La denuncia de la “interferencia en los asuntos internos” es un tópico común en el argot diplomático y un recurso habitual para descalificar la supuesta procedencia de las críticas de terceros en asuntos sensibles. Con frecuencia, China ha recurrido a este subterfugio para condenar los pronunciamientos y acciones de algunos gobiernos o instancias oficiales de determinados países que también a menudo explicitan su parecer en asuntos que Beijing considera “centrales”, ya hablemos de derechos humanos, de Tíbet o Xinjiang, por citar tres casos corrientes. No obstante, en los últimos tiempos, esa trayectoria, poco sorprendente en lo que podríamos calificar de juego político internacional, ha experimentado un salto cualitativo extendiéndose dicha dinámica a entidades no gubernamentales e incluso a ciudadanos.
Si el reclamo de la no interferencia en los asuntos internos tiene su fundamento en el respeto al principio de soberanía territorial, el nuevo límite que Beijing intenta imponer de facto como barrera infranqueable se sustentaría en una supuesta y selectiva proyección extraterritorial de su sistema político. Si para nosotros podría ser “condenable”, por ejemplo, que el gobierno chino emitiera un informe sobre la cuestión catalana sugiriendo un apoyo a la independencia o un alto dignatario de dicho país recibiera a un dirigente independentista prófugo, podemos llegar a comprender, aun sin ser exactamente idénticos, la irritación china ante situaciones similares protagonizadas por un líder tibetano en el exilio, una dirigente uigur o un activista hongkonés aun cuando el argumento sean los derechos humanos.
Pero rara vez, en estas cuestiones y con estos protagonistas, a la mera condena se ha sumado una respuesta a similar nivel. Es el caso, por ejemplo, de los informes sobre derechos humanos que emite anualmente la Casa Blanca y que son replicados en China con un documento equivalente a propósito de EEUU. Ello a diferencia de su comportamiento en el orden económico donde, como hemos visto en el transcurso de las escaramuzas comerciales con EEUU, a cada medida punitiva ha respondido con diligencia y sin aparentes complejos. Es previsible que a medida que su peso global se acentúe también su respuesta en estos diferendos gane intensidad y profundidad.
Poder duro, blando y áspero
En reiteradas ocasiones se ha criticado el proceder de la administración estadounidense al interferir en el comportamiento de empresas, individuos o incluso de países que operan más allá de sus fronteras para obligarles a respetar sus propias leyes en negocios con terceros. Ahora China parece querer imitar el mismo rumbo. Las exigencias de que cualquier empresa extranjera que opere en su territorio suscriba su parecer a propósito de la consideración de Taiwán como una provincia china es una evidencia de dicha emulación. El proceso parece inexorable, planteándose como una demanda lógica de respeto a una integridad territorial que, sin embargo, hoy por hoy, se circunscribe a un principio, el de la existencia de “una sola China”, que contrasta con la realidad palpable de la existencia de dos sujetos políticos separados.
Con todo, el caso más escabroso y delicado afecta a los intentos de condicionar la opinión de las personas, conminando a morderse la lengua a la hora de manifestar el parecer sobre cuestiones sensibles, afectando por tanto a la libre expresión de las ideas. Es entonces cuando entra en juego lo que la revista The Economist calificó en 2017 como “poder áspero” (sharp power). ¿De qué se trata? De disuadir el ejercicio de la crítica, primero, pero también de controlar el discurso mediante la implementación de una acupuntura mediática aplicada en puntos relevantes y concretos para provocar un cambio de tendencia más favorable y facilitar una presencia positiva en el discurso global. En la misma línea, el incremento de la inversión china en el universo mediático sugiere un esfuerzo ingente para convencer al mundo exterior de que el país es expresión de un singular éxito político y cultural, contrarrestando así la imagen polémica habitual.
Si el “poder duro” acumulado por China en las últimas décadas le permite desarrollar hoy ambiciones impensables hace poco tiempo, utilizando su capacidad económica para establecer vínculos geopolíticos más estrechos con un amplio número de países o proyectando su Iniciativa de la Franja y la Ruta como señuelo de una globalización bajo su égida, el “poder blando” también fue incentivado para proyectar una imagen benévola sustentada en la magnanimidad y excelencia de su cultura y civilización. Dejando a un lado el “poder inteligente”, que Hillary Clinton describió como una suma de ambos, la tríada china se completaría con el “poder áspero”, que aspira a incidir, condicionar y modificar el discurso global occidental a propósito del país, asegurando en mayor medida que se “cuenten bien” las historias de China.
¿Cómo hacerlo? Dos son las vías principales. De una parte, el desarrollo global de su musculada industria mediática, multiplicando la presencia directa en el exterior en la seguridad de que su implicación en el tejido local puede facilitar una mejora progresiva de su imagen. Ello se acompaña de una asistencia técnica que goza de particular acogida en los países en vías de desarrollo. De otra, ganando presencia efectiva en los medios de comunicación extranjeros mediante anuncios, suplementos, etc., que con contenidos cuidadosamente seleccionados expresan su contrapunto, divulgan su agenda y ambicionan derribar los preconceptos.
Son bien conocidos los límites del sistema político chino. La escasa tolerancia con la crítica se ha acentuado internamente en paralelo al incremento del control político, característica del mandato de Xi Jinping, y con el auxilio de una economía poderosa y los avances tecnológicos. Que dichos límites quieran trasladarse al sistema global con estrategias exteriores intrusivas que se instalen en el debate de ideas explicitando tabúes e imponiendo de hecho una determinada corrección política a la hora de abordar los temas sensibles o delicados abre un puntilloso frente de tensión. Implica la imposición de restricciones a la libertad de pensamiento y expresión de las personas en otros países sirviéndose de todo tipo de mecanismos y entidades que con sus acciones fuerzan compromisos que invitan a la generalización del mero elogio sin matices.
La promoción de la autocensura y la propagación de mensajes positivos y “con tono correcto” por doquier contrasta con el bloqueo del acceso a casi una cuarta parte de las versiones on line de los medios de comunicación extranjeros acreditados en el país. Desautorizar las opiniones exteriores y conminar a evitar pronunciamientos críticos, sean o no constructivos, difícilmente le proveerá de la influencia política benévola que tanto ansía. Cuando en China se boicotea la emisión de la liga NBA porque alguien en el exterior vinculado a su staff muestra apoyo público a los manifestantes hongkoneses que reclaman el sufragio universal, está utilizando su atractivo económico para imponer la autocensura más allá de su propio fuero territorial. Lo mismo ocurre cuando el diario Global Times reclama al londinense Arsenal Football Club que prescinda de Ozil por sus comentarios sobre Xinjiang presionando para ello con la amenaza de suspender la transmisión en China de sus partidos….
Las críticas deben responderse con argumentos. El recurso a la represalia para silenciarlas difícilmente añadirá razón o aportará “energía positiva” a su imagen global.
Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China
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