En su discurso del 8 de enero de 1959, en La Habana, adonde llegó ese día para culminar lo que se ha llamado Caravana de la Libertad, Fidel Castro fue tan optimista como realista frente al peligro de que el triunfo generase entusiasmos obnubilantes: «Creo que es este un momento decisivo de nuestra historia: la tiranía ha sido derrocada. La alegría es inmensa. Y sin embargo, queda mucho por hacer todavía. No nos engañamos creyendo que en lo adelante todo será fácil; quizás en lo adelante todo sea más difícil».
Pronto se confirmó el pronóstico. El Gobierno de Estados Unidos –con el servicio de cómplices de origen cubano negados a perder sus privilegios, y algunos aspirantes a privilegiados– se empeñó en recuperar el dominio que desde 1898 le había impuesto a Cuba. Para ello, puso en práctica agresiones como la invasión por Playa Girón, bandas de alzados en varios territorios y otros cruentos actos terroristas, y el bloqueo que aún perdura, al igual que la canallesca campaña mediática, tejida con mentiras.
Así le acarrearía a la Revolución Cubana dificultades tanto mayores como inmensas eran y son sus metas –que el líder había anunciado en La historia me absolverá– y sus realizaciones. Dígase Reformas Agraria y Urbana, búsqueda de justicia y equidad, consecuente lucha contra la discriminación llamada «racial», vastos planes educacionales afianzados con la Campaña de Alfabetización y la nacionalización de la enseñanza, nacionalización asimismo de empresas extranjeras y de las mayores industrias, muchas de ellas en poder de capitales foráneos, estadounidenses sobre todo. Propósitos que podían parecer inalcanzables, dieron origen a una Cuba de gran desarrollo en Salud, instrucción, ciencias y deporte.
No obstante, a pesar de la hostilidad imperialista, a la cual se añadiría la desintegración de la Unión Soviética y el campo socialista europeo –que durante décadas apoyaron a Cuba–, en su discurso del 19 de noviembre de 2005, Fidel advirtió: «Este país puede autodestruirse (…); esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos», dijo aludiendo a los imperialistas, y añadió: «Nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra».
El imperialismo, contra el cual se ha de continuar luchando, sigue creándole graves escollos a la Revolución, y así refuerza todos los demás que esta debe y necesita vencer; pero no es el único abasto de obstáculos opuestos a ella. Desde la colonia, pasando por la República neocolonial, llegaron a la República revolucionaria plagas opuestas a la capacidad de lucha y sacrificio que ha mantenido viva a la nación.
Además de fuerzas sociales prestas a plegarse a intereses foráneos, estaría presente la herencia de conceptos y hábitos afianzados en la asociación del trabajo con la explotación, incluida la esclavitud. Operarían asimismo una conciencia jurídica secuestrada por la práctica de «la ley se acata, pero no se cumple», y otros males como el egoísmo. Lacras de esa índole –antípodas de la propiedad social y la legalidad– pueden enfrentarse con leyes, pero no se erradican sino con una profunda transformación en la cultura, entendida esta como los valores, las ideas y las tradiciones que rigen una colectividad: un pueblo, en este caso.
Abonada por semejantes plagas, la complejidad de la conducta humana y los intereses individuales le aportan caldo de cultivo a uno de los males más nocivos para el proyecto revolucionario: la corrupción. Es un flagelo que, aunque se explaye en otras sociedades, resulta letal para los afanes socialistas, que son inviables sin la ética y la equidad como guía.
Lo citado de los discursos de Fidel de 1959 y 2005, mueve a recordar el que pronunció en el vigésimo aniversario de los hechos del 26 de julio de 1953. Citó entonces el Mensaje lírico civil de Rubén Martínez Villena: «Hace falta una carga para matar bribones,/ para acabar la obra de las revoluciones;/ para vengar los muertos, que padecen ultraje,/ para limpiar la costra tenaz del coloniaje;/ para poder un día, con prestigio y razón,/ extirpar el Apéndice de la Constitución;/ (…)/ para que la República se mantenga de sí,/ para cumplir el sueño de mármol de Martí;/ (…)/ para que nuestros hijos no mendiguen de hinojos/ la patria que los padres nos ganaron de pie».
Tras la cita, exclamó: «Desde aquí te decimos, Rubén: el 26 de Julio fue la carga que tú pedías», y selló el homenaje al poeta revolucionario, y el discurso, con el lema «¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!».
No era cuestión de efemérides. Bien asumidos, los grandes hitos dinamizan la historia, no la coagulan. Con el ímpetu de aquella carga no solo se asaltaron dos cuarteles: se ganó la lucha insurreccional, se aplastó a las tropas mercenarias en Playa Girón y a las bandas que ensangrentaron gran parte del país, y se ha defendido enérgicamente la obra revolucionaria para hacer realidad el histórico lema que, pese a todos los obstáculos enfrentados, sigue y seguirá guiando al pueblo cubano en su resistencia y sus triunfos.
Hoy ese ímpetu –la carga reclamada por Martínez Villena, y avivada por la generación del centenario martiano– es vital en el enfrentamiento a los actuales bandidos: los mercenarios de la corrupción, que podría destruir el proyecto socialista. Delitos que a diario se comprueban y deben recibir la condena pertinente, son indicios del mal que, desatado por nuevos bribones, urge erradicar.
Sea cual sea su magnitud, y sean quienes sean sus protagonistas, ya actúen en cuevas o en cómodos recintos, la corrupción es uno de los mayores peligros que hoy debe enfrentar la Revolución, y objetivamente colabora con el imperialismo. Tanto Rubén como Fidel, y la herencia emancipadora que ambos abrazaron para que se cumplieran los ideales justicieros de Martí, merecen y exigen que el pueblo asuma esa lucha como permanente carga necesaria.
Luis Toledo Sande
Granma
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