencia y de la capacidad organizativa de los oprimidos por el sistema y de las políticas que adopten los gobiernos.
Esta crisis constituye un gran desafío para la izquierda; la respuesta inicial del capital será, como siempre, socializar las pérdidas y garantizar la apropiación privada de los beneficios. Como observa Chomsky, para tranquilizar al capital habrá Estado, mucho Estado; de los asalariados ya se hará cargo el mercado. Habrá que luchar con todas las fuerzas para evitar que tal cosa ocurra y que la salida de la crisis –por izquierda, porque no hay otra– nos instale en un terreno desde el cual avanzar en la construcción de una alternativa socialista, la única capaz de resolver los ingentes problemas sociales, económicos y políticos, ecológicos que genera el capitalismo. Como decía Danton en el torbellino de la Revolución Francesa, en épocas como ésta se requiere de audacia, más audacia, siempre audacia. ¿La tendrá nuestro Gobierno? ¿La tendrán los gobiernos del deslavado “centroizquierda”? La ambigüedad y el “realismo posibilista” que los han guiado son la ruta segura para la profundización de la crisis y una nueva frustración.
Aparte de exhibir la degradación moral del sistema, la crisis deja otras enseñanzas. Primero: demostró que la tan mentada “independencia de los bancos centrales” era una falacia que ocultaba la total subordinación de esas instituciones a las necesidades del capital financiero. No bien estalló la crisis, los bancos centrales de los capitalismos centrales arrojaron por la borda toda esa charlatanería para consumo de la periferia y, obedeciendo las órdenes de los gobiernos, acudieron de inmediato en auxilio del capital. Es imperativo, por lo tanto, subordinar el Banco Central a las prioridades establecidas por el Estado democrático. Segundo: que el papel del Estado sigue siendo central y que la prédica de quienes siguen proponiendo el slogan procesista de “achicar el Estado para agrandar la nación” es el taparrabos detrás del cual se esconde el ilimitado despotismo del capital. En nuestro país reconstruir el Estado, destruido hasta lo indecible por décadas de políticas neoliberales, es prioridad número uno. Esta tarea todavía no comenzó, y para ello la Casa Rosada debe encarar, hoy mismo, una reforma integral de nuestro escandalosamente regresivo régimen tributario y del asfixiante centralismo que impide el desarrollo de las dormidas energías nacionales. Tercero: en un mundo donde el proteccionismo se acentuará al compás de la crisis, es imprescindible contar con una estrategia de desarrollo orientada hacia el fortalecimiento del mercado interno y que coloque al país a salvo de las violentas oscilaciones que registran los mercados internacionales. Para esto se requiere una activa política de distribución de ingresos y riquezas. El Gobierno argentino todavía está en deuda en este tema: ha hablado mucho y actuado poco. Cuarto: abandonar la ortodoxia propuesta incansablemente por los “gurúes” económicos, charlatanes y embaucadores a sueldo del capital. Gran responsabilidad tiene en esta materia el Banco Central de Suecia que, salvo excepciones, concedió los premios Nobel de Economía –otorgando respetabilidad intelectual y moral– a algunos apóstoles del neoliberalismo como Friedman o Von Hayek –o a mediocres alquimistas que inventaban fórmulas para crear nuevos instrumentos de especulación para beneficio de los tahúres del casino global–. Ellos son los autores intelectuales de este desastre.
Atilio Borón
Página 12
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