sábado, marzo 02, 2013

Muchacho punk. En torno a “Mi vida”, de León Trotsky



A fines del año 2012 el equipo editorial del Centro de Estudios, Investigaciones y Publicación “León Trotsky” (CEIP) editó un clásico, Mi Vida, escrito por el gran revolucionario ruso. En una excelente edición corregida, revisada y ampliada, con fotos de gran calidad, el texto ofrece además varios documentos inéditos en nuestra lengua.

En una oscura taberna propia de la atmósfera conspirativa de la Rusia de fines de siglo XIX un viejo flaco, de barbilla en punta, propone el siguiente juego a los parroquianos que comparten su mesa: esparce un puñado de porotos sobre ella, adjudica a un poroto el rol de Zar, a otro el de sacerdote, otros tantos personifican funcionarios del gobierno, nobles y comerciantes, y el montón restante hace las veces de pueblo. El viejo pregunta a los presentes si les parece correcta aquella representación, todos asienten. Luego les pide que identifiquen al Zar, todos señalan con éxito. A continuación, hace una pausa y zamarrea violentamente los porotos. Pide entonces que identifiquen otra vez a cada uno de los personajes sociales que hasta hace un momento tenían frente a sus ojos, pero de inmediato caen en la cuenta de que nadie puede hacerlo, ¡imposible, todos los porotos son iguales!…Conclusión: todos los hombres pueden ser iguales… ¿¡pero cómo lograrlo!? Aturdido frente a la simpleza de la demostración, uno de los presentes, el joven Lev Davidovich Bronstein, se queda helado, excitado, sudando frío. Desde entonces su cabeza planeará sin descanso cómo trasladar la sencillez de esa demostración al universo concreto de la acción revolucionaria.

Trotsky hoy. Un clásico que incomoda

"Estoy en guardia", advierte Trotsky en el prólogo. Cada página de su intento autobiográfico lleva el sello de la condición existencial que lo acompañará hasta el final de su vida: la del perseguido político. Y Trotsky lo será en grado extremo a tal punto de no conseguir visa de nación alguna por un buen tiempo y, cuando por fin lo logre, apenas vivirá unos años antes de caer asesinado por la espalda. Semejante condición solo puede ser comprendida si se piensa en la inmensa maquinaria que se puso en marcha para darle un final a aquella vida. Indudablemente, se trata de una maquinaria de dimensiones mundiales cuyo efecto se ha extendido largas décadas ocupando territorios del pensamiento y la práctica política de un modo que aún hoy cuesta ponderar. Del estalinismo -la máquina en cuestión-, dice Trotsky que es una “encarnación de fuerzas sociales”, fuerzas conservadoras, pasivas, cuasi autómatas y que, según el clima de época, puede desde matar físicamente al adversario hasta adormecer la conciencia de millones de seres humanos, desplazando la búsqueda del cambio social radical por el reformismo o el nacionalismo más ramplón.
Para conjurar esa máquina está la prosa de Trotsky. Una prosa frontal, directa, sin espacio ni respiro para el malentendido. Relatando con maestría su vida -¿qué escritor actual puede sostener la atención del lector durante más de 500 páginas?- Trotsky logra comprometer a quien lo lee, y lo hace desde un punto intenso: el de los dilemas de la acción revolucionaria. Como pocos, su pensamiento talla con fuerza en todo aquel que se pregunte por qué cuesta tanto que la humanidad se mueva para liberarse radicalmente. Y allí es cuando aparece un implacable pensador que se pasea con ironía estableciendo tipos psicológicos humanos observados desde su temprana experiencia escolar: “soplones y envidiosos por un lado; muchachos sinceros y audaces en el otro extremo; en el medio, los neutros, maza movediza e inestable. Estos tres agrupamientos no iban a diluirse, sino que continuarían en los siguientes años. Más tarde los encontré varias veces en las más diversas circunstancias” (116), o que en memorables pasajes de esta y de casi toda su obra logra extender esas observaciones formulando una notable sociología de las revoluciones: “Rusia estaba (hacia 1880) bajo el mando del procurador general del Santo Sínodo Pobiedonosev, clásico defensor de la autocracia, sostenedor de la inmovilidad general (…) Comprendía que si se aflojaban los tornillos, la presión de abajo haría saltar toda la envoltura social, y que entonces se arrasaría con lo que tanto él como los liberales consideraban las bases de la civilización y la moral” (136).
Los “clásicos” son verdades, en el sentido fuerte del término. La humanidad todavía no logra prescindir de ellos, para bien o para mal, les guste o no a los buscadores de novedades. Por esto último, un clásico puede también ser un estorbo al que le cabe el peor de los castigos: el escamoteo. A todo esto, ¿cuál es la gran verdad que levanta contra viento y marea la palabra de León Trotsky, hoy sutilmente escamoteada?, la verdad de lo inevitable de la acción conciente, premeditada, organizada; peor aún para todos los mortales: su ineludible necesariedad y, si los tiempos son adversos, el echar mano a la conspiración para vencer al enemigo. Lo que se conoce como tomar el poder, pero no en el sentido que vulgarizó la crítica de la izquierda posmoderna y su idea de antipoder, con su renovado ardor cívico hoy tan de moda. Tomar el poder es pensar una estrategia situada históricamente para vencer, el organizarse para tal fin, planificar, considerar las fuerzas reales del enemigo, en otras palabras, algo muy distinto a esperar mejores coyunturas, acomodarse al sistema, suspender la palabra revolución hacia un futuro indeterminado multiplicando los sujetos aquí o allá.
Es que pocos como Trotsky saben muy bien que perder el poder no es algo semejante a “perder el reloj o un cuaderno de notas” (503), es decir, primero: el poder no es un objeto que se toma o se deja, segundo: toda organización o sistema de ideas que no considere el problema de cómo vencer efectivamente y en todos sus terrenos al capitalismo no merece autodenominarse revolucionaria, tercero: todo sistema tiene su engranaje principal, y el capitalismo en particular lo captura en los trabajadores. Que Trotsky haya abordado sin pelos en la lengua todas estas cuestiones y asumido sus consecuencias en abierta polémica constituye su mayor virtud.
Ciertamente, estos asuntos caen muy mal en el “ethos” militante que cultiva la subjetividad contemporánea: de hecho, gran parte de los esfuerzos de la política de izquierdas actual, y en mucho mayor medida la que se dice “nueva”, gira en torno a evadir esa verdad, la verdad de la acción revolucionaria, la verdad que encierra la respuesta a la pregunta por el poder. No hay posibilidad de socialismo si no se comprende que tal posibilidad es, en principio, un titánico combate conciente contra aquella idea que decide -concientemente- diferir la opción. No hay autoritarismo en una u otra orilla. Existir es intervenir, e intervenir exige practicar algún modo de violencia. La quietud o el laissez faire como estrategia pueden ser perfectos estados reaccionarios. ¿Suena terrible? Enhorabuena. Con Trotsky estamos frente a un clásico, eso sí, incómodo.

La búsqueda conciente de la acción revolucionaria

En las casi 100 páginas que Trotsky dedica en el comienzo de su autobiografía al período de su niñez preanuncian el advenimiento de un ser revolucionario. Desalentando cualquier hagiografía que busque allí una cuna revolucionaria o un ambiente combativo, su infancia es retratada bajo los sentimientos que a todo niño/a abruman antes de ser plenamente conciente: la injusticia y la desigualdad a secas, expresadas a través del llanto o del miedo. Es que a Trotsky le interesa no tan lateralmente cierto juego entre lo conciente y lo inconciente, tanto en el sentido histórico-filosófico como en el propiamente psicológico, algo sobre lo que vuelve en reiteradas oportunidades y que quizá pueda relacionarse con su interés posterior en el psicoanálisis freudiano o las investigaciones de Pavlov. En efecto, desde sus primeros años y hasta la juventud lo inconciente adquiere en su biografía la forma de incertidumbres, indecisiones, miedos inexplicables y sobre todo, la imposibilidad de desarrollar un pensamiento propio, mientras que lo conciente es el momento en que da por terminado su romance con el escepticismo o abandona las preocupaciones de la moral individual para lanzarse al marxismo, algo que fervientemente deseaba hacer. Ese acto es una ruptura, una victoria en el combate contra sí mismo. Extendiendo el razonamiento, algo similar le atribuye a las masas oprimidas cuando estas rompen su rutina inmóvil y se arrojan a la lucha clases decididas a vencer; entonces, si la lucha resulta victoriosa es porque va en camino de soldarse con las necesidades mas profundas de la evolución humana, a saber, la plena libertad.
Entiéndase bien, no es un evolucionismo mecánico, es el momento único e irrepetible en que la ruptura de las cadenas que condensan la dominación social puede acontecer radicalmente. A pequeña o gran escala esto bien puede traducirse, no sin polémica, como el enfrentamiento entre modos de pensar y actuar que obstaculizan, retardan o confunden la resolución de la acción en sentido revolucionario versus aquellos modos que se esfuerzan por clarificar el objetivo final y perfeccionar una estrategia para llegar a la meta. El camino no es fácil y la victoria sólo llega en momentos excepcionales de “inspiración” o “fusión creadora”, es decir, cuando esa lucha a ciegas (inconciente) que llevan las masas logra fugazmente coincidir con las concepciones más elevadas de la historia en términos revolucionarios (conciente).

Muchacho punk

Es inútil comentar aquí su vertiginosa vida política o abundar sobre sus dotes literarias. Mi Vida es un parámetro crítico para cualquier militante de cualquier época a la vez que presenta al lector un modo casi único de narrarse lo más claro posible. En literatura, el estilo es político: y hoy decir de modo llano adonde se quiere llegar y qué camino tomar quizá forme parte de una estética de izquierdas.
Trotsky no solamente es un lector voraz sino que también se descubre como escritor, de estilo implacable. Sus punzantes reflexiones tienen la virtud de traspasar el tiempo y herir la subjetividad contemporánea, tan afecta a los rodeos sobre las definiciones como ultrasensible al “tono” de enunciación de su ocasional adversario, tan adicta a los juegos semánticos como al escamoteo del debate en pos del uso de formas discursivas políticamente correctas; en otras palabras, el ejercicio tradicional de la polémica hoy parece estar contraindicado y reemplazado por el arte de hablar o escribir sin definir nada concreto. Sobre este punto Trotsky es clarísimo: su época -y nosotros agregamos: la nuestra también- está atravesada por múltiples formas de “polémica” social; que ésta adquiera forma de huelgas, de “paz social”, de guerras o revoluciones es indistinto; pero lo que no se puede hacer es rehuir de ella, pues al hacerlo, traicionamos nuestra propia época.
A contracorriente de esa tendencia -la maquinaria de la que hablábamos al comienzo- que preanunciaba el retorno del automatismo burocrático, la placidez de la rutina cotidiana, en fin, el stalinista “socialismo en un sólo país”, Trotsky arremete como un revolucionario híper realista, un súper lógico que, equivocado o no, prosigue sin pausa su combate contra el “diletantismo estratégico” en territorios tan complejos como la política nacional, la diplomacia o el campo militar. La guerra impone su lógica, su moral, y eso Trotsky lo entenderá como pocos: “en tanto estos malvados monos sin cola que se denominan hombres, orgullosos de su técnica, formen ejércitos para la guerra, el comando pondrá a los soldados ante la eventualidad de una muerte posible si avanzan y una muerte segura en la retaguardia, si retroceden”(418).
Si la cuestión militar es tan urgente como la cuestión política se comprende la lógica que, para armar un ejército nuevo, sin experiencia, sin cuadros profesionales, desmoralizado y hastiado de guerras, acuda a oficiales zaristas y resuelva pasar del servicio voluntario a la recluta forzosa a fin de lograr mayor regularidad y disciplina. Allí de nuevo sus críticos le señalarán que este es un ejército que emula a los de las potencias imperialistas, pues un verdadero ejército revolucionario, le decían, debe basarse en destacamentos pequeños irregulares, o unidades autónomas; contra ellos Trotsky defenderá tenazmente el modelo centralizado de mandos y se manejará expeditivamente cuando las discusiones internas estanquen el avance militar. En este punto se abren debates enormes: por ejemplo el debate sobre la violencia revolucionaria, una discusión que hace muy poco agitó el clima intelectual local bajo el imperativo moral del “No matarás”.Otro debate: aquel que opone la razón instrumental al humanismo, es decir, la relación medios-fines reaparece aquí y allá y Trotsky no esconde su mano al arrojar la piedra, porque es la piedra insurreccional. No la puede esconder, pues comprende que “en abstracto” toda discusión cae en la redada de la moral dominante de época, moral que es -hoy más que ayer- abrumadoramente burguesa, “abstracta”. He aquí un párrafo que contiene una demoledora verdad:
“Nuestros amigos humanitarios, de esos que no sienten frío ni calor ante las cosas, no se cansaban de repetirnos que si bien comprendían que la represión en general era inevitable, fusilar a un enemigo preso era salirse de los límites de la legítima defensa (…) La batalla se libra directamente por la posesión del poder; esta cuestión, en esa lucha de vida o muerte, es en lo que consiste precisamente la revolución (…) Desde el punto de vista de lo que se llama el valor absoluto de la existencia humana, la revolución es tan “condenable” como la guerra, lo mismo que toda la historia de la humanidad. Pero este concepto de la personalidad sólo ha sido elaborado como resultado de muchas revoluciones y el proceso está aún muy lejos de su culminación. Para que el concepto de la personalidad adquiera un sentido real y el desdeñoso concepto de la “masa” deje de ser una antítesis que se alza ante la idea filosófica privilegiada del “individuo”, es necesario que la propia masa conquiste por sí misma una etapa histórica más elevada, por medio de la palanca de la revolución o, mejor dicho, de una serie de revoluciones. No sé ni me interesa saber si este punto de vista será bueno o malo desde el punto de vista de la filosofía normativa. De lo que sí tengo la absoluta convicción es que la humanidad no conoce otro camino.”(476-7).
Y los gobiernos de época tampoco… Demostrando todas las cualidades perversas de la democracia liberal, los gobiernos del mundo le negaron visa al borde de dejarlo fuera del plantea. Deportado por Stalin bajo el increíble cargo de actividad contrarrevolucionaria, aislado, perseguido, con sus colaboradores y familiares pacientemente asesinados, ningún Estado capitalista por un buen tiempo aceptó acogerlo, cuestión que, una vez más,por fuerza de la fuerza, otorga a este autor una enorme autoridad para desenmascarar al Estado tal cual persiste hasta nuestros días:
“Por supuesto, si me hubieran concedido el derecho de asilo, esto no habría llevado en los más mínimo al derrocamiento de la teoría marxista de un Estado de clase. El régimen de la democracia no proviene de principios dominantes, sino de necesidades reales de la clase dirigente” (566).
Trotsky punza hasta sacar la conclusión más intolerable a este tipo de regímenes: si las democracias le niegan asilo, qué decir de cómo resuelven el conflicto entre poseedores y desposeídos… cierra su libro de una manera magistral, dejando en falta a cualquiera que se precie de acusarlo de dogmático. En efecto, Trotsky se despide citando a una de sus más grandes críticas, Rosa Luxemburgo, para luego apoyarse en Proudhon, sí, ese anarquista a quien Marx trató de la mejor forma posible: a través de la polémica. Difamado y en vísperas de morir asesinado, Trotsky, fiel a su temperamento, no se lamenta de su vida, al contrario, “¿Cómo pueden pretender que me lamente de mi destino, que me queje de los hombres y los maldiga? ¿El destino? Me río de él. En cuanto a los hombres, son demasiados necios y están demasiado dominados para que pueda sentirme ofendido por ellos” (Proudhon citado por Trotsky, p.576).

Fernando Aiziczon.

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