domingo, mayo 10, 2015

Anthony Quinn, notas para cinéfilos inconformistas



Se cumple el centenario del nacimiento de Antonio Rodolfo Quinn (Oaxaca, Chihahua, 1915-Bostón, 2001), uno de los actores más singulares de un tiempo que es el de esplendor y decadencia de Hollywood…

Hijo de emigrantes mexicanos en California, nació mientras su padre participaba en la revolución “que fue una la guerra más romántica de la época moderna. El pueblo se alzó en armas con un señor que se llamaba Pancho Villa y mis padres lucharon en ella”.
Por lo tanto, no sentía vergüenza por sus orígenes humildes. Todo lo contrario. No todos llegan donde he llegado empezando desde cero”. Por fin, en 1919, marido y mujer se reunieron y se trasladaron como inmigrantes a California. Antonio, ya cumplidos los cinco años, comenzó a trabajar como recolector de frutas y jornalero. En 1920, los Quinn se trasladaron a Los Ángeles para tentar mejor suerte; su padre hacía grandes esfuerzos para mantener a su familia sin poder despegar de la pobreza. Antonio realizó labores de lustrabotas y vendedor callejero de periódicos. Estudió en establecimientos educativos de su barrio, sin llegar a terminar sus estudios, por el fallecimiento de su padre en 1926, lo que lo obligó a buscar trabajos informales para ayudar a su familia. La pérdida de su padre lo marcó profundamente, pues le admiraba por su tesón. Acicateado por la pobreza y con un espíritu de superación desbordante, trabajó haciendo diversos oficios tales como peón de hacienda, friegaplatos o mensajero de correo. Para esa época era un mozalbete inteligente, rudo, belicoso y rudimentario en sus modales, pero ya se había propuesto surgir al precio que fuese necesario
A los 16 años, aprovechando su complexión y su altura (1,88 m), practicó el boxeo profesional con el mismo fin. Ganó 16 peleas, pero en la siguiente fue destrozado por un rival mejor, y se retiró de un oficio que volvió a representar en el cine en una película notable pero muy poco conocida: Réquiem por un campeón (Requiem for a Heavyweight, EUA, 1962), de las mejores de Ralph Nelson. A los 17 años de edad se casó con una chica llamada Silvia, una mujer 17 años mayor, que lo introdujo en el estudio del arte y la filosofía. Para esa edad, aún era trabajador de la construcción, y Silvia le hizo tomar clases de dicción para mejorar su capacidad de expresión oral y mejorar sus rústicos modales; reconocido mujeriego y machista, Quinn tuvo una animada vida sentimental y un montó de hijos.
Antes de dedicarse al teatro, Anthony trabajó como obrero en numerosos oficios hasta que asistió a la escuela de Katherine Hamil, más tarde trabajó en Broadway en obras como Un tranvía llamado Deseo bajo la dirección de Elia Kazan y en el papel que haría célebre Marlon Brando en el cine. Con veintiún años debutó en el Hollytown Theatre de Los Angeles. No obstante, circunstancias diversas le obligaron a mirar hacia el cine, medio en el que comenzó a aparecer en labores de “extra”. En 1936 aparece en la película Parole, de Lew Landers. Es el primer trabajo en el que su nombre apareció en los créditos, si bien antes había participado en otras producciones en apariciones secundarias como La vía láctea, de Leo McCarey (con un decadente Harold Lloyd) y Los buitres del presidio, de Louis Friedlander, ambas de 1936. De la misma época data sus papeles en dos grandes películas de Cecil B. De Mille: Buffalo Bill (1937) y Corsarios del Caribe (1938). Mientras trabajaba para la Paramount, se casó con la hija de De Mille, Catherine.
Con esta, Quinn .coprotagonizó Black gold (Phil Karlson, 1947), un apología del buen indio, una película “naif” pero no exenta de encanto. En su momento, él decisión que, lejos de ayudarle para progresar más rápidamente en la pantalla, le acarreó no pocos inconvenientes dado que su suegro –un gran cineasta pero un repulsivo reaccionario-, se abochornaba en presentar a un mexicano en su entorno social, algo que Quinn no dudó en ridiculizar cruelmente cuando que sustituir a Don Cecil detrás de la cámara en el “remake” de The buccaneer (Los bucaneros, EUA, 1958), una obra curiosa socialmente ya que el único patriota de verdad es el bucanero Jean Laffite (Yul Brynner) mientras que la “buena sociedad” está repleta de oportunistas que no permiten que Laffite pise sus salones.
En los primeros años cuarenta se trasladó a la Warner, estudio que le proporcionó papeles más interesantes, y comenzó a labrarse una relación con actores y actrices de renombre. Ciudad de conquista (1940), de Anatole Litvak, Sangre y arena (1940), de Rouben Mamoulian y Murieron con las botas puestas (1941), de Raoul Walsh, fueron algunos de sus títulos. Se paseó por otros estudios como Paramount, 20th Century-Fox y RKO, en todo tipo de comedias, aventuras, musicales, westerns. y destacó especialmente su participación en Incidente en Ox-Bow (1943), de William A. Wellman que puede considerarse como una de las mejores del género. Por entonces se nacionalizó estadounidense y en 1947 Elia Kazan se fijó en él en una representación en Broadway de “Un tranvía llamado deseo”.
Elia Kazan fue decisivo en su carrera cuando en 1951, le entregaría el el papel de Stanley Kowalski que supuso su presentación en sociedad en la meca del cine: Eufemio Zapata, un personaje complejo que de alguna manera representaba la cara más “oportunista” de la revolución. Este papel le significó su primer un Oscar, el segundo lo obtuvo por su soberbia encarnación del pintor Paul Gauguin en El loco del pelo rojo (Lust for Life, EUA, 1956) dirigida por Vincente Minnelli con Kirk Douglas como Van Gogh, presumiblemente el mejor acercamiento posible que una industria como la de Hollwood podía hacer sobre un artista al que no le importa el dinero.
En este tiempo, Quinn trabajó en un gran número de películas destacadas, incluso en obras maestras como La strada (Federico Fellini, Italia, 1956), donde encarnaba a Zampano, frente a Giulietta Masina, que daba vida a Gelsomina; Anthony estaba convencido que esta era la mejor película de su vida, algo que se podría discutir pero sí era la mejor sí estaba entre las mejores. Le sigue un listado de títulos destacados; Al borde del río (un notable policiaco del “primitivo” Allan Dwan, 1957); Viento salvaje (1958) y El pistolero de Cheyenne (1960), ambas de George Cukor, la primera era un notable melodrama clásico con Anna Magnani; El hombre de las pistolas de oro (1960), un “western” complejo e intenso, filmado por el mejor Edward Dmytryk en el que se bosqueja una relación homosexual subterránea; El último tren a Gun Hill (Last Train from Gun Hill, 1959), magnífico “western” antirracista en el que repite con Kirk Douglas…
Otras obras mayores son Lawrence de Arabia (David Lean, 1962); Barrabás (Richard Fleischer id.), pero sobre todo Viento en las velas (1965), de Alexander Mackendrick, una joya que no habría sido posible sin la complicidad y el talento de Anthony Quin que borda su papel de pirata, en realidad un pobre diablo que se deja seducir por unos niños burgueses entre los que encuentra uno año más tarde conocido como Martín Amis. Anthony volvió a ser un pirata con mucha historia detrás en una adaptación de la novela de Joseph Conrad Los hermanos de la costa, un film que aquí se llamó El aventurero y que el destajista Terence Young realizó a la medida del actor que supo encontrar el registro crepuscular de la obra.
Por sus rasgos “multiétnicos”, Quinn se especializó en todo tipo de papeles, comenzando por el de indio nativo de los Estados Unidos, llegando a encarnar con majestuosidad al mismísimo Sitting Bull en Murieron con las botas puestas (1941), y más tarde en un título reivindicativo El indio altivo (Flap, EUA, 1971), de Carol Reed y en el que sucede lo propio de muchas películas en la que el actor se impone al director: que sobreactúa. Fue italiano o gangster de origen en numerosas ocasiones, en algunas tan folklóricas como El secreto de Santa Victoria (1971); chino en La conquista de un imperio…
Fue árabe en Lawrence de Arabia y en las dos singulares incursiones de Moustapha Akka, en la antiimperialista El león del desierto (1979), una película que debería servir para dar clase sobre islamismo en los colegios. Se inspira en la actuación de Omar Mukhtar, un maestro de escuela que se convierte en guerrillero obligación, Mukhtar se ha comprometido en una guerra que no se puede ganar durante su vida. Es un convencido anticolonialista que se enfrenta a la ocupación fascista italiana, de un arrogante Mussolini (Rog Steiger). Menos interesante pero no menos curiosa rsultó Mahoma, el mensajero de Dios (1977), dos producciones que vendrían muy bien para debatir sobre el mundo musulmán en los centros de enseñanza.
Quinn encarnó al primer papa ruso en Las sandalias del pescador (EUA-Italia, 1968), de Michael Anderson, adaptación de la afamada y oportuna novela de Morris West que evoca en alguna manera la figura de Juan XXII situándolo como mediador en una crisis mundial derivada de la guerra fría. Se trata de una película vetusta y poco lograda pero que se mantiene por sus interpretaciones así como por su curioso interés temático.
Fue un inquieto esquimal en El salvaje inocente (traducida aquí como Los dientes del diablo, EUA, 1960), en un film desigual del gran Nicholas Ray y en la que interpretó con convicción a un esquimal que vive entre dos época, entre dos mundos.
Casi se especializó en personajes griegos, incluyendo los antiguos en Ulises, y siguiendo con Zorba el griego (1964), celebrada adaptación de la obra homónima de Nikos Kazantzakis que le significó una nominación al Oscar amén de un éxito considerable, en parte por la música de Mikis Thedorakis, muy famosa en su momento su realización no ha soportado el paso del tiempo; fue un adusto y radical resistente griego en Los cañones del Navarone (1961), uno de los mayores éxitos de J. Lee Thompson, un cineasta muy irregular que estuvo detrás de las cámaras también en El griego de oro (The Greek Tycoon, EUA, 1978), que evoca el “love stroy” entre el magnate Onassis (Quinn) y Jacqueline Kennedy (Jacqueline Biset), un Hola fílmico que el autor de estas líneas se negó a ver. Quinn volvió a ser mexicano en Los hijos de Sánchez (EUA-México, 1977), una voluntariosa adaptación de la célebre novela del antropólogo Oscar Lewis, el interesante teórico de la “cultura de la pobreza”. Fue dirigida por el ignoto Hal Bartlet, seguramente porque Anthony no quiso volver a dirigir y resulta una película frustrante ya que entreve lo que podía ver sido bajo otro formato de producción.
Entre sus composiciones “españoles” cuenta especialmente…Y llegó el día de la venganza (Behold a Pale Horse (1964, EUA), un fallido homenaje del antifascista Fred Zinnemann al “maquis” anarquista Sabaté y en la que Quinn encarnaba a un guardia civil, sí bien la película fue un bofetón para el régimen. Tuvo una aparición muy lograda como sacerdote liberal en Valentina, la primera parte de la adaptación de la novela de Sender, Crónica del alba que efectuó en 1982) con bastante dignidad Antonio J. Betancort. Su filmografía no ganó mucho con otras producciones nacionales del tipo Pasión de hombre /A man of passion, España, 1989) en la que encarnó a un pintor mujeriego y extravagante para Juan Antonio de la Loma al lado, ¡nada menos que de Victoria Vera¡, finalmente colaboró en Tierra de cañones (1999), para ayudar a su hijo con la condición de no aparecer en el reparto, acuerdo que Antonio Ribas, que ya había perdido los papeles y el norte, desatendió. A pesar de su voluntad de representar una gesta anarquista, la película fue un fiasco total
También fue “el Portugués” inolvidable en El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952, EUA), una de las mayores películas de aventuras marítimas de todos los tiempos. El número de papeles de “malo” secundario que Quinn interpretó fue muy extenso y normalmente, se “comía” al protagonista, lo que sucede claramente con el ínsípido John Derek en La espada de Montecristo (1952), de Phil Karlson.
En los años setenta y ochenta se volcó en la televisión y dio prioridad a otras aficiones como la pintura y escultura en lugar del cine, para el que trabajó ocasionalmente. Desde este momento su filmografía comenzó una acelerada decadencia en los años setenta para sobrevivir en la televisión y en películas generalmente olvidables, quizás la única excepción fuese Fiebre salvaje (EU/A, 1991), de Spike Lee. Esta fase final hay que situarla en la decrepitud de la industria de Hollywood, en la desaparición de los estudios y en la infantilización del público.
Resumiendo: Anthony Quinn fue un actor que consiguió grandes papeles cuando tuvo un buen director detrás, que raramente trabajó en películas éticamente vergonzantes y en cuya trayectoria hay mucho título menor, pero también un buen número de títulos notables más alrededor de una quincena de obras de primer orden. Entre ellas unas pocas que figuran entre las primeras de la historia del cine. Sería pues una lástima que esto último pasara desapercibido para las nuevas generaciones que apenas pueden disfrutar del cine en una sala grande y oscura.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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