¿Por qué desconfiar del buscador más usado del mundo?
“Por mucho que estemos en el mundo digital, el papel de las bibliotecas sigue siendo muy importante para no crear brechas culturales e informativas entre la población”. Como dice la popular frase del escritor Neil Gaiman: “Google puede darte 100.000 respuestas. Un bibliotecario puede darte la correcta”.
(Jesús Ochando)
Responde, ¿cómo empezó la Primera Guerra Mundial? Seguramente tengas que pararte y hacer memoria o quizá pruebes a consultarlo en un libro o preguntarle a alguien o recurrir más tarde a la biblioteca. O puede que en este tiempo ya lo hayas buscado en Google. Es lo más normal.
Aceptémoslo, somos google-dependientes. Nueve de cada de cada diez preguntas que se formulan hoy en Internet son resueltas por este intocable del conocimiento. Es la página más visitada en todo el mundo, muy lejos de otros competidores como Bing, el ruso Yandex o el chino Baidu. Todo el mundo busca en Google. Alrededor de 3,7 millones de personas lo están haciendo justo ahora, mientras lees este artículo.
El buscador multicolor ha desplazado en las dos últimas décadas a las fuentes tradicionales del saber. Lo demostró en 2012 una encuesta del Pew Research Center a más de 2.000 profesores de secundaria estadounidenses. En ella reconocían que sus alumnos ya casi no recurrían a los libros ni a las bibliotecas. Su primera fuente de información sin excepción era Google.
“Internet es un recurso descomunal”, admite el profesor Antonio Malalana, “el problema viene cuando les insistes a los alumnos en que hay una realidad al margen de la pantalla del ordenador, que están las bibliotecas, los centros documentales, los archivos. Eso es lo que más nos cuesta”, asegura. Y eso que él no da clases en secundaria, sino a alumnos del grado de Historia de la Universidad CEU San Pablo.
La “google-dependencia”, advierten los maestros, empieza a ser excesiva, sobre todo porque aún no hemos desarrollado la suficiente capacidad crítica para manejarla.
“Buscar en Google es muy fácil, escribes y salen cosas. Esta es la gran ventaja, pero también es la limitación”, señala Ernest Abadal, profesor en la Facultad de Biblioteconomía y Documentación de la Universitat de Barcelona. Según él, todos deberíamos a estas alturas “saber buscar, seleccionar los resultados más importantes y luego valorar la fiabilidad y la autoridad de esas fuentes”. Pero, en realidad, casi nunca lo hacemos.
La mitad de quienes preguntan al buscador suelen quedarse en la primera página de resultados y menos del 9% llega a la número tres. El tiempo medio que dura una consulta no pasa de los nueve minutos. Confiamos sin fisuras en las respuestas que Google nos selecciona, nos ordena y nos acota, olvidando lo más elemental: Que este motor de búsqueda no es ningún oráculo ni mucho menos una biblioteca, sino una gran empresa a la que hemos dado el poder de filtrarnos toda la información que nos llega.
La fórmula secreta
Creemos movernos con libertad al buscar información en Internet pero en realidad son unas fórmulas matemáticas, los algoritmos, quienes eligen unas respuestas y no otras, quienes deciden qué web ocupa el ansiado primer lugar y qué otra queda enterrada para siempre entre millones de resultados. Ellos nos marcan el camino sin que sepamos cómo ni por qué. La fórmula es secreta.
“Realmente no conocemos qué hay detrás del algoritmo de Google, no sabemos por qué prioriza un resultado en lugar de otro. Son sistemas privados totalmente opacos, nadie sabe qué pasa por detrás”, explica Virginia Díez, directora de comunicación de Wikimedia España. Y eso es precisamente lo que despierta las dudas sobre la supuesta neutralidad de las respuestas. ¿Nos proporciona Google los mejores resultados o sólo los que más les interesan a sus anunciantes?
La compañía responde: “Vendemos publicidad, no resultados de búsqueda (…) Las relaciones comerciales de Google no afectan a los cambios en los algoritmos y los anunciantes con los que colaboramos tampoco reciben un trato especial”, informan en su web.
“Tendremos que creer en sus palabras –responde Dafne Calvo, investigadora sobre participación digital e Internet alternativa en la Universidad de Valladolid–, porque en realidad nadie les controla ni audita. Lo mejor sería que el algoritmo fuese libre, que pudiera ser fiscalizado”.
Aun así, incluso si confiamos en la palabra de Google, sus filtros igualmente nos manipulan de una forma muy sutil a la hora de buscar información. El algoritmo aprende de nuestros intereses y búsquedas anteriores y tiende a recomendarnos siempre resultados parecidos. En ese caso, puede que no recibamos las respuestas más relevantes, solo las que nos den más la razón.
Es lo que el activista Eli Pariser denominó el filtro burbuja. “Esos filtros complican la diversidad de opiniones, hace que la población se polarice en torno a esferas ideológicas concretas”, insiste Calvo.
Unido a este problema está la facilidad con la que los motores de búsqueda se han convertido en correas de transmisión de noticias falsas. Tras las elecciones que dieron la victoria a Donald Trump, Google reconoció que al menos el 0,25% de su tráfico diario estaba enlazado a información engañosa, falsa u ofensiva. Un ejemplo lo descubrió en 2016 la periodista Carole Cadwalladr, conocida por destapar la trama de Cambridge Analytica, cuando al hacer una consulta sobre el Holocausto el buscador le condujo a lugares inesperados.
Para su sorpresa, el algoritmo optó por seleccionar y recomendar entre los primeros resultados –supuestamente los más pertinentes, los más fiables, los que inevitablemente atraen casi todos los clicks– páginas claramente racistas y antisemitas en las que incluso se promovía la idea de que el Holocausto nunca existió.
Más allá de Google
Si no podemos fiarnos del todo del buscador más omnipotente quizá sea un buen momento para investigar otras fuentes de conocimiento. Existen alternativas privadas como el motor de búsqueda DuckDuckGo, que se compromete a no usar tus datos anteriores para filtrar las respuestas, pero también hay alternativas públicas.
En esta línea se ha creado el proyecto Time Machine, cuya misión es digitalizar todo el patrimonio cultural europeo y compartirlo en una enorme base de datos libre y gratuita. Liderado por treinta universidades e instituciones públicas, esta iniciativa se basa también en la inteligencia artificial para extraer información en bruto de documentos originales del pasado que permitan viajar virtualmente a través de la Historia de Europa.
“Lo importante es que hablamos de la democratización de la Historia, de que todos los ciudadanos tengan acceso a este patrimonio con buscadores abiertos y públicos”, cuenta Josep Lladós, director del Centro de Visión por Computador de la Universidad Autónoma de Barcelona, que también participa en esta apuesta internacional por el conocimiento público frente a los grandes monopolios privados.
Otra opción abierta y sin ánimo de lucro es la popular plataforma Wikipedia, que hoy también se ha convertido en una de las fuentes de saber más recurrentes. Es la quinta página más visitada, con casi cuarenta millones de artículos escritos por voluntarios de todo el mundo en 287 idiomas. ¿Podemos fiarnos entonces de Wikipedia?
Según Virginia Díez de Wikimedia España, la comunidad lleva años trabajando para garantizar que así sea. “Todo lo que se escribe en Wikipedia tiene que estar referenciado y ser contrastable con otra fuente externa. Hay una comunidad muy grande de wikipedistas que se dedican a revisarlo, de hecho en cada artículo se pueden ver todas las ediciones que se han hecho. El 99% de los casos está controlado. Eso no quiere decir que no haya cosas que se nos pasen, pero normalmente se identifican y se neutralizan”.
Para detectar más rápido estos errores, la plataforma ha empezado a apoyarse también en la inteligencia artificial. Aun así, tal y como ellos mismos recomiendan, lo mejor es no fiarse ciegamente de Wikipedia. Ni de ella ni de nada. La inteligencia más eficaz a la hora de contrastar la información sigue siendo la humana.
Más espíritu crítico
Más allá del poder de las grandes empresas tecnológicas, lo cierto –como expone Díez– es que “vivimos un momento histórico en el que tenemos más acceso al conocimiento que nunca y si nos dedicamos a investigar un poco sí que podemos contrastar las cosas de una manera mucho más sencilla que antes”.
Para eso, indica el sociólogo y especialista en neuropsicología Vicente Huici, hay que aprender a nadar a contracorriente, porque la velocidad y el exceso de información conspiran para hacernos cada vez más crédulos. “El ser humano lo fía todo a la conectividad y pone muy escasa atención. Al haber más información y menos capacidad crítica, esto aboca a una especie de bloqueo”, advierte.
Curiosamente ese bloqueo puede conducirnos al extremo totalmente opuesto: al escepticismo total, a no creer en nada por sistema y eso también es un peligro.
“El escepticismo puede llevarnos a una especie de silencio social. Gente que opte por vivir en su burbuja. Esto ya se aprecia en los altos niveles de abstención”, añade Huici.
Ante esto, la clave –según el profesor Abadal– “está en la educación”, en alimentar desde muy temprano el espíritu crítico, pero también en recordar que las fuentes tradicionales de saber siguen siendo válidas. “Por mucho que estemos en el mundo digital, el papel de las bibliotecas sigue siendo muy importante para no crear brechas culturales e informativas entre la población”. Como dice la popular frase del escritor Neil Gaiman: “Google puede darte 100.000 respuestas. Un bibliotecario puede darte la correcta”.
María José Carmona
equaltimes.org
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