Cuando se trata de manifestaciones, todos son culpables hasta que se demuestre lo contrario, reflexiona el Coletivo Intervozes acerca del trato de las grandes cadenas televisivas a las protestas contra el Mundial (Carta Capital, 22/7/14). La escalada represiva venía creciendo desde las grandes manifestaciones de junio de 2013, pero durante el mes del Mundial llegó a niveles alarmantes.
La actitud de la policía militar, la policía civil y el sistema judicial, sobre todo en Río de Janeiro, ha sido calificada como la instalación de un estado de excepción de hecho. El domingo 13 de julio se jugaba la final entre Alemania y Argentina. A la hora del partido se convocó una manifestación en la plaza Sáenz Peña, en el barrio de Tijuca, a unos dos kilómetros de Maracaná. Acudieron colectivos de las favelas en protesta por los abusos policiales, militantes de los comités populares contra el Mundial, autónomos, anarquistas, educadores en huelga y activistas de medios independientes.
La policía utilizó la táctica conocida como kettling, ya usada antes en São Paulo y Belo Horizonte, consistente en cercar a los manifestantes con barreras y agentes, dejándolos aislados e inmovilizados durante horas. Había cinco policías por manifestante. Un periodista del semanario uruguayo Brecha preguntó a un policía los motivos por los cuales estaba bloqueado dentro del cerco. Es la ley de la FIFA, fue la única respuesta (Brecha, 7/7/14).
Varios manifestantes fueron golpeados, incluyendo un reportero gráfico aporreado en el suelo. Les dispararon balas de goma, bombas de efecto moral, gas pimienta, y usaron sus garrotes.
La noche anterior a la final, el sábado 12, la policía arrestó a 19 militantes (de los 23 que tenían orden de captura) porque se presumía que realizarían actos vandálicos en la manifestación. Tres activistas a los que no pudieron detener solicitaron asilo en el consulado de Uruguay en Río, pero el gobierno del presidente José Mujica se los negó y les exigió que se retiraran del local.
Diversos organismos y personalidades reaccionaron con indignación ante esta escalada represiva. Desde octubre de 2013 la Delegación para la Represión de Crímenes Informáticos, de la Policía Civil de Río, venía investigando los movimientos que se destacaron en las protestas de junio de 2013 por medio de escuchas telefónicas, intervención de sus e-mails y la infiltración de agentes en las asambleas y manifestaciones.
Amnistía Internacional, la Orden de Abogados de Brasil, Justicia Global, la Asociación de Jueces por la Democracia y hasta el Partido de los Trabajadores, entre muchos otros, criticaron la represión. La Defensoría Pública de São Paulo denunció la intención de impedir el derecho a manifestarse y la actuación abusiva y desproporcionada de la Policía Militar (Brasil de Fato, 18/7/14).
La Asociación Brasileña de Periodismo de Investigación (Abraji) aseguró que un periodista por día resultó agredido por la policía durante el Mundial. En total, 35 agredidos en un mes. Desde mayo de 2013, 210 periodistas fueron violentados, de los cuales 169 lo fueron por policías (Abraji, 14/7/14).
La casi totalidad de los detenidos preventivamente son liberados a los pocos días por falta de pruebas, pero son apresados de forma ilegal, sólo porque la policía sospecha que pueden cometer un delito, según denuncia el Manifesto de juristas contra la criminalización de las luchas sociales (Brasil de Fato, 21/7/14). La presunción de inocencia hasta que no existan pruebas fue hecha añicos por las policías y el sistema judicial.
Para el juez José Roberto Souto, con el propósito de asegurar la realización del Mundial se instaló en la sociedad brasileña una especie de estado de excepción, procediendo a una supresión temporaria del orden constitucional (Brasil de Fato, 22/7/14). En su opinión, fue la Ley General de la Copa, redactada por el gobierno y aprobada por el Parlamento para cumplirle a la FIFA, la que creó las condiciones para la criminalización de las protestas, incluyendo las huelgas laborales.
El sociólogo Rudá Ricci sostiene que uno de los principales legados del Mundial es el deterioro del estado de derecho y la legitimación de los abusos de la policía militar, que esta vez no se limitó a atacar a pobres y negros de las periferias y la emprendió contra estudiantes universitarios de clase media, con órdenes de búsqueda y captura expedidas como forma de intimidación. Considera que hay fuertes señales de cultura fascista en esta ofensiva contra los derechos democráticos fundamentales.
Bruno Cava, graduado en derecho y bloguero, parece sintonizar con el análisis de Giorgio Agamben sobre el estado de excepción. “Si en las favelas el poder punitivo elaboró históricamente la figura del traficante, en las protestas la demonización se da contra el vándalo o black bloc. El cerco de las plazas define el espacio de anomia, donde la violencia se separa del estado de derecho” (IHUOnline, 18/7/14).
En la favela la represión anuló desde siempre el estado de derecho; pero ahora esa lógica se desborda más allá para impedir las protestas, generar un clima de temor que inhiba a los militantes, advertidos que todo el peso del Estado les caerá encima. La dictadura no terminó, añade, sólo modificó sus límites, incluyendo ahora a todos los que protestan.
En Estado de excepción (un libro de rigurosa actualidad), Agamben señala que en todas las democracias occidentales la declaración del estado de excepción está siendo sustituida por una generalización sin precedentes del paradigma de la seguridad como técnica normal de gobierno (Adriana Hidalgo, 2004: 44). Tanto las crisis económicas como los megaeventos se han convertido en los laboratorios para dar un salto adelante en el control policial-judicial.
Raúl Zibechi
La Jornada
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