No es el fin de las negociaciones. Es el principio del fin. Como el amarre. Las partes le llamaron “Acuerdo sobre Justicia Transicional”. Se trata de una cima del proceso de negociaciones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que se desarrollan en Cuba como testigo ético, justo y mediador. Voluntad política de las partes, es lo que parece a simple vista.
El mismo Santos dijo este 23 de septiembre: “Hemos logrado una acuerdo sobre las bases de la justicia”; es decir, “buscar el máximo de justicia posible para las víctimas y la máxima satisfacción de sus derechos… (así como) garantizar que los crímenes más graves cometidos en ocasión del conflicto no quedarán en la impunidad”. Es el llamado proceso de paz en Colombia, entre el gobierno en representación del Estado y la guerrilla de las FARC.
El objetivo marcado para esta última fase, que iniciara formalmente el 18 de octubre de 2012 (en Oslo primero y un mes después en Cuba), ha sido “la búsqueda de la paz con justicia social por medio del diálogo”, según el dirigente y negociador Iván Márquez. Para “que no se repitan los errores del pasado”, diría el presidente Santos. El reciente, un logro tras otros intentos fallidos, como el de 2002 en el Caguán, país de origen.
Difíciles, duras, complejas como los cinco puntos de la agenda. Proceso complicado, como los temas sobre los cuales un conflicto de más de 50 años viene arrastrando sus pendientes. Temas como la política de desarrollo rural, el abandono de las armas, la incorporación de los miembros de la guerrilla en la política, más un posible replanteamiento de la lucha contra las drogas que desde 2007 vía el Plan Colombia viene comandando Estados Unidos de América, con la finalidad de “erradicar el problema” empleando la violencia que —por cierto— no arroja resultados.
El diálogo se ordenó mediante un “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, en tres facetas: a) de acercamientos y exploratoria; b) concreción de acuerdos sobre los temas base; c) reparación a las víctimas, desde ambos lados, guerrilla y gobierno. De ahí partieron. Cada uno con sus planteamientos, preocupaciones y exigencias. Un diálogo con disparidades, ataques armados, ceses del fuego y bajas de ambos frentes durante el proceso. Negociando, pero en pie de guerra. Con acusaciones y reclamos, pero con la voluntad de continuar.
Por una paz no solo posible sino necesaria. El “acuerdo sobre justicia transicional” es cumbre; sin embargo faltan los puntos difíciles de proceso. Pero con la voluntad de las partes de “llegar a un acuerdo final en un máximo de seis meses”. Paz con justicia, es deseable para los colombianos, del campo principalmente porque ha sido el terreno de las disputas. ¿Cuántas familias han padecido el conflicto por generaciones?
No obstante un grupo (mejor dicho dos, porque también está el Frente de Liberación Nacional, ELN, la otra guerrilla; que por cierto ha estado al tanto de las negociaciones, en parte informados por las FARC) que ha sostenido siempre sus principios de lucha, por ser de la vieja guardia revolucionaria. Justificables o no, lo mismo que el método. Un tema para otra ocasión.
Entre las complicaciones está la amnistía. Por ejemplo, el acuerdo dicta que “no serán objeto de amnistía los delitos de lesa humanidad, el genocidio, los graves crímenes de guerra, la toma de rehenes, la privación grave de la libertad, la tortura, el desplazamiento forzado, las ejecuciones extrajudiciales, la violencia sexual”, etcétera.
Pero se creará la “Comisión para el esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición”. Y la “Jurisdicción Especial para la Paz”, con salas de justicia y tribunales para la tan anhelada pacificación, poner fin a la impunidad y “obtener verdad, contribuir a la reparación de las víctimas y juzgar e imponer sanciones a los responsables de los graves delitos cometidos durante el conflicto”. Ahí están, con Raúl Castro entre los dos: el presidente Juan Manuel Saltos y el líder de las FARC, Rodrigo Londoño Echeverri, Timochenko, saludando para las placas de la historia. Avance en los acuerdos, resta la justicia. Mas, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Elemental. Pero lo que sigue es importante, tanto para las partes como para lo que se busca: la justicia social. Se dirá si no.
1°- Como se ve hasta aquí, lo “transicional” —del llamado “Acuerdo sobre Justicia Transicional”— es el acuerdo más no la justicia. Para comenzar, porque la justicia, en el amplio sentido del término, no llega por decreto. Es decir, las partes deberán establecer los mecanismos para el cumplimiento de lo que firmen, pues sin las garantías digamos institucionales, podrá no haber continuidad y hasta incumplimiento.
Dicho sea con conocimiento de causa. Las cosas podrán quedarse en el papel, gobierne quien gobierne, como le ocurrió en su momento al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, México, tras la firma de los llamados Acuerdos de San Andrés Larrainzar sobre los derechos de la cultura indígena que fueron suscritos en 1996 entre representantes del movimiento indígena y el gobierno, pero nunca llegaron hasta la Constitución. Luego serían desconocidos por el entonces presidente Ernesto Zedillo Ponce de León (1995-2000).
El cumplimiento de los acuerdos podrá diluirse con el tiempo. O bien quedarán a la espera de quienes gobiernen —no digamos el poder; que este es el auténtico peligro—, o de la disponibilidad de aquellos que asuman las directrices del Estado. Con sus bemoles. Pues a estas alturas del partido no hay Estado, sobre todo que comulgue con las políticas neoliberales dirigidas desde Washington, que tenga los recursos suficientes para corregir el rumbo, por el propio desgaste que ha padecido conduciendo a los pueblos al desastre económico, político y marcadamente social.
2°- Si lo anterior no queda claramente establecido el Estado le fallará primordialmente a la población, con Santos o cuando él no esté. Léase que hasta ahora las FARC han representado tanto para los sucesivos gobiernos colombianos como para los Estados Unidos de América, una suerte de estaca enclavada en el corazón de la zona donde se cultiva la coca.
Es el territorio controlado por la guerrilla hasta ahora que, se presume, quedará libre. ¿O cuál será el estatus? ¿Al deponer armas las FARC qué pasará? ¿A merced de quién quedarán los territorios? ¿El área será liberalizada, es decir privatizada? ¿O se repartirá a las comunidades a quienes se les ha arrebatado la tierra, su vida y su tranquilidad? ¿Qué con la siembra de la coca? De la respuesta a estas y otras preguntas dependerá el futuro del saldo de los diálogos de paz. Así como de la anhelada justicia.
Pero un territorio libre de grupos armados pueden complicarse todavía más las cosas para el país, por lo siguiente: o el negocio de las drogas crece con la inclusión soterrada de particulares colombianos; u organismos como la DEA llegarán pronto con la promesa de acabar con el negocio de la coca. O, insisto, ¿qué pasará con el negocio de la droga? Su existencia misma es buen pretexto para la geopolítica regional de Washington.
Valga la siguiente advertencia: bajo la promesa del gobierno de Juan Manuel Santos de cumplir al máximo posible con la “justicia para las víctimas”, puede encubrirse la otra parte del acuerdo: el juzgar a quienes están dando la cara para “garantizar la no impunidad” por los crímenes cometidos, pero al mismo tiempo dejar libre el camino deteniendo, juzgando y anulando así a los principales dirigentes de la guerrilla. Precisamente para incumplir lo prometido. Para eso valen los candados ya señalados.
Claro está que los delitos de lesa humanidad deberán castigarse, pero siempre en igualdad de circunstancias; ni a unos más que a otros. Así que, o el proceso es transparente y ganan todos —principalmente el pueblo—, o todos pierden. El futuro está al alcance de la vista.
Salvador González Briceño
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