El líder de la izquierda francesa publica un libro que refleja el hartazgo con el insolente dominio de Berlín
Hace tiempo que la disciplina alemana y la impertinencia aleccionadora de los políticos de Berlín hacen mella en Francia. Pero en los medios de comunicación y entre los políticos está feo hablar de ello. Por eso, el libro que acaba de publicar con mucho ruido y general condena, el líder del Front de Gauche Jean-Luc Mélenchon, es muy significativo. Se llama “El arenque de Bismarck” y es un simple panfleto, desenfadado, mordaz y divertido, contra la prepotencia germana y su maltrato -del sur de Europa y de Francia- el tabú que nadie se atreve a mentar.
El motivo es que si en Alemania el gobierno ha perdido todo complejo, en Francia hay -por una mezcla de cálculo oligárquico, elegancia, y prevención a caer en rancios chovinismos- mucho escrúpulo ante la crítica al vecino del otro lado del Rin. No es el caso de Mélenchon, un político que sin llegar, quizá, a la altura de su homólogo alemán, Oskar Lafontaine -sin duda el más brillante político de su país- también es un excelente orador (véase su épico discurso de Marsella, un 14 de abril de 2012) y una persona de una rara sensibilidad política. Estos días Mélenchon está siendo entrevistado por los principales canales públicos de radio y televisión sobre su explosivo libro, que mezcla conscientemente tópicos ligeros con constataciones bien actuales y se está vendiendo como rosquillas.
“Hay un asombroso contraste entre la insultante arrogancia de los dirigentes y mediócratas alemanes y el pánico de sus homólogos franceses para decir cualquier cosa que les contrarie”, afirma. Esa actitud, “ya provocó el naufragio moral de las élites francesas de antes de la guerra”, que ahora, “colaboran con entusiasmo en la denigración de su patria”, proclama.
Francia que cuenta con una economía mucho más diversificada que la alemana y una cultura general sobre el vivir infinitamente más rica y sofisticada, que siempre ha acomplejado a los alemanes, asiste a un aleccionamiento insoportable, pero decirlo, “merece inmediatamente el anatema de germanófobo”, dice Mélenchon. Eso, “cuando el secretario general de la CDU, Volker Kauder, proclama que “Europa habla alemán” ante el aplauso del congreso de su partido; cuando el jefe de la federación de exportadores alemanes, Anton Börner, afirma que, “los países mediterráneos no entienden nada que no sean palabras duras y la firmeza de los mercados de capitales”, cuando el esperpéntico comisario Günther Oettinger apela a “tratar con rigor” a Francia ese “país deficitario reincidente” (es decir, equiparando el déficit con un crimen); cuando Merkel dice que la ley del ex banquero y actual ministro de economía, Emmanuel Macron, es “buena” pero que las reformas en Francia son “insuficientes”, o cuando su siniestro ministro de finanzas, Wolfgang Schäuble, se lamenta del obstáculo que el parlamento francés supone para las “reformas”.
La altanería guillermina ya denunciada por el anciano canciller Helmuth Schmidt e impensable en la Alemania anterior a la reunificación, se ha convertido en pose habitual del discurso político y mediático germano en su cruzada por imponer recetas que no están funcionando y llevaron a Japón a veinte años de deflación y estancamiento.
La Europa del Sur es el “Club Med”, la prensa alemana -y no solo el inefable Bild- se permite todo tipo de excesos, reproches falsos y populistas sobre edad de jubilación y días festivos que han sido bendecidos en algunos discursos por la propia canciller Merkel, quien se permite alabar o censurar las “reformas” francesas, apuntar sus insuficiencias, o hacer consideraciones sobre pueblos que se levantan pronto para ir a trabajar y otros gandules; “¿Qué otro jefe de gobierno se permitiría hablar en esos términos de sus vecinos?”, se pregunta el líder del Front de Gauche, que obtuvo un 12% en las presidenciales pero que desde entonces se busca a sí mismo, por la reticencia de algunos de sus sectores a romper definitivamente con el partido hollandista, que ha demostrado, por activa y por pasiva, su completa inutilidad como fuerza de cambio. Respecto al modelo alemán, simplemente es un mito, dice Mélenchon.
Con el 16% de la población por debajo del nivel de pobreza, una desigualdad galopante, un 25% de los asalariados en contrato basura (Francia, 13%) y un salario mínimo recién establecido que queda por debajo del francés ¿qué es lo que hace de Alemania un modelo?, se pregunta. Pues precisamente eso: un modelo para quienes propugnan el regreso al siglo XIX revestido de modernidad, progreso y racionalidad.
La caricatura alemana de Mélenchon no deja pie con bola. Son los principales emisores de CO2 de Europa y pasan por “ecologistas”, exportan pesticidas a mansalva, vuelven a ser los grandes vendedores de armas y van imponiendo poco a poco a su sociedad, tan adversaria de lo militar, una creciente militarización de la política exterior que destroza el mejor sentido común alemán de posguerra. Su nefasto modelo agropecuario-industrial orientado a la exportación a base de “granjas-fábrica”, así como sus grandes cadenas comerciales de alimentos estandarizados orientados a la reducción de costes (Aldi + Lidl), resultan en una epidemia de obesidad que afecta al 24% de los alemanes adultos (frente al 15% en Francia), dice.
La obsesión por este modelo estandarizado provoca en los gobernantes alemanes, “una espectacular disminución de su comprensión del mundo e incluso del sentido de la vida”, afirma Mélenchon en una de sus frases más crueles. Alemania, dice, “es un modelo para quienes no se interesan en la vida, nadie quiere ser alemán, ni siquiera los alemanes y la prueba es que no tienen hijos”: el país más anciano de Europa en el que los mayores de 65 años representan el 20,6% del total (Francia16,7%), con una de las tasas de procreación más bajas del mundo: 1,38 hijos por mujer en edad de procrear. Se comprende la obsesión por el ahorro y los excedentes comerciales: de lo que se trata es de “organizar su geriatría”, dice. Con el sistema de pensiones mayormente privatizado, los dineros se colocan en fondos, lo que explica la obsesión por cobrar las deudas de sus bancos manirrotos que invirtieron sin mirar en los negocios inmobiliarios americanos, españoles e irlandeses, contribuyendo a inflarlos junto con su corrupción intrínseca. Mélenchon no perdona.
“Nos invadieron tres veces en menos de un siglo, ocuparon nuestro país dos veces, una de ellas durante cerca de cincuenta años en Alsacia-Lorena: “ninguna reconciliación es incondicional”, cuando “el imperialismo alemán está de regreso”, dice el político antes de demoler la política exterior de esa Quinta Alemania que aparece tras la reunificación de 1990:
Primero en Yugoslavia, contribuyendo a la secesión de sus antiguos compinches de los años treinta (Eslovenia, Croacia y Bosnia), luego con su expansión económica en la débil Europa central/oriental recién salida del marasmo del “socialismo real”, burlando luego toda promesa de no expandir la OTAN, que hoy llega a las fronteras de Ucrania con las consecuencias conocidas, y liderando, finalmente, el “acuerdo comercial” secreto con Estados Unidos (TTIP) que quiere ser la guinda del pastel neoliberal en Europa; “Hay que empezar a descifrar a la Señora Merkel”, dice, antes de remontarse a los tiempos del Emperador romano Claudio:
“Ya en el siglo I de nuestra era decía que los jefes germanos no entendían de parlamentos ni de finezas, lo único que comprendían y respetaban era las relaciones de fuerza”. “Ante eso, las sutilezas francesas, las bromas del Presidente de la República le deben parecer a esa mujer como defectos de una voluntad somnolienta”, ironiza.
Mélenchon tiene muy mala entrada con los chiens de garde de la prensa, porque es poco tolerante ante su programada servidumbre siempre en sintonía con el recetario neoliberal, circunstancia que dice mucho en su favor. Pero, pese a esa mala prensa -que no llega al nivel de demonización, tergiversación y campaña denigratoria que Die Linke sufre en los medios alemanes- su libro ha sido criticado con cierta indulgencia. Le Figaro ha dicho que rezuma “un antigermanismo de café”, mientras que Le Monde se ha contentado con observar que, “cae en los mismos excesos que los germanófilos que denuncia”. Pero ambos medios han suscrito, por lo menos, parte del mensaje. Esa relativa benevolencia es muy significativa porque sugiere que el hartazgo con la actitud alemana es algo que trasciende a la izquierda y al ultraderechista Frente Nacional porque afecta al alma gaullista de parte del establishment francés.
Seguramente Mélenchon nunca habría escrito este panfleto si no hubiera sido por la “manera odiosa” con que “la nomenclatura germana está tratando al gobierno de Alexis Tsipras”. Ese es un espectáculo que revuelve el estómago, dice.
“Permitir que un Estado miembro de la Unión sea tratado de esa manera es un gran error político contra el ideal europeo”, dice Mélenchon en una entrevista con L´Humanité. “Después de haber hecho de Grecia un laboratorio político quieren hacer un escarmiento: ¡miren cómo son tratados los que se resisten! Cuando Tsipras ganó me reuní con François Hollande y le dije, “si permitimos que actúen así contra ellos, luego vendrá el turno de Francia”. Ya estamos en ello porque en el fondo estamos siendo tratados como los griegos. El comportamiento de Berlín no es soportable en ningún lado y la germanofobia está explotando por doquier en Europa. Es un sentimiento que puede transformarse en odio xenófobo, así que tenemos que explicar el por qué de su conducta: decir que Berlín se pone al servicio del ordoliberalismo. El otro motivo del libro es desmontar la idea de que hay un lugar en el que el sistema funciona, informar de la situación real de ese país. Y el tercer motivo es llamar la atención sobre la cobardía de los dirigentes franceses”, explica.
Si en España quedara algo del espíritu quijotesco, este panfleto, con todos los defectos inherentes al género, debería haber sido escrito allí hace tiempo. En lugar de eso, el país se recrea en su miserable papel de “alumno obediente”. Hay que recordar cuando fue la última vez de la historia en el que España fue obediente aliada de Alemania y en qué papel. No hay duda de que esas actitudes, de ayer y de hoy, están emparentadas. Los líderes del germanismo hispano de hoy son los hijos y nietos del de ayer.
Mélenchon dice no querer una confrontación entre los pueblos francés y alemán, sino la de ambos pueblos contra la oligarquía, pero “es necesaria una franca confrontación” con Alemania, única manera de hacerse respetar, dice. El consejo vale para todos. En lugar de las odas a Alemania de François Hollande y de su primer ministro Manuel Valls, hay que plantearse, “¿Quién decide en Europa y en nuestro país; las rentas o el trabajo? ¿el pueblo o la oligarquía? ¿El Banco Central Europeo o los ciudadanos? ¿Alemania o la unión libre de pueblos libres?”. En cualquier caso, con este explosivo arenque, diciendo todo eso que muchos piensan y no se atreven a decir, el político francés se ha quedado bien descansado. La vieja tendencia alemana de utilizar a Europa para su propia proyección de poder siempre se ha encontrado enfrente con Francia, el único país europeo capaz de ejercer una inspiración alternativa al modelo alemán. El panfleto de Mélenchon anuncia que todo eso acabará explotándole tarde o temprano al gobierno alemán.
Rafael Poch
La Vanguardia
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