viernes, enero 26, 2018

Joan Miró, un revolucionario de las formas de expresar la vida



Obras del gran artista catalán se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Theodor Adorno, uno de los exponentes de la Escuela de Frankfurt –que intentó combinar ideas de Hegel, Marx y Freud, y cuya renovada fama a fines de los ‘60 algunos vinculan con la derrota del Mayo Francés–, dijo alguna vez que no podía escribirse poesía después de Auschwitz. Podría extenderse la idea: el arte en general ya no es posible después del horror. El pintor catalán Joan Miró es uno de los que contradicen a Adorno, y así puede comprobarse en “Miró: la experiencia de mirar”, que se exhibe hasta el 25 de febrero en el Museo Nacional de Bellas Artes, con entrada gratuita. La curaduría corresponde a Carmen Fernández Aparicio y Belén Galán Martín, bajo la dirección de Manuel Borja-Villel y Rosario Peiró.
Miró (1893-1983) adhirió desde muy joven a esa vanguardia artística que tuvo su epicentro en el París de los años ’20, y que fue interrumpida por la manifestación más brutal de la historia humana, la barbarie nazi –que disparó contra aquella con la censura, la prohibición y hasta el exterminio de los artistas, tildándola de “arte degenerado, productos enfermos de locura”.
Luego de la II Guerra, el arte sufrió −¡cómo no sufrirlas!− las consecuencias del impacto, y varias fueron las corrientes que produjeron el horror y la resolución que, a su modo, encontró ese horror, producto mayor de la putrefacción capitalista. La transformación del arte de Miró fue una consecuencia de aquello, quien tuvo como uno de sus grandes méritos la revisión de su propio pasado, de su propia producción anterior, la negativa terminante a que lo transformaran en una especie de ícono acabado y consagrado por su producción pasada. Miró se renovó a sí mismo hasta sus últimos momentos, fue uno de los grandes buscadores de la vanguardia artística de la segunda mitad del siglo XX.
¿Buscador de qué? Ante todo, de signos. Él se siente perseguido por sus propios signos anteriores y busca otros, novedosos; es, por eso, uno de los fundadores de esa enorme vanguardia de los años ’60, tiempos convulsos si los hubo. Su pintura jamás fue un canto del cisne, nunca un crespúsculo que lo hiciera vivir de glorias conquistadas en otros tiempos. Fue un revolucionario de las formas de expresar la vida, si bien no de la política. Creó una escritura pictórica que está en la base de las tendencias artísticas posteriores a la II Guerra. Lo que luego se llamaría “cambio de paradigma” en las artes. Él reformula su pasado y lo transforma en un futuro cargado de incertidumbre (otro signo de los tiempos). Una gota, una mancha, una huella, le permiten recrear la figura humana y la naturaleza toda, representarlas con una simplificación de formas y de colores de modo que, como dijera él mismo en 1959, hacer “que las figuras parezcan más humanas y más vivas que si estuvieran representadas en todos sus detalles“.
Su obra conoció etapas diversas o, mejor dicho, una constante evolución, una experimentación permanente desde el ambiente familiar que vivió las contradicciones entre el españolismo y el catalanismo, el catolicismo y el laicismo, la República y la monarquía. Comenzó en una escuela de arte católica, en la década de 1910 y, aunque lejano de las demandas obreras, ya entre 1917 y 1920 adhiere a las vanguardias europeas; es católico, más bien conservador, y aunque tiene amigos anarquistas propone un arte que contribuya a “restaurar el orden”.
En los años ’30, sin embargo, gira, con sus consecuencias estilísticas, hacia lo que llama “antipintura” (propondrá “asesinar la pintura”). Su obra de esos días es una simplificación extrema, de abstracciones geométricas. Se siente en él la influencia del surrealismo francés. Sostiene su catolicismo pero critica con acidez el conservadurismo clerical, rechaza toda dictadura y es profundamente antifascista. Una suerte de retorno al dadaísmo, de los tiempos en que conoció a Picasso, Raynal, Max Jacob, Tzara. Confecciona “pinturas poema” y va al rescate de sus admirados Rimbaud, Baudelaire, Apollinaire…
Antes de la guerra ve sobrevenir la tragedia y es su momento de las “pinturas salvajes” en rechazo a lo que llama “crisis política y espiritual”. Procura con el arte, según dice, “vencer la desesperación”.
Cuando comienza su última etapa, la que ahora se exhibe en Bellas Artes, es políticamente demócrata, liberal (no en el sentido económico) y ya es un artista famoso, cuya obra se expone en el MOMA neoyorquino o en la galería Pierre Matisse de París. Es un momento de ancianidad vital, llena de optimismo, en la que continúa su constante experimento estilístico y de empleo de materiales. Un momento en que deja que el mundo exterior penetre plenamente en su obra. Confecciona entonces carteles de propaganda antifranquista –1 d Maig, por ejemplo, en 1968, o La represión y la libertad. Llegó a pasar un tiempo encarcelado por esas pinturas, pero aun para Franco no era fácil tener encarcelado a un hombre de su prestigio internacional.
Sí, es toda una experiencia mirar a través de la obra de Joan Miró.

Alejandro Guerrero

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