Con sus velas desplegadas, con sus cañones, con esa bandera negra que ostentaba dos tibias cruzadas bajo un cráneo, como si quisiera expresar (y expresaba) una exaltación de la muerte y un desdén por la vida, por la de los otros y por la de ellos, tan dispuestos a jugársela por su hambre de riquezas, los piratas son una de las encarnaciones más fascinantes de la mano invisible de Adam Smith. Los españoles se llevaban el oro de las Indias Occidentales y tenían el derecho de hacerlo pues para eso las habían invadido, conquistado y masacrado. Aún los españoles –no todos, desde luego– llaman a ese acontecimiento de la historia leyenda negra. Una leyenda que habría sido inventada por Inglaterra, el gran rival odiado y temido contra el que Felipe II se aprestaba a arrojar una Armada que –algunos españoles seriamente y todos los ingleses con sorna aleve– cargó sobre sí el nombre de Invencible. No importa mucho aquí el infausto destino de esta Armada, a la que derrotaron más los vientos huracanados que los navíos ingleses al mando de Francis Drake, el pirata más glorificado por Inglaterra. Para nosotros, suramericanos, fue una lucha entre los matarifes de los pueblos originarios, los comandantes y los desalmados protagonistas de la leyenda negra y la piratería de la pérfida Albión, término que popularizó Napoleón Bonaparte, probablemente al retirarse del campo de batalla en Waterloo humillado por el duque de Wellington, que ya era una de las más ilustres figuras británicas pero acaso porque había nacido en Dublín y por sus venas corría la sangre fragorosa de los irlandeses.
El mercado mundial, aun cuando no haya ningún mecanismo histórico que lleve a la Historia por sus caminos más eficaces, reclamaba, para asegurar el desarrollo veloz y vigoroso del capitalismo, que el oro de las Indias no quedara en manos de los españoles, sino de los ingleses. Por decirlo todo (o casi todo): las condiciones para la revolución industrial no estaban dadas en España. Y no porque pensemos que eran perezosos, holgazanes irredimibles. Eso pensaban los británicos. Y eso –según quién escriba la historia– se sigue diciendo. Los españoles se irritan con estas cuestiones. No es casual que hayan celebrado el “descubrimiento” con tanta pompa y circunstancia, como si hubieran sido ingleses. No pensaron que ofendían a los descendientes de los pueblos originarios con tanta algazara. Era el año 1992. Estaban en un momento brillante de su economía y orgullosamente formaban parte del Primer Mundo. Festejaron los 500 años del “Descubrimiento” como desbocados nuevos ricos. Aquí estábamos en los amargos tiempos de nuestro indigente, devaluado Felipe II. Tan indignos éramos que muchos amigos (sobre todo actores sin trabajo) me pedían guiones de cine sobre Cristóbal Colón para venderlos en España. Se hizo una película (la que más sonó, al menos) con Gérard Depardieu como Colón, con Sigourney Weaver como Isabel la Católica (que, católica o no, le habían enjaretado un lujoso vestido con un escote que permitía verle media teta a tan piadosa reina o, al menos, a Sigourney, que era lo mismo, pues hacía de ella) y con ¡Marlon Brando! como Torquemada. (¿También fue una leyenda negra la Inquisición?)
Los historiadores –sobre todo los de origen inglés o norteamericano– estudiaron la leyenda negra y no encontraron una leyenda sino una historia demoníaca apoyada por la Cruz, ejecutada por la Espada y narrada por un fraile sensible y honesto, Bartolomé de las Casas. Lo único que se le reprocha es que “exageró” y fue “impreciso”. Pero no se lo refuta. También nuestro faenador Jorge R. Videla dijo que hubo “excesos en la represión”. Son frases y son mezquinas, infames, ya que con la “imprecisión” del fraile De las Casas se pretende disminuir en veinte millones las matanzas de la conquista, y Videla, con sus excesos, hablaba de diez mil vidas, diez mil torturados, diez mil cuerpos al Río de la Plata, vivos, o diez mil empalados en los campos de concentración.
Los historiadores españoles se quejan de la visión que los ingleses, por medio de la leyenda negra, han forjado de ellos. Que sería la siguiente: 1 Los españoles son excepcionalmente crueles; como demostrarían Las Casas y la Guerra de Cuba. 2 Los españoles son excepcionalmente traicioneros; y señalan a Felipe II y el hundimiento del Maine como demostración. 3 Los españoles son excepcionalmente intolerantes; como dejaría claro su fuerte catolicismo y la Inquisición. 4 La Divina providencia habría castigado a los españoles con su decadencia, su pérdida de poder y de su rico imperio. 5 Los hispanos de América, a pesar de ser sospechosamente católicos y españoles, debían ser ayudados (a la fuerza si fuera necesario) para alcanzar la civilización que representaba, sobre todo, Inglaterra, pequeño país que encarnaba la pesada carga del hombre blanco, que Kipling cantaría. 6 Los indios de América serían “buenos salvajes” que habían sido maltratados y asesinados por los españoles. Los historiadores españoles no aceptan nada de esto. Y responden airados: ¿acaso los norteamericanos no terminaron con todos los indios de su país? ¿Con qué derecho hablan?
Aclaremos esto: Las matanzas de los fogosos y guerreros pueblos originarios de Estados Unidos fueron terribles. Pero sobre esa masacre –por medio de una colonización destinada a crear un mercado interno consumidor de las industrias del Norte– se fundó un país que, en poco tiempo, competiría con las grandes naciones imperialistas europeas. España no creó nada en Suramérica. Sólo se llevó el oro para el goce de sus clases altas y sus reyes. Estados Unidos nunca fue una monarquía y la derrota del Sur lo salvó de la peste del monocultivo. Del modo que fuere, todo este fresco histórico expresa la trama interna de la condición humana. La codicia y el crimen están en los orígenes del capitalismo y aún hoy (con un poder destructivo apocalíptico) lo expresan. La codicia –que sus propios teóricos admiten como su núcleo más dinámico– se expresa como voluntad de poder. Heidegger, interpretando a Nietzsche para dar peso filosófico a la teoría hitleriana del “espacio vital”, explicita que los dos elementos de la voluntad de poder son los de conservación y crecimiento. Si se quiere conservar lo que se tiene hay que crecer. Hay que expandirse, hay que reclamar espacios que no son de uno, pero son vitales. El capitalismo es un sistema esencialmente expansivo, esencialmente imperialista. Y hoy acaso lo es tanto como siempre lo fue o más.
Pero si aceptamos (con el Marx del Capítulo XXIV del primer tomo de El Capital) que la clase propietaria no siempre tuvo capitales, sino que tuvo que acumularlos, y que a los inicios de esa acumulación se le llama acumulación originaria, advertiremos que el capital fue acumulado por los piratas que desviaron el oro de los galeones hacia la que terminaría por ser la revolución industrial británica. En suma, hubo revolución industrial porque hubo piratas. Sir Francis Drake no sólo le llevó a Isabel I el oro de los galeones sino que también, se dice, se metió en su cama. Sir Henry Morgan fue nombrado gobernador de Jamaica. Y John Locke le escribió el correspondiente Código de Gobierno, en un gesto que constituye el acto más abierto, más descarado de colaboración entre piratería y filosofía
Esta unión de Locke y Morgan (aunque incomodará a algunos) no debe interpretarse como ese viejo vicio de los escritores anticapitalistas por demoler honras ajenas o, por decirlo más claramente, honras burguesas. Marx admiraba hondamente a la burguesía y todo el que haya leído el Manifiesto Comunista (1848) sabrá que el Gran Cabezón admiraba el espíritu fáustico del capitalismo que no se detenía ante nada y todo lo destruía. Parte de ese espíritu fáustico fueron los piratas, los bucaneros, los corsarios. Le quitaron el dinero al goce y se lo dieron a la producción. Al lado de un galeón, un bergantín pirata era el progreso histórico. Un galeón era –por decirlo así– reaccionario: sólo llevaba oro para los ociosos de las cortes españolas. Los bergantines piratas derivaban ese oro a la Bolsa de Londres. A la Revolución Industrial. Generaban trabajo. Creaban proletarios. Sindicatos. Ideologías. Huelgas. La Comuna de París. Que, luego, la historia se haya fosilizado y los piratas de hoy sean unos miserables que acabarán por destruir el planeta, no desde los bergantines, sino desde las finanzas, es otra cuestión. historia. La nuestra –la que aquí quisimos contar– es diferente. Es la del espíritu de aventura contra la rapiña soñolienta. Es la de un sistema económico que está surgiendo y desborda imaginación, rapiña, pragmatismo, indecencia y criminalidad. El capital, decía Marx, viene al mundo chorreando sangre y lodo. Por supuesto: si lo trajeron los piratas.
No es casual que Hollywood (esa cumbre del capitalismo) los haya amado. Pero no sólo por sus contribuciones al desarrollo del capital comercial e industrial, sino porque hicieron lo que hicieron entre el coraje, la osadia, la metralla, el riesgo y el desdén por la muerte. No siempre un sistema económico se combina con la aventura, el azar, el viento, las borrascas y las islas desiertas con tesoros recónditos. ¡Tantas cosas nos dieron los piratas! Nos dieron a Salgari y a Stevenson. Y la isla de Tortuga, los tesoros enterrados, los mapas trazados con sangre sobre una camisa desgarrada y en ella una cruz que indicaba dónde estaba el cofre con piedras preciosas, doblones y joyas que se habían quitado a algún bergantín español. Y nos dieron palabras, muchas y nuevas y sorprendentes palabras: barlovento, palo mayor, proa, popa, trinquete, latitud norte, latitud sur. Y esa tabla tendida sobre las aguas infestadas de tiburones y el infeliz, con la espada en la espalda, empujado hacia su muerte inapelable. Y las islas, y las penínsulas: las Molucas, Sumatra, Java (Rumbo a Java con Fred Mac Murray), Macao (con Robert Mitchum y Jane Russell), Borneo, Ceylán, Bengala, el Cabo. Y todas esas mercaderías exóticas, esos nombres que uno leía o escuchaba en las películas: nuez moscada, madera de sándalo de Timor y las Célebes, la pimienta y el jengibre, el alcanfor, el ébano, el estaño, oro en polvo, diamantes de Borneo y de Sumatra, el índigo, el azúcar, el ron, el tabaco de Java, la canela de Ceylán, el opio, la seda, el algodón de Bengala. Cuánto.
“Lo que no nos contaban esas novelas (escribe Enrique Silberstein en su pequeño-gran libro sobre los orígenes del capitalismo) era que los corsarios y los filibusteros que peleaban en el mar de la China, que desembarcaban en Java, que se emborrachaban en Borneo, que amaban en Ceilán, eran empleados de las Compañías Holandesas o de las Compañías Inglesas. Que cada disparo de cañón que hacían había sido pagado por una sociedad anónima, que cada miembro que perdían era convenientemente indemnizado, que cada herida que recibían tenía el pago correspondiente”. Es posible. De niños no lo sabíamos. Crecer es –entre otras cosas– el trabajoso arte del desengaño. Pero seguir vivos es no olvidar ni renegar de nuestros asombros tempranos. Si les parece.
José Pablo Feinmann
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