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domingo, mayo 24, 2015
Para una semblanza de Alfredo L. Palacios, a medio siglo de su muerte
La figura de Alfredo L. Palacios simboliza aún hoy el socialismo argentino. Su fuerte y excéntrica personalidad, una estética con ribetes pintorescos (en la que cuentan tanto su manera de vestir o sus amplios bigotes como su publicitado donjuanismo), han podido servir para modelar cierta imagen de un personaje, pero su trascendencia política fue real, en particular en el plano electoral. Era, sin dudas, desde su ingreso a las filas del Partido Socialista, en 1901, hasta su muerte, en 1965, el dirigente más popular de la izquierda argentina, en parte también gracias a sus grandes dotes oratorias, y siempre muy respetado internamente por su conducta personal, honesta y coherente. No por casualidad disfrutaba del título de “Primer diputado socialista de América”, al obtener una banca en la Cámara en marzo de 1904, por la circunscripción porteña de La Boca, donde tenía por entonces su estudio jurídico en el que se defendía gratuitamente a la clase trabajadora como, según cuenta la leyenda, rezaba un cartel a la entrada. La reforma del sistema electoral producida por la Ley Sáenz Peña, le permitirá regresar al Parlamento en 1912, donde una vez más se mostrará muy activo en los temas que tocaban a los intereses de la clase obrera.
Sus distancias con Juan B. Justo y Nicolás Repetto, los principales dirigentes del PS, fueron siempre reales y fuente de importantes tensiones, marcadas por las constantes críticas hacia su individualismo, acabando con su expulsión en 1915 por violar la norma estatutaria que prohibía el duelo. Tras el fracasado intento de organizar una fueza política en torno a su persona, Palacios se retirará casi una década de la política partidaria, aunque su figura no desaparece de la vida pública y del devenir de la izquierda argentina, en parte porque será un miembro activo de las empresas político-culturales que se desarrollan en la década de 1920 en la senda de la Reforma universitaria.
Al reingresar al PS tras la invitación de su Comité ejecutivo, en 1930, Palacios es electo Senador por la Capital Federal apenas un año después. Serán célebres por entonces sus polémicas con uno de los más encumbrados representantes del fascismo criollo, Matías Sánchez Sorondo. Pero tampoco descuida su obra en materia social, obteniendo la aprobación, entre otras, de la Ley de maternidad, presentando también proyectos en favor del voto femenino. La década peronista lo dejará sin cargo electivo, pero será el candidato a Presidente de la República del Socialismo en noviembre de 1951 (aunque había renunciado poco antes para denunciar el estado de sitio, el Partido mantendrá su candidatura). Tras ser electo a la Convención constituyente que se convoca tras el derrocamiento del general Perón, Palacios volverá a encabezar el binomio presidencial socialista en 1958. Aunque el resultado será decepcionante para las expectativas creadas, su popularidad se conserva intacta aún cuando el Partido Socialista se dividida, poco después. En efecto, en una memorable elección de 1961, es electo nuevamente Senador por la Capital Federal, con una campaña que se construye en torno al apoyo a la Revolución cubana, país que había visitado un año antes (uno de los eslóganes más populares por entonces era “en Cuba los barbudos/aquí los bigotudos”). Tras la nueva interrupción de la legalidad que vive la Argentina en 1962, Palacios vuelve a ser elegido diputado una vez más, encabezando las listas del PS Argentino un año después. Había sido por tercera vez candidato presidencial por una cada vez más menguada fuerza socialista en ese mismo año de 1963.
Si agregamos a su condición de parlamentario su actividad académica, que desarrolla de manera permanente desde inicios de la década de 1910 –y que le permitirá unos años más tarde cumplir funciones decanales en la progresista Universidad de La Plata, a la que llegará incluso a presidir entre 1941 y 1943, o incluso en la Universidad de Buenos Aires–, tendremos ceñidas ya las coordenadas de su ideario socialista. Palacios, como vimos, se destacará sobre todo como el iniciador de un conjunto de leyes de protección social, que serán votadas por las Cámaras aun en los tiempos de su solitaria banca, obteniendo así, entre otras normas, la aprobación de la ley de descanso dominical, la ley de reglamentación y protección del trabajo de mujeres y niños. Una visión de lo social, como se ve, más pensada en términos de “debilidad” que de lucha de clases. En verdad, autor prolífico –aunque buena parte de sus libros están hechos de sus intervenciones parlamentarias–, Palacios alimentará una reflexión teórica en el marco de lo que podemos llamar “socialismo jurídico” como teoría política del reformismo.
Esta relación entre socialismo (evolucionista) y derecho nos permite apreciar también la distancia con las perspectivas marxistas que a su manera –no menos evolucionista– ilustraba el Juan B. Justo de Teoría y práctica de la historia. Para Palacios, el socialismo se podía concretar jurídicamente, valiéndose del propio derecho “para transformar el derecho en vigor, sin conmociones intensas, que perturben fundamentalmente la vida de los pueblos”, según afirmaba en la década del ‘30. Por cierto, alcanzar una democracia económica implicaba crear nuevas instituciones, pero esta tarea compleja incluía utilizar “las existentes para nuevos fines, ampliando algunas de ellas y suprimiendo otras, tratando de organizar una democracia económica” como sostenía en el libro que da título a su programa, El nuevo derecho. Esta visión se apoyaba fuertemente en el marco del “evolucionismo revolucionario” defendido por Jean Jaurès –tal vez su principal referencia política en el seno de la Segunda Internacional–, que buscaba alcanzar, en la lectura del socialista argentino, un cambio de estructura, evitando las conmociones revolucionarias. Sin embargo, Palacios era consciente que “El nuevo derecho, para vencer, necesita la fuerza. Y es la fuerza incontrastable de la clase trabajadora la que apresura el ritmo del mundo y transforma las instituciones”. Pero, alejado de manera general del marxismo –no dudaba incluso en destacar las fuentes cristianas del socialismo y él mismo había sido un miembro activo de la teosofía argentina–, sostenía en los años 1950 que “no siempre hay compenetración entre el derecho y la economía; así las libertades individuales y el sufragio son instituciones que carecen de contenido económico, pues la libertad es ingénita al hombre”, una afirmación que conviene poner en el contexto del primer peronismo y el cercenamiento de ciertas libertades públicas. También en ese marco deben ser entendidas los elogios desmedidos que hará por entonces a la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (“fue, con su autoridad y sabiduría uno de los factores más importantes para el desenvolvimiento de la legislación del trabajo”) o a la Constitución de 1853 (“Toda ella es la expresión de la justicia social”). En todo caso, según Palacios, “los obreros libres que luchan por un régimen más justo, no encontrarán jamás obstáculo alguno para el desarrollo de sus actividades en esa magnífica constitución argentina”. No por nada Palacios no tendrá empacho en aceptar la Embajada argentina en Uruguay tras el golpe militar de la llamada “Revolución libertadora”.
Según José Luis Romero, Palacios había realizado una defensa de la ideología liberal en el seno del socialismo argentino, compatible con sus ideales. De hecho, no sólo se había ilustrado como legislador en la defensa de las libertades públicas (batallando por ejemplo en pos de la derogación de la Ley de residencia y contra la pena de muerte o apoyando desde su banca las manifestaciones de los obreros en el espacio público), sino también como abogado en la defensa de presos políticos, una actividad que no abandonará hasta el final de sus días. Pero su posición no era óbice para sostener en el seno de las filas partidarias una posición nacionalista, que lo llevará a reactivar las demandas de soberanía argentina en las Islas Malvinas, y que encontrará también una decisiva traducción en el plano de la política económica (promoviendo la nacionalización del petróleo, de los ferrocarriles o de la tierra antes que el programa del Partido evolucione en esa dirección), que conservará hasta el final de sus días. En ese sentido, su apoyo de la Revolución cubana se inscribe en su prédica latinoamericanista y en sus posiciones abiertamente antiimperialistas que lo había llevado a ser ya una referencia en los movimientos políticos que había surgido en América latina al calor de la Reforma universitaria del ‘18. Aunque termina siendo repudiado por algunos de los jóvenes líderes de la llamada “Nueva izquierda” –a partir de la célebre admonición de David Viñas “Cuidado con los caballeros, Dr. Palacios”–, sus masivas exequias al producirse su muerte, en abril de 1965, serán una prueba más de su popularidad entre las clases populares porteñas y el estudiantado.
Con sus luces y sombras, Palacios encarna una página central del complejo devenir del socialismo en la historia.
Carlos Miguel Herrera, historiador, autor de números estudios sobre el socialismo argentino, entre otros El Partido Socialista en Argentina. Sociedad, política e ideas a través de un siglo (Prometeo Libros, 2005) y Breve historia del socialismo argentino (La Vanguardia, 2007).
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