El 21 de enero de 1924, a las 6:50 p.m., falleció Vladímir Ilich Lenin. Los últimos 9 meses había permanecido en estado vegetativo. Nunca se recuperó del atentado de 1918, y su dedicación total a la revolución terminó por arruinar la salud de un hombre que murió antes de cumplir 54 años.
Durante al menos un mes, la prensa cubana de la época lo hizo protagonista de sus páginas, en ellas reconocían su capacidad, dedicación e integridad; lo que no quiere decir que los articulistas compartieran su ideología. El mismo día del deceso, el alcalde del municipio de Regla aprobó una resolución para erigir un monumento que perpetuara la memoria del revolucionario que, “por su intensa labor social (…) se ha distinguido como gran ciudadano del mundo”. [1. Javiher Gutierrez y Janet Iglesias: “La muerte de Nicolai Lenine en la prensa cubana”, revista Estudios del desarrollo social: Cuba y América Latina, RPNS 2346 ISSN 2308-0132, vol. 2, no. 1, enero-abril, 2014 (www.revflacso.uh.cu).]
En la reciente conmemoración del centenario de la Revolución Socialista de Octubre, nuestros medios presentaron al Lenin de las Tesis de Abril, de El Estado y la Revolución, de los momentos sublimes e iniciales de la gesta soviética. Quedó un vacío que pretendo llenar aquí: el Lenin de los últimos años, más realista, que comprendió que las revoluciones se hacen para mejorar la vida de las personas, y que sin la participación popular están condenadas al fracaso.
En los comienzos se suponía que el Estado controlaría todo el proceso productivo en la sociedad, es decir: qué producir, cómo producir y cómo distribuir lo producido. Esta planificación de la economía se vinculaba, estricta y unívocamente, a métodos autoritarios de administración. En esa primera etapa, agravada por la guerra civil y la intervención extranjera, fue asumido el Comunismo de Guerra, que reglamentó estrictamente la vida económica del país, y condujo al descontento y a fuertes enfrentamientos con campesinos, obreros y marinos.
Terminado el conflicto había que desarrollar el país, que las revoluciones no pueden esperar décadas metidas en una trinchera. Fue así que Lenin propuso un cambio radical, una Nueva Política Económica (NEP), aprobada por el X Congreso del Partido en 1921. Consistía en permitir el libre comercio, mientras el Estado dominaba los resortes decisivos: gran industria, tierra, transporte, recursos naturales y comercio exterior. Sin embargo, quedaba liberalizado el comercio interior, se aceptaba la creación de pequeñas empresas privadas y la colaboración con capitales extranjeros a través de formas mixtas de propiedad. Se aplicaba el sistema de autogestión empresarial para luchar contra el burocratismo y las tendencias autoritarias de la administración, y se reconocía el interés personal en los resultados del trabajo.
Como forma de propiedad que conjugaba el interés individual y colectivo, se fomentó la creación de cooperativas. Sobre estas Lenin había reflexionado desde antes del triunfo, pero no será hasta 1922 cuando sus criterios adquieran rango de concepción teórica. Ese año dictó su última obra sobre el tema económico, justamente acerca de las cooperativas; en ella consideraba que el socialismo sería “un régimen de cooperativistas cultos” y puntualizaba la doctrina marxista acerca del desarrollo histórico-natural del socialismo; o sea, defendía el criterio de que cuanto más lenta y regularmente se creara una nueva forma económica, tanto más sólida sería, tanto más a fondo se construiría el socialismo. [2. Vladimir I. Lenin: Obras completas, t. XXXV, Editorial Cartago, Buenos Aires, 1971.]
Admitir sociedades cooperativas, agrícolas e industriales, que eran autogestionadas, haría imposible el uso de métodos autoritarios de gestión. Se trataba de aprovechar más el control democrático desde abajo en el gobierno de la sociedad. En tal sentido, Lenin valoraba lo importante que era en el socialismo desarrollar la iniciativa del pueblo como opción consciente.
Estas medidas fueron apreciadas con recelo por el Partido, pues las consideraron incompatibles con los ideales revolucionarios. Muchos dirigentes abogaron por perfeccionar la política de Comunismo de Guerra. Aun siendo aprobada, algunos entendían la NEP como una maniobra táctica coyuntural, como un alto en la construcción del socialismo. Sin embargo, el núcleo leninista –Bujarin, Ríkov, Tsiuriupa– logró mantener su aprobación. En poco tiempo se apreciaron positivos resultados en la economía soviética.
Cuando la enfermedad de Lenin se agravó, en mayo de 1922, prácticamente comienza a dirigir al Partido un triunvirato formado por Stalin, Kámenev y Zinoviev y, aunque Stalin no fue considerado nunca el sucesor natural de Lenin, debido a una proposición de Zinoviev —de la cual habría de arrepentirse en muy poco tiempo—, fue nombrado Secretario General del PCUS, cargo que no existía con anterioridad.
Estar fuera del gobierno le permitió observar al poder con una mirada otra, como diría un crítico posmoderno. Hace algunos años la editorial trostkista norteamericana Pathfinder publicó el texto La última lucha de Lenin: notas, cartas, artículos y discursos que muestran que la batalla postrera del revolucionario no fue contra la burguesía, sino contra dirigentes comunistas que —parafraseando a Martí— tenían al pueblo en los labios y a la ambición en el corazón. Ese es el Lenin que necesitamos.
Alina B. López Hernández
La Joven Cuba
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