La tragedia de la mina San José no es un accidente más de los muchos que ocurren en la minería, en que anualmente hay decenas de víctimas casi siempre por las malas condiciones de seguridad. Lo mismo ocurre en la industria manufacturera, en la construcción y en los servicios. Pero este siniestro ha sido especial por su magnitud y características. La mina San José pertenece a la Compañía Minera San Esteban, de la mediana minería; es una explotación de cobre y oro muy antigua. Es propiedad de la familia Kémeny, de larga tradición en actividades extractivas comenzadas hace más o menos cincuenta años, cuando explotando minerales de hierro logró acumular una importante fortuna.
Desde hace años, la mina San José había sido denunciada como una explotación insegura. Sólo entre 2000 y 2004 hubo diez denuncias de los trabajadores ante el Servicio Nacional de Minería y Geología (Sernageomin), autoridades de Salud, el gobierno regional y la Superintendencia de Seguridad Social. Esos organismos hicieron oídos sordos, no acusaron recibo y menos dieron respuesta. En los últimos cuatro años hubo tres accidentes fatales y dos que significaron la amputación de extremidades de los afectados. El derrumbe del 5 de agosto tuvo, según se ha informado, una magnitud tal que produjo prácticamente el desplome de las galerías y de los ductos accesorios. De acuerdo a lo declarado por Antón Hraste, ex director regional del Sernageomin, “esa mina no debió ser reabierta nunca”, luego que él dispuso su cierre temporal en 2006 y definitivo en 2007. Sin embargo, el 30 de mayo de 2008 el Sernageomin autorizó la reapertura. La medida produjo asombro. Proponía medidas superficiales que no atacaban el problema fundamental de seguridad y ni siquiera se ordenó un control para asegurar su cumplimiento. Por ejemplo, el escaleramiento de una chimenea de escape que, al no hacerse, la dejó impracticable ante un accidente como el que ha ocurrido. Tampoco la empresa cumplió otras obligaciones y comenzó a ahorrar en los gastos de seguridad para obtener mayores ganancias, aprovechándose además de los dineros de las cotizaciones previsionales de los trabajadores que no depositaba como era su obligación. La actitud del Sernageomin es inaceptable y se vincula a la influencia que tienen los Kémeny ante las autoridades. Tal como en el terremoto y tsunami de febrero, una catástrofe vuelve a poner en evidencia lo lejos que está Chile de los países desarrollados y de cómo es sólo un cuento de caminos aquel que trata de convencernos que Chile tiene una economía y empresarios “de clase mundial”. El hecho mismo de que hubo que traer maquinaria minera de Australia y Estados Unidos -no disponible en Chile a pesar de ser el productor más importante de cobre en el mundo-, evidencia una situación alejada de los exigibles máximos de calidad. Chile reaparece como un país pobre manejado por un puñado de ricos -que lo son de manera extrema-. El país despierta de súbito ante una realidad desoladora. La cacareada “responsabilidad empresarial” en Chile no funciona, salvo en pocas empresas. Los dueños del capital se preocupan esencialmente de ganar dinero sin fijarse mucho en las formas de hacerlo. Como están muy cerca o dentro de los gobiernos, disponen de manga ancha para cometer abusos.
Las responsabilidades en esta tragedia son evidentes y abarcan a todos los gobiernos de la Concertación. En especial al Ministerio de Minería cuando estuvo a cargo del ingeniero Santiago González, que autorizó la reapertura de la mina San José. Pero no dejan incólume al gobierno de Sebastián Piñera, que se ufana de la eficiencia de sus equipos asesores, que dominan todos los temas y tienen soluciones infalibles. A pesar de ello, y del hecho de que apenas un mes antes del derrumbe hubo un accidente con una víctima que sufrió amputación de una pierna, nada se hizo con la empresa. El ministro de Minería, Laurence Golborne, recibió además a una delegación de dirigentes sindicales que reclamaban por la falta de seguridad en las faenas. El ministro niega haber dicho que la seguridad no era su tema. Pero los dirigentes sindicales sostienen que sí lo dijo. Si la “responsabilidad empresarial” es un mito, no serán determinantes las medidas administrativas de reestructuración del Sernageomin y otras instancias, que evidentemente son necesarias pero no decisivas. El ansia de lucro permitirá maniobras sigilosas de lobbystas y otras formas directas de corrupción.
Sin embargo, hay un problema de mayor significación, que tiene que ver con la institucionalidad minera. Esta ha sido tradicionalmente débil, como si el propósito central fuera, sobre todo, asegurar la tranquilidad y las ganancias de las transnacionales. Nunca, salvo en el gobierno del presidente Salvador Allende, se ha intentado establecer una institucionalidad minera sólida, con amplias atribuciones y fuerte apoyo técnico. Antes de 1970, la situación era tal que fue necesario el apoyo de misiones extranjeras -una francesa y otra soviética- para investigar el real estado de la gran minería del cobre. Ambas misiones coincidieron en que el manejo de las empresas norteamericanas era deficiente y que no resguardaban el interés nacional. Ni siquiera había un adecuado control de las exportaciones de concentrados y de oro, plata y otros metales contenidos en ellos. Ahora ocurre algo parecido. No sólo en la gran minería del cobre, que sigue exportando concentrados sin análisis rigurosos. ¿Sabe el Ministerio de Minería qué ocurre con las explotaciones de litio? ¿O con los pirquenes que abundan en la zona del carbón, casi siempre al margen de todo control? ¿O qué pasa en las explotaciones de salitre y yodo de Soquimich, controlada por Julio Ponce Lerou? ¿O con las explotaciones de oro que maneja la Barrick Gold?
La tragedia de la mina San José no debe olvidarse en medio de la parafernalia oficial que se desplegará para el Bicentenario. Es preciso que de una vez por todas los empresarios entiendan que los trabajadores no son otra materia prima. Pero al mismo tiempo, es indispensable que los trabajadores asuman una actitud combativa e intransigente en defensa de su vida y de su integridad física, que es también protección para sus familias y su futuro.
Lecciones tan dolorosas como la ocurrida en Atacama deberían contribuir a la toma de conciencia que permitirá levantar en Chile -como ya sucede en países hermanos- una alternativa a la voracidad inhumana del capitalismo. Las medidas de parche y los lamentos hipócritas de la institucionalidad vigente sólo quieren hacerle el quite a la responsabilidad criminal del sistema en las tragedias colectivas e individuales, y en la superexplotación que padecen los trabajadores chilenos.
(Editorial de “Punto Final”, edición Nº 716, 20 de agosto, 2010)
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