Edward Said, destacado intelectual y activista por los derechos del pueblo palestino, sigue presente 10 años después de su muerte.
Detened los relojes... desfilen los dolientes.
W. H. Auden
El leitmotiv común al escribir para un aniversario especial de la muerte de un amigo es un fuerte sentido de nostalgia -cuán maravillosas eran las cosas cuando él estaba vivo y cuán tristes son ahora que no está. Este sentido de nostalgia se hace aún más fuerte cuando el amigo fallecido es un intelectual sobresaliente, cuya voz y cuya visión fueron determinantes para una época, que ahora parece casi irreversiblemente cambiada. Cuando el sitio de tal cambio drástico es el hogar y el entorno de aquel colega, con Palestina como su epicentro y más allá, el mundo árabe y musulmán, ganando momentum alrededor de ella, el acto de remembranza se vuelve decididamente alegórico.
Este septiembre, conmemoramos el décimo aniversario de la muerte de Edward Said, en un periodo de agitación en el mundo árabe, en el que Palestina es saqueada cada vez más salvajemente con cada instante que pasa. Nosotros, como su comunidad de amigos, camaradas y colegas, activamente recordamos su voz, su visión y su inclaudicable determinación de liderar nuestras causas a través del mundo. Pero, ¿cómo es posible que él siga marcando el rumbo una década después de estar en silencio?
Es hecho es que, cuando hoy pienso en Edward Said y en el periodo de más de una década en el que tuve la fortuna de conocerlo como amigo y colega en Columbia, el sentimiento que predomina no es el de pérdida -sino una sensación de suspensión, de pausa. Algunas personas, me parece a mí, nunca mueren para aquellos cuya moral e imaginación política están enraizadas orgánicamente en su memoria. Para mí al menos, la estructura de nuestras ideas políticas se ha quedado intacta desde esa mañana del 24 de septiembre de 2003, cuando me llamó Joseph Massad para decirme que Edward había muerto. Poco antes, me había llegado la noticia del fallecimiento de mi hermano menor Aziz -entonces el sentido de pérdida de un hermano, de dos hermanos, del menor y del mayor, está detenido en el tiempo para mí, enmarcado como si fuera el centro que define el punto focal del lugar al que yo puedo llamar hogar.
He escrito en algunas oportunidades sobre mi reacción ante el fallecimiento de Edward Said, y después en mi diario de viaje a Palestina, donde recogí un puñado de polvo de un cementerio bendecido, del Cementerio del Profeta en Jerusalén, cerca del Domo de la Roca, para llevar a Brummana, Líbano, y colocarlo sobre la tumba de Edward; y luego escribí otra nota a pedido de Mariam Said (viuda de Edward) para un boletín que se publicó en homenaje a su memoria en Columbia, en marzo de 2004.
Pero en ninguno de esos escritos logré poner nada que se asemeje a un punto final a mis intercambios de índole moral, imaginativa, política o académica con Said. Se centran no tanto en lo que fue Edward Said sino en la influencia que Edward tuvo en lo que yo soy ahora. Al leer esos textos hoy los veo como signos de pregunta en mis continuas conversaciones con la entrañable memoria de Edward. Después de Phillip Rief y George Makdisi, dos de las destacadas figuras intelectuales cuya agraciada sombra se inclina sobre cada oración que escribo, Edward Said está sentado a mi lado, como siempre impecablemente vestido, inquisitivo, de buen humor y con mucha determinación, todo al mismo tiempo, preguntándose qué estoy haciendo.
Citando a Said
Mucho ha sucedido desde el fallecimiento de Said -y en demasiadas ocasiones hemos pensado qué habría dicho él si hubiera estado con nosotros- sobretodo cuando se iniciaron las revoluciones árabes. ¿Qué habría dicho de las matanzas en Siria, del golpe de estado en Egipto, de los bombardeos de la OTAN en Libia, de la revolución de Túnez , y sobretodo del saqueo continuo y descarado de Palestina?
A pesar de que ya no esté presente para compartir sus pensamientos, nos ha preparado para reflexionar junto a él. Ciertos intelectuales destacados son parte integral del alfabeto de nuestra imaginación moral y política. No es necesario que estén presentes físicamente para que sepamos lo que podrían haber pensado, dicho o escrito. Viven en aquellos que leen y piensan en sus ideas -y por lo tanto se vuelven el índice, un componente proverbial, de nuestro pensamiento.
Said vivió tan a pleno, a conciencia, con una visión crítica a lo largo y ancho de nuestra época, que es determinante para el pensamiento crítico, como Marx, Freud, Fanon o Dubois, o Malcom X. Ellos son el sonido de nuestro canto, la mirada con la que vemos, el aroma con el que percibimos, un factor determinante para la intuición de nuestra trascendencia.
En varias ocasiones, me encontré por casualidad con Said en el campus cuando justamente estaba pensando que conversaba con él, y continuando con esa conversación mental, le decía algo en voz alta -me parece que él hacía lo mismo puesto que de repente me decía algo, como si fuera la continuación de una conversación anterior. Ese sentido de conversación suspendida y retomada sigue vigente, quizás porque me hallo en un estado de negación, quizás por el hecho de que pensadores como Said son epistémicos para nuestro pensamiento, y se siguen brindado a lo largo del tiempo de manera dosificada.
Creo que nunca podré hacer el duelo por Edward Said, si entendemos por duelo al ritual de aceptación de una pérdida, porque creo que mi diálogo con él nunca terminará. Sigo viviendo en la misma cuadra donde él y su familia vivieron durantes décadas. Todavía veo por casualidad a su viuda Mariam de vez en cuando en los mismos sitios en que solía verlo a él.
Todavía leo sus libros y sus ensayos, escuchando su voz, y aún me conmueven las alegrías y las iras de sus principios en la médula de mis propias ideas políticas. He recorrido una larga distancia desde donde estaba ubicado Edward Said en relación a teorías literarias e históricas, porque además yo comencé desde puntos de partida diferentes a los suyos. Pero yo lo incorporo en mis propios pensamientos, lo siento en mis propios sentimientos, y soy su eco en mis propias ideas políticas. Me siento cómodo con él -como él se sentía cómodo en todas partes pero conciente de que siempre estaría un poco "fuera de lugar", y con el hecho de que he arribado a conclusiones similares (pero no idénticas) a las suyas, desde embarcaciones diferentes y mirando a las costas adyacentes. Fue un facilitador, no un gurú. No buscaba réplicas; sino que permitía que sus amigos acentuaran sus propias características.
Intelectuales sobresalientes, como Said o Fanon o Césaire hacen posible que los demás consolidemos nuestra propia voz, y se aseguran de que nunca repitamos lo que ellos dicen, sino que elaboremos para extender sus ideas, que extrapolemos la lógica que ellos plantean, que naveguemos territorios desconocidos con sus brújulas pero no con sus itinerarios. Para mí, es imposible ser un "saidiano" o un "fanoniano", porque ellos fueron tan únicos en su universalidad que no pueden sino estimular tus particularidades, mientras se va formando tu propia intuición de transcendencia.
Una nueva organicidad intelectual
Con la muerte de Edward Said, nosotros los intelectuales inmigrantes dejamos de ser inmigrantes y nos volvimos nativos de una nueva organicidad. Somos los logros de sus batallas. El teorizó sobre su condición de estar "fuera de lugar" de una manera tan puntillosa y precisa, que después de él, nosotros ya no podemos estar fuera de lugar, sino que estamos como en casa, en el sitio donde colgamos el sombrero y le decimos no al poder.
Después de Said se acabaron los intelectuales foráneos, no-nacionales, no-internacionales, del Primer, Segundo o Tercer Mundo. El campo de batalla de las ideas es específico y global al mismo tiempo. No puedes librar ninguna batalla a nivel local sin que quede registrada globalmente. Si no eres global, no eres local y si no eres local, no eres global.
Los intelectuales más aburridos e irrelevantes son aquellos que piensan que EE.UU., Irán, India o el Polo Norte son el centro del universo. El universo no tiene centro, ni periferia. Todos andamos flotando. Said era muy específico sobre Palestina -y por lo tanto hizo del predicamento palestino una alegoría metafísica, y la basó en la agonía física y el heroísmo de su pueblo.
Carece de sentido hablar de "intelectuales en exilio" después de Said, precisamente porque él teorizó exhaustivamente la categoría en su época. No hay una patria de la que se puede estar exiliado. El capital y el imperio que desea pero no logra el micro-control está en todas partes. No hay salida de ese mundo, y patria y exilio son ilusiones desmanteladas por el capital y la condición del imperio.
La nueva organicidad intelectual que Said hizo posible requiere que te arremangues las mangas de la camisa, que te ensucies, para que en medio del caos puedas buscar solaz, luz en la oscuridad, esperanza en la desesperación.
Extrañando a Said
Hay momentos en que ni siquiera lo extraño, pues de una manera entrañable, él nunca nos ha dejado. Piensas que va a sonar el teléfono y será él para conversar de una u otra cosa; o piensas que te cruzaras con él en el campus o que te enviará un mensaje por internet. No lo extraño porque pienso que nuestra conversación, argumentando ideas, poniéndonos de acuerdo o no, continúa. Siempre está presente -ahí en el medio de una niebla de felicidad y desesperación que agita y hace entrañables todos sus escritos.
Y luego, hay momentos, especialmente en el corazón de la madrugada, cuando habitualmente me levanto y comienzo a leer y escribir, a corta distancia de donde él vivía y seguía la misma rutina, que siento súbitamente el peso de su ausencia, la presencia vacía de su ausencia, el aura y el sonido de su voz, su mirada inquisitiva, su manera de hablarte directa y deliberadamente, de manera específica, pero con el aplomo tranquilo de las costas seguras que él ha divisado. Recuerdo el carácter casual de esos encuentros, lo vi justo cuando doblaba la esquina de la calle 116 y Broadway -"tú y tu post-modernidad", me dijo burlón, y cuando yo intenté protestar, agregó: "no te preocupes, yo inventé el término".
Le encantaba agregar un shadda totalmente superfluo en medio de mi apellido y lo pronunciaba no solo dos veces sino lo que parecían cinco o seis "ds" extras. "Y ni siquiera es un árabe", decía bromeando, cuando me elogiaba ante sus familiares y amigos. Incontables recuerdos, mensajes de voz y de texto, encuentros casuales, colaboraciones planificadas, eventos académicos conectan mi vida en Columbia University a Edward Said, y están vívidos en mi mente e interactúo con ellos en mi alma cada día de mi vida, y lo haré mientras viva, mientras sea capaz de pensar, recordar, volver a pensarlo a él en mis propios pensamientos.
Tengo un cuadro mental de Edward Said que se va desdibujando, y cuanto más se desdibuja, más intensamente lo recuerdo. Era el 28 de abril de 2003. Estábamos en Swarthmore College, Pennsylvania, para celebrar la poesía de Mahmoud Darwish, quien acababa de recibir el Premio Lannan a la Libertad Cultural. Al finalizar la ceremonia, Darwish, Said, Massad y yo fuimos a visitar a nuestra colega y amiga Magda al-Nowaihi, que agonizaba con el cáncer que acabaría con su vida. Magda estaba acostada, una sombra luminosa de lo que fue, pero su sonrisa paradisíaca todavía trazaba surcos en su hermoso rostro. No recuerdo ni una sola palabra dicha en ese momento, solo recuerdo el cuadro alrededor de esa cama, una imagen suspendida en el tiempo, un fresco tallado en el muro más recóndito de mi memoria, y sobre él tres rostros: de Magda, Edward y Mahmoud que ahora brillan con más intensidad.
Levinas escribió: "Quizás los nombres de personas, que al ser dichos significan un rostro -nombres propios en el medio de todos esos nombres comunes y lugares comunes- pueden resistir la disolución de significado y permitirnos hablar". Es en ese sentido, que el nombre, la persona y la memoria que llamamos "Edward Said" es determinante para el sentido y el propósito del momento en que firmo mi nombre, al principio o al fin de este homenaje, y me llamo con un nombre propio.
Hamid Dabashi
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