Al calor de las terribles imágenes de los refugiados políticos sirios que escapan a Europa, otra noticia cubrió los titulares de numerosos diarios internacionales: el presidente guatemalteco Otto Pérez Molina presentó su renuncia en una carta enviada al Congreso de su país. Pocas horas más tarde, el exmandatario, pasó la noche en una cárcel militar a pedido de un juez que le dictó la prisión provisional, para evitar que se escape y/o proteger su integridad física frente a las manifestaciones de descontento popular contra su persona.
El abrupto final se produjo tras una serie de movilizaciones y acusaciones que se venían realizando contra Pérez Molina y su ex vicepresidenta Roxana Baldetti, quien había dimitido en el pasado mes de mayo, acusados (junto con otros cuarenta funcionarios) de conformar una red de contrabando a escala nacional.
Sin embargo, vale la pena recordar que el ex presidente no sólo se lo sospecha y se lo acusa de corrupción sino que el mismo se lo ha indagado sobre su pasado reciente como antiguo general partícipe y responsable en masacres de pueblos indígenas en el marco de la estrategia de contrainsurgencia de las dictaduras militares que desangraron al continente.
Profundicemos sobre esto último. Hace dos años, con la complicidad de Pérez Molina y de sectores del Poder Legislativo, el Tribunal Constitucional de Guatemala decidió anular la sentencia del juicio emitida por una corte penal que había condenado al dictador José Efraín Ríos Montt a ochenta años de prisión, por genocidio y delitos de lesa humanidad, en el escenario de las masacres perpetradas por el ejército en contra del grupo étnico Ixil entre 1982 y 1983.
En ese entonces, el año 2013, distintos sectores de la sociedad guatemalteca querían comenzar a juzgar a los responsables de tantos años de opresión y masacres contra obreros, indígenas y campesinos. En cierta forma se quería empezar a dirimir un pasado cruzado por un fuerte sesgo violento contra los sectores mayoritarios de la población.
El Estado guatemalteco ha ejercido en el trascurso de más de ciento cincuenta años diversas condiciones de violencia a la gran mayoría de la población indígena a través de la explotación, el racismo, las migraciones forzadas, la pobreza, la malnutrición, etc. De este modo, la historia del país estuvo marcada por una concentración de la propiedad territorial en torno a la producción de bienes primarios para la exportación (esencialmente añil, café, banano) con un empleo abusivo de mano de obra indígena por medio de un reclutamiento forzoso dentro de las comunidades de los pueblos Quichés. En términos políticos, esta situación de explotación sobre la población, se reforzó a través de sucesivos gobiernos dictatoriales, en particular, con Manuel Estrada Cabrera y Jorge Ubico.
El golpe de Estado de Carlos Castillo Armas contra Jacobo Arbenz, en 1954, impulsado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), las empresas multinacionales bananeras como la United Fruit junto con la Iglesia Católica profundizó este desolador panorama. A partir de entonces, se desarrolló un vendaval tiránico y coercitivo contra el conjunto de la población, retrotrayendo algunas de las conquistas civiles, sociales y económicas; en particular, la Reforma Agraria dispuesta por el gobierno de Arbenz.
De este modo, el aparato estatal se puso al servicio de la agroexportación primaria controlada por unas pocas familias sobre la base del racismo y la pobreza. La conducta discriminatoria del poder económico y político frente a la mayoría de la población indígena se expresó en el analfabetismo y la consolidación de comunidades locales aisladas y excluidas del resto del país. Como parte de ello, y con la excusa de combatir algunos movimientos armados que se erigieron contra los sucesivos regímenes de facto, se desató una feroz represión que duró varias décadas.
En primera instancia, la misma se inició a través del asesinato y la desaparición de opositores, para luego, implementarse por medio de una sistemática masacre sobre las propias aldeas indígenas. Bajo el asesoramiento de los Estados Unidos, en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional, las tácticas contrainsurgentes consistieron no sólo en golpear militarmente a los grupos armados sino, sobre todo, en ahogarlos (“quitar el agua al pez”), aplicando técnicas de control y masacres sobre las poblaciones civiles, buscando destruir las bases comunitarias donde se nutrían los combatientes. El objetivo fue quebrar la cohesión en el seno de la comunidades, descomponiendo sus redes primarias, desintegrando a la población local, deteniendo el impulso de sus luchas reivindicativas. En ese proceder se produjo una sistemática campaña de terror mediante un aniquilamiento masivo sobre la población, con destrucción y quemas de cosechas, con apropiación de animales domésticos con el fin de asfixiar de hambre a las aldeas que eran consideradas sustento de la guerrilla. Esto fue acompañado con violaciones masivas por parte de las Fuerzas Armadas, con el agravante cruel de que los actos criminales fueron ejecutados delante de sus maridos, sus hijos pequeños y, en algunas circunstancias, a la vista de toda la comunidad.
El genocidio interno se extendió por cuarenta y dos años, ocasionando doscientos mil muertos y alrededor de cuarenta y cinco mil desaparecidos, con un millón de desplazados internos, con más de seiscientos pueblos masacrados. El encargado de esa tarea fue el ejército con el apoyo de sectores civiles que conformaron patrullas de autodefensa civil integradas por hacendados y campesinos pobres de diferentes etnias. Sin embargo, detrás de las Fuerzas Armadas se encontraban los grupos de poder, aquellos en cuyo afán empleaba el Estado para sus propios beneficios. Los diversos regímenes prohibieron todo tipo de organización sindical y política que cuestionase el modelo primario exportador con su carácter racista y excluyente. Asimismo, con las masacres colectivas de aldeas enteras, se empeñaron en destruir la memoria individual y colectiva de las comunidades indígenas. La estrategia impulsada contra la población era fiel copia de lo dispuesto por Washington a través de los cursos impulsados por la escuela de las Américas y la Academia de West Point. En forma simultánea, Jorge R. Videla en Argentina, Hugo Banzer en Bolivia, Augusto Pinochet en Chile, entre otros dictadores, siguieron el mismo derrotero en sus respectivos países. En todos los casos, no fue un problema de “errores”, “excesos” o de “locuras de los subordinados” sino que, claramente, fue una política expresa por parte de las clases dominantes de empleo del terrorismo de Estado.
En esa coyuntura, durante la presidencia de Ríos Montt, entre 1982 y 1983, se ordenó la matanza de 1.771 indígenas de la etnia Ixil, en distintos operativos represivos efectuados por el ejército en el departamento norteño de Quiché.
La decisión política de anular la sentencia a quien fue uno de los símbolos de ese nefasto período, el general Ríos Montt (durante su gobierno tuvo lugar la mayor cantidad de masacres) reveló varias cuestiones. En primer lugar, el juzgamiento a este dictador afectó en lo inmediato al ex presidente, Pérez Molina, quien fue un alto oficial del ejército durante ese período y un supuesto partícipe durante las masacres en la zona del Quiché. Al respecto, existen numerosos testimonios orales, gráficos e incluso un reportaje televisivo, realizado en 1982, por el periodista estadounidense Allan Nairn, quien entrevistó al entonces mayor del ejército, Pérez Molina. El encuentro se desarrolló en las montañas de Nebaj, Quiché, donde el reportero conversó al lado de cuatro cadáveres de presuntos guerrilleros que previamente habían sido interrogados por el entonces oficial y, hoy, expresidente.
Un segundo aspecto es que las causas históricas y estructurales que posibilitaron el genocidio no han desaparecido. Si bien han pasado varias décadas de su génesis, el Estado concentrado en pocas manos continúa estando vigente. No ha sido modificado en lo sustancial, porque no han cambiado las relaciones de poder en el seno de la sociedad, sigue siendo guiado por una concepción excluyente y discriminatoria. La mala calidad o nula existencia de servicios básicos (salud, educación, política habitacional, seguridad) junto con el desigual acceso salarial, condiciones de empleo y oportunidades laborales que tienen, hoy en día, los pueblos indígenas son una clara muestra de lo anterior. De acuerdo con los datos suministrados por UNICEF, Guatemala tiene dieciocho muertos diarios por inanición, convirtiéndolo en el segundo país en desnutrición en América Latina y el sexto, a nivel mundial. Como producto de ello, la sociedad posee un alto índice de violencia expresado en la proliferación de las maras (pandillas juveniles), innumerables casos de feminicidios, linchamientos a indígenas, entre otras atrocidades; esto se traduce en cifras: en el país, actualmente, se producen trece fallecimientos violentos por cada día.
De esta forma, no fue casual que la principal central corporativa guatemalteca, enrolada en el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF), haya presionado al Tribunal Constitucional para la anulación de la condena. En un país donde históricamente el ejército ha estado al servicio de los sectores del gran capital, esto no fue extraño que suceda. Más aún, un gran patronal que necesita de sus Fuerzas Armadas para seguir con su alto grado de explotación. Por otro lado, estos dirigentes empresariales no estuvieron solos en su demanda; l os magistrados judiciales también se encontraron presionados por la Asociación de Veteranos militares de Guatemala (AveMilGua), la que llegó a amenazar con movilizar hasta cincuenta mil paramilitares pertenecientes a las tristemente célebre Patrullas de Autodefensa Civil (PAC).
En definitiva, por fuera de estas presiones, la única forma de lograr de empezar a cambiar esta situación de injusticia y soberbia es que junto con el juzgamiento por corrupción también se realice un juicio por genocidio con la intervención de todos los sectores afectados por las masacres cometidas entre 1954 y 1996; en particular, con la activa participación de los pueblos Quiché.
Alejandro Schneider
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