México no será el mismo luego de lo sucedido en Iguala. Los aciagos días del 26 y 27 de septiembre del 2014, sentidos en carne viva por los normalistas de Ayotzinapa, marcaron una inflexión en la historia de nuestro país. Los sucesos de Iguala demostraron, con una claridad sin precedentes, la simbiosis entre la clase política, el crimen organizado y los supuestos cuerpos de seguridad. El narcotráfico ha crecido a la sombra del poder político; el poder político pretexta al narcotráfico para endurecer la represión contra los movimientos opositores a las políticas neoliberales; la policía en todos sus niveles y el ejército mexicano son rostros poco diferentes al de la criminalidad. La participación del ejército mexicano en el operativo montado contra los normalistas, tan negada por Jesús Murillo Karam, es cada vez más evidente y así lo han demostrado las declaraciones de los padres de los normalistas así como distintas investigaciones periodísticas. Los representantes del Estado mexicano no quieren reconocer que el pilar de sus instituciones, el eje de su fuerza, ha sido también tomado por el narcotráfico. Es ésta, a la luz de los acontecimientos, una “verdad histórica”.
El gobierno federal, en voz de Murillo Karam y del propio Enrique Peña Nieto, pretende poner fin a un caso en el que se ha demostrado incapaz de dar una sola garantía de justicia. La descomposición del Estado mexicano, la inutilidad de sus instituciones en todos los rubros, así como el grado de corrupción que persiste entre quienes dicen ser representantes del país, son a diario noticias que tienen gran impacto internacional. Peña Nieto, que contaba con una aceptación mediática fuera del país, va en declive. Su imagen de “transformador” está por los suelos. No sólo se ha mostrado indolente, soberbio y negligente, sino también desea poner punto final al caso. El gobierno federal apuesta por el olvido, por cercenar la memoria. Su estrategias es ésa: no hablar más de Ayotzinapa, restarle importancia, tender un cerco mediático alrededor de los normalistas. De ahí su vanos y burdos intentos, primero de minimizar el caso, luego de finiquitar la búsqueda y ceñirse a una sola línea de investigación –cuyas lagunas, omisiones, contradicciones e imposibilidad han sido magníficamente demostradas por Jorge Montemayor-, después por arrebatar la consigna de la movilización al decir que él también era Ayotzinapa y, finalmente, llamar a superar el episodio. Su llamado, desde luego, es arropado por la clase empresarial en voz de Servitje y por José Narro quien, fiel a sus orígenes, cierra filas con el hijo predilecto del grupo Atlacomulco.
El pasado 26 de enero, se cumplieron cuatro largos y dolorosos meses para los padres de los 43 normalistas desaparecidos y para los padres de los tres asesinados ese 26 de septiembre. Ellos, sus familiares, los normalistas de Ayotzinapa, su incansable lucha, su inquebrantable espíritu de justicia, han escrito con su ejemplo, con letras imborrables, un pedazo de la historia de México. Sin su fortaleza, sin su tesón, sin esa terquedad ante lo adverso, el movimiento social surgido alrededor de la demanda por la presentación con vida, muy poco habría avanzado.
Luego de un periodo de natural reflujo en las acciones, pues el motor de la movilización es el contingente estudiantil, se avecina una segunda batalla de esta larga lucha. La demanda de la presentación con vida es ya piel y alma de quienes se movilizan. Siguen faltando 43 compañeros, por ellos, por su regreso con vida, debemos pelear. En estos cuatro meses, como lo demuestra la movilización del 26 de enero, el movimiento no cesa, no decrece y, antes bien, tiene posibilidades de fortalecerse y avanzar. Hasta ahora, la movilización organizada, amplia, y basada en el respeto a los acuerdos emanados de las Asamblea Interuniversitaria (AI), ha permitido poner en jaque momentáneo a Peña Nieto. Ayotzinapa, la solidaridad en torno a la normal rural, consiguió evidenciar la actuación del Estado en el caso Iguala, asimismo despertó a miles de personas a la vida política. Ayotzinapa significó una politización sin precedentes en distintos sectores de la sociedad mexicana y más allá de nuestras fronteras. Donde algún funcionario del gobierno priista se presenta existen muestras de repudio, nadie se salva. Ayotzinapa representa, de igual manera, la posibilidad de organización social en diferentes niveles. El proceso de politización surgido a raíz de esta barbarie es, en ese sentido, un primer logro del movimiento social.
Además, el movimiento social y sus distintos referentes –la Asamblea Nacional Popular en Guerrero (ANP), la AI en la zona centro del país-, hicieron evidente el desprestigio y la crisis de legitimidad por la que atraviesa el actual gobierno. Pero también pusieron en el imaginario social una demanda que, de diversas maneras en lo que de gobierno lleva el golden boy de Atlacomulco, se hace cada vez más presente y con mayor claridad: la renuncia de Peña Nieto. Dicha demanda, además de gritarse en las calles, tiene la virtud de aglutinar a diferentes sectores sociales que saben que la caída de Peña es indispensable para la construcción de un destino mejor. Peña Nieto es el rostro más evidente del Estado mexicano, lograr su caída a través de la movilización y organización social significaría un hito para el movimiento social, pero sería apenas el inicio de un proceso más profundo de transformación. Llegar a ese momento en el que la fuerza social derribe a Peña, supone la más amplia organización, la consolidación de espacios de decisión y deliberación, la construcción de un referente capaz de hacer cimbrar toda la estructura institucional del Estado. Supone, por supuesto, la más amplia unidad en la movilización así como inteligencia y capacidad táctica. No es poco lo que, hasta ahora, la movilización ha conseguido, pero no es suficiente para la empresa de cambiar de fondo este país.
Por lo pronto, el segundo episodio se avizora, tanto o más complicado que el primero. El gobierno federal buscará, por todos los medios, no sólo acallar la movilización y darle carpetazo, sino incrementar, allí donde tenga posibilidad, la represión. Más que nunca, el movimiento social ha de apostar por la unidad, por las acciones ampliamente discutidas, por avanzar siempre analizando el contexto político por el que atravesamos. Ciertamente, cambiar el país, a base de pundonor y organización fuera de las instituciones, es una tarea más que complicada, pero no imposible.
¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!
¡Fuera Peña Nieto!
José Arreola
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