martes, agosto 31, 2010

La Hora de los Asesinos

El Exilio de Miami se revuelve ante la pérdida de apoyo por la sociedad norteamericana

Llueven los insultos, las amenazas y los elogios torcidos. Es el triste resquemor del olvidado, el fulgor rapaz de la angustia sin freno de estos pobres fantasmas del exilio. Desprendidos de la patria por la centrífuga del proceso, son ahora almas sin ruta, aferrados a sus odios, a sus lamentos, a sus actos de fe en el desenfreno por pertenecer y ser aceptados.
Sin quererlo repiten las mismas ideas que dicen odiar, son producto de los sueños astillados, de la frustración de lo que no pudieron ser, por su propia inconstancia, mezquindad, o sencillamente torpeza.
Ahora se convierten en un freno a sus propios. No son parte nunca, sino orilla, por tanto deben desaparecer en la vorágine del futuro, en una sociedad demasiado atareada en destruirse para tomar en cuenta a los suyos, mucho menos a quienes se debaten en el borde, siendo sietemesinos de pueblo pequeño, impotentes ante la vida que se les apaga, atareados en la nada del desprecio.
Es triste, es patético, pero es real. Hoy en día la realidad se impone. La sociedad norteamericana avanza y el Mesías llegó y para él, en su inocencia, se abrieron las aguas para el regreso al amor, a los suyos, al terruño humilde, sí, frugal, también, pero pródigo en cariño y futuro.
Quienes en esta ciénaga de espanto se rasgaron las vestiduras y aullaron por la pérdida no lo hicieron por odio, ni siquiera por amor, fue el quebranto de la fiera ante la presa perdida, el resplandor de entendimiento en los cerebros astillados de que no hay una segunda oportunidad, como dijera el poeta, no hay regreso.
Mientras la nación vive y se transforma, cuando tras ella otros pueblos se afanan, los contactos se aprestan hasta de los enemigos, estas pobres almas del olvido, se empercuden en sus rincones de odio, sus alaridos se apagan y hasta la jauría férrea del imperio los aparta por inútiles.
En las almas sin ruta del exilio está su epitafio, en sus seniles garras la condena, en su odio visceral su sentencia: son los asesinos de su propia vida.

Pedro González Munné

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