Me siento como cómplice de un crimen cada vez que compro ropa y pago por (p. ej.) treinta euros por un pantalón vaquero. Arrastro esa culpa cuando saco la visa y cojo la bolsa, ya que sé -porque lo he visto- que mi prenda ha sido confeccionada por menores o parias del Tercer Mundo que apenas ganan para comer.
Sé que esa cazadora o esa camisa que llevo o que llevas, y que compramos en luminosas tiendas de Madrid, Barcelona, París y Berlín, han pasado por manos y por ojos que no saben que significa la palabra luz o acariciar el agua o el aire en libertad.
Sé que la deslocalización planetaria (producir donde los sueldos son miserables y vender donde los salarios son europeos o similares) es el modelo que impera hoy y que sigue los pasos triunfantes del profeta Donald Trump o de las pirañas del metal.
Tal vez sea mejor ignorar que con nuestras marcas, esas que miden el éxito de “los mejores”, estamos perpetuando el infierno de los que viven en el último eslabón de la cadena productiva, esa que crea cada minuto multimillonarios a granel.
Como decía mi compadre, el revolucionario chileno León Canales, (amigo de la hermana del Ché, Celia Guevara), “muchacho, muchacha, si quieres ser feliz, como dices, no analices, no analices”.
Javier Cortines
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