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sábado, agosto 22, 2020
El carácter universal del trotskismo
La vigencia del Programa de Transición frente a la actual crisis mundial; a 80 años, la actualidad de la lucha por el socialismo.
El próximo 20 de agosto se cumplirá el 80 aniversario del asesinato de León Trotsky por el estalinismo. Con seguridad, la conmemoración dará lugar a debates y polémicas ya que se trata de una de las personalidades más atrayentes e influyentes de la historia reciente. Junto con Lenin, compartió el liderazgo de la primera revolución socialista triunfante que cambió el curso del siglo XX. Su propia suerte personal estuvo atada directamente al desarrollo de la lucha de clases y la política mundial. Desde su expulsión de la URSS por la burocracia stalinista, en enero de 1929, su confinamiento en la isla turca de Prinkipo, pasando por sus peripecias por distintos países europeos que rechazaban albergarlo, hasta su refugio final en México, donde fue asesinado, la vida personal de Trotsky refleja los ascensos y retrocesos de la lucha entre la revolución y la contrarrevolución. Cuando el fascismo se extendía por el viejo continente, el estalinismo aplicaba en la URSS una política de terror, que tenía como principal objetivo la eliminación física de los bolcheviques y cuando la II Guerra Mundial ya estaba en marcha, el mundo se había convertido para él en “un planeta sin visado”. En estas condiciones personales adversas, que incluyó la muerte de sus cuatro hijos a manos del estalinismo, Trotsky elaboró parte de su gran obra política y mantuvo su acción revolucionaria. Su mayor legado para las futuras generaciones fue la fundación de la IV Internacional y el “Programa de Transición”. El tiempo transcurrido permite realizar un análisis retrospectivo y resaltar la actualidad de su obra política.
La lucha por el socialismo
El punto fundamental del “Programa de Transición” está en su capítulo final. Al definir los objetivos de la IV Internacional señala: “Su misión consiste en aniquilar la dominación del capital, su objetivo es el socialismo. Su método, la revolución proletaria”. Aunque la definición sea escueta, sintetiza a la perfección al carácter universal de la IV Internacional y de su programa. Desmintiendo a quienes quieren presentar al trotskismo como una capilla más en el amplio abanico de la izquierda, Trotsky define a la IV Internacional como el partido mundial de los explotados para luchar por el socialismo. La delimitación con las otras corrientes de la izquierda, en especial con la socialdemocracia de la II Internacional y el estalinismo, no tiene que ver con reyertas puntuales o controversias tácticas ni con divergencias sobre cuál es el mejor camino para alcanzar un objetivo final común, sino con una cuestión por completo estratégica: su asimilación al capitalismo, su traición al socialismo y su abandono de la lucha por la revolución proletaria. De no ser así, la formación misma de la IV Internacional no tendría un contenido histórico estratégico, sino que hubiera sido un acto sectario. Fue justamente por eso que Trotsky rechazó, durante la década del ’20 y los primeros dos años de la década del ’30, formar un nuevo partido, tanto en la URSS como a nivel mundial. Esto, a pesar de la política criminal que la dirección del Comintern había seguido ante el alzamiento del proletariado chino, comenzado en Cantón en 1927, donde fue a la rastra de la burguesía nacional del Koumintang, en nombre de la llamada «revolución por etapas». Para Trotsky, esa política condenaba para siempre a la dirección estalinista, pero no así a los partidos de la III Internacional, que podían ser recuperados mediante una lucha política en su interior. Fue recién cuando el estalinismo entregó sin lucha al proletariado alemán ante Hitler en 1933 que caracterizó que se había producido un salto en calidad. La pasividad de todos los partidos de la Internacional Comunista ante esta tragedia histórica no dejaba lugar a dudas: ya era la propia Internacional Comunista la que debía ser sepultada. “El proletariado alemán se levantará, el estalinismo nunca”, sentenció. Para continuar la lucha por el socialismo debía fundarse un nuevo partido mundial de la revolución, la IV Internacional. Aunque el planteo fue realizado en 1933, finalmente su fundación se realizará cinco años más tarde, en 1938. Nótese aquí que Trotsky elaboró el “Programa de Transición” como un programa de partido -lo mismo habían realizado Marx y Engels con el Manifiesto Comunista en 1848. La creación de un partido de la clase obrera es parte constitutiva e inseparable del propio programa -quizá su punto más importante. El partido es el programa y el programa es el partido, aquí la síntesis del pensamiento de Trotsky. Un partido sin programa no pasa de ser un aparato y un programa sin partido es una abstracción literaria. Esta cuestión decisiva debe tenerse en cuenta para quienes, aún reclamándose trotskistas, plantean «partidos amplios», sin un programa revolucionario o también quienes subestiman la formación del propio partido en nombre de “que tienen el programa”, como si esto además fuese posible, ya que el programa es un proceso sistemático de elaboración y acción.
En el “Programa de Transición”, Trotsky plantea que la lucha por el socialismo requiere luchar por un “gobierno obrero y campesino”, como ha sido corroborado por la experiencia de la Revolución Rusa de 1917. En el capítulo especial referido al tema, define al gobierno obrero y campesino “como la denominación popular de la dictadura del proletariado” y cuestiona la distorsión estaliniana de la consigna, de querer presentarla “con un contenido completamente diferente, puramente democrático -es decir, burgués”. Otra vez, la delimitación de Trotsky es de principios: denuncia que esta política constituye “un apoyo al capital”. A los partidos que se reclaman de la clase obrera los llama a “romper con la burguesía y a tomar el poder”; es decir, a defender una política de clase independiente. La afirmación de Marx de que los comunistas no perseguían objetivos propios sino que representaban los intereses generales de la clase obrera, aplica por completo para el trotskismo.
Llegado a este punto debemos concluir que la fundación de la IV Internacional, provista de su “Programa de Transición”, rescató para la izquierda y para la clase obrera la estrategia política socialista que las viejas organizaciones traicionaban miserablemente. Se trató, por lo tanto, de un acto político de importancia colosal, porque estaba en juego la continuidad de un programa histórico. Si Trotsky y sus compañeros, agrupados primero en la Oposición de Izquierda y luego en la fundación de un nuevo partido, pudieron asumir este papel histórico se debió a que desde el inicio enfrentaron la degeneración de la propia Revolución Rusa, la teoría reaccionaria del «socialismo en un solo país», la entrega ya citada del proletariado chino al Kuomintang y la capitulación final ante el nazismo. En todos los casos, Trotsky y sus compañeros defendieron el interés general de la clase obrera. A quienes pretenden presentar al trotskismo como una corriente divisionista, hay que recordarles que fue Trotsky quien defendió la unidad de la clase obrera para enfrentar a Hitler, denunciado, una y mil veces, el desvarío estalinista del llamado «tercer período» y su doctrina del «socialfascismo», que afirmaba que la socialdemocracia era lo mismo que el nazismo. Por eso, cuando alguien se interroga “qué quiere y por qué lucha el trotskismo”, la respuesta es simple: por la unidad de la clase obrera, por el gobierno de los trabajadores y por el socialismo internacional.
Esta sentencia fundamental se ha visto corroborada por la historia y mantiene hoy toda su vigencia. ¿O no lo vemos ahora en América Latina, donde las distintas corrientes que provienen del estalinismo, del castrismo y del maoísmo se han pasado con armas y bagajes a la defensa del régimen burgués y se han integrado al funcionariado de los gobiernos capitalistas? ¿O acaso, en nuestro país, estos grupos no apoyan e integran al gobierno de Alberto Fernández, que pacta con los fondos de inversión y el FMI? El odio que destila el nacionalismo burgués en general y el peronismo en particular contra el trotskismo tiene que ver con que son conscientes de que existe una divergencia estratégica irreconciliable.
Agonía del capitalismo y restauración
Si el trotskismo y la IV Internacional representan en la actualidad la continuidad de la lucha por el socialismo, lo hacen en condiciones históricas concretas que lo distingue de las internacionales anteriores. No casualmente el “Programa de Transición” parte de la premisa de la “agonía mortal del capitalismo”, afirmando que están dadas las “premisas objetivas de la revolución socialista”. Estamos ante una tesis de fondo, que delimita campos en la izquierda y en la clase obrera. En su famoso prólogo de la Crítica a la Economía Política, Marx afirmó que “ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella”. Dicho de otro modo, esto significa que si el capitalismo aún es capaz de impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, la lucha por el socialismo sería una utopía o al menos un objetivo justo, pero apresurado. En una situación así, la estrategia de la clase obrera debería ser la lucha por la obtención de reformas sociales, para obtener una mayor parte de la riqueza social producida.
Esta tesis basal de Trotsky fue criticada, incluso por muchos trotskistas, claro que como paso previo a abandonar ellos mismos la lucha por la dictadura del proletariado y el socialismo. Bien visto, actuaron a su modo, consecuentemente. Otros, que no llegaron a tanto, vieron esta afirmación como justa, pero limitando su validez histórica al momento en que fuera formulada -1938, en momentos previos a la II Guerra Mundial. Superada esa conflagración, afirmaron que el capitalismo volvió a retomar un camino de crecimiento. Citaron en favor de ello las estadísticas de crecimiento del PBI de varios países, que habrían alumbrado los llamados “treinta gloriosos años de crecimiento” del capitalismo de la posguerra, sin tener en cuenta que dicho crecimiento se asentó sobre las bases de la monumental destrucción de vidas y capitales durante la II Guerra. De ser cierta esta tesis, el “Programa de Transición”, en el mejor de los casos, hubiera tenido validez para que la clase obrera enfrentara la II Guerra Mundial, pero habría dejado de tenerla en los años posteriores a su finalización. Muchos de estos extrotskistas se pasaron luego, con armas y bagajes, a la defensa del capital.
Pero, ¿no estaba planteada entonces la lucha por la revolución obrera y socialista en la posguerra -es decir, la estrategia definida en el “Programa de Transición”? La propia historia se ha encargado de responder esa pregunta. El triunfo de la revolución china y yugoslava en la década del ’40, en ambos casos enfrentando los dictados de la burocracia soviética que exigía una sumisión del proletariado a la burguesía nacional y a los pactos sellados con los Estados imperialistas, la guerra de Corea, el triunfo de la revolución cubana a fines de la década del ’50, la derrota del imperialismo francés y yanqui en Vietnam, el Mayo Francés, el Cordobazo, las coordinadoras obreras chilenas, la revolución sandinista, etc., mostraron la validez de la estrategia definida por León Trotsky en el “Programa de Transición”. Solo una izquierda que se haya pasado al capitalismo puede darle mayor relieve histórico al crecimiento transitorio del PBI que a la revolución triunfante en países tan decisivos como China o, en el caso cubano, en las mismas barbas del imperialismo yanqui. Contradice también la vitalidad del capitalismo, la ocupación de una parte considerable del continente europeo por el Ejército Rojo, quedando los países al este de Berlín bajo el control de la URSS.
La restauración capitalista posterior en estos Estados que expropiaron al capital no desmiente la caracterización histórica de la agonía del capitalismo. De hecho, es una variante analizada por el propio Trotsky en el “Programa de Transición” y en otros escritos. Anticipándose brillantemente a los hechos señala que “el pronóstico político tiene un carácter alternativo: la burocracia se transforma cada vez más en órgano de la burguesía mundial dentro del Estado Obrero, derriba las nuevas formas de propiedad y vuelve el país al capitalismo o la clase obrera aplasta a la burocracia y abre el camino al socialismo”. A partir de esta caracterización, Trotsky plantea la consigna de “abajo la camarilla bonapartista de Stalin”, propiciando una revolución política en la URSS -“política”, porque debe derribar a la burocracia pero no modificar las relaciones de propiedad. Fue una política que luego se plasmó en las grandes rebeliones antiburocráticas, como las que comenzaron en Berlín y Hungría en la década del ’50 y la Primavera de Praga en los ’60. La suerte de la revolución se jugaba en la posibilidad de derribar a la burocracia, que buscaría restaurar el capital para transformar sus privilegios de hecho en derechos de propiedad. Llegado a este punto, Trotsky distingue la mecánica de la revolución proletaria de la revolución burguesa y también de la contrarrevolución en ambas. Afirma que las contrarrevoluciones operadas luego de las revoluciones burguesas no tuvieron el propósito de restablecer las relaciones de propiedad feudales, sino de transferir el poder a fracciones más moderadas dentro de la propia burguesía. Así, por ejemplo, la vuelta de la monarquía a Francia en 1815 no restableció el feudalismo. Las relaciones burguesas de propiedad y el capitalismo se desarrollan autónomamente, más allá de las modificaciones del régimen político. En cambio, no ocurre lo mismo con los primeros pasos de la construcción del socialismo, que tiene su apoyatura fundamental en el propio Estado obrero. Un cambio del régimen de este, pasando a manos de una burocracia restauracionista, abre la puerta a la vuelta del capitalismo. Mientras el capitalismo se edifica automáticamente, el socialismo lo hace conscientemente. Solo puede considerarse irreversible cuando ha llegado a un nivel de desarrollo superior. No era el caso de la URSS y -agregamos nosotros- de los otros Estados donde se produjeron revoluciones proletarias, ya que en todos los casos se trataron de países con niveles de desarrollo inferiores a las potencias capitalistas de la época.
Este análisis brillante de Trotsky, que une la agonía del capitalismo con la posibilidad de una restauración capitalista, fue la base para que el Partido Obrero pudiera analizar contradictoriamente la restauración capitalista operada a partir de la disolución de la URSS y del resto de los Estados obreros, incluido China. Mientras la derecha auguraba el “fin de la historia” -o sea, la victoria final del capitalismo- y una parte muy considerable de la izquierda se pasaba abiertamente a la defensa del régimen burgués, el PO anticipó que la oportunidad que le abría al capital la restauración en los Estados obreros estaba condicionada por la agonía del propio capital. La incorporación a la órbita de la explotación capitalista de millones de obreros y de zonas geográficas enteras tenía como contraparte la aparición de nuevos competidores en un régimen social signado ya por una sobreproducción de capitales y mercancías. Todas las crisis capitalistas posteriores que hemos vivido desde los ’80 hasta la fecha, cada una más aguda que la anterior y separadas entre sí por períodos cada vez más breves de crecimiento, confirman esta caracterización sobre la agonía del capitalismo, que se manifiesta también en las hambrunas que alcanzan a una parte considerable de la población mundial; en los choques entre los monopolios y los Estados asociados a ellos como consecuencia de la sobreproducción mundial; en la tendencia a las guerras y en la hipertrofia especulativa, que es la contracara de la huelga de inversiones que alcanza a todas las economías capitalistas, empezando por la de Estados Unidos.
Método político
El “Programa de Transición” parte de la agonía del capitalismo como la condición objetiva de la política revolucionaria del proletariado. Pero este es el punto de partida y no de llegada. Su propósito va más allá: es superar la contradicción entre las condiciones objetivas de la revolución y el atraso subjetivo para ello. Por eso afirma que “la crisis de la humanidad se reduce a la crisis de dirección del proletariado”. Al momento de realizar esta afirmación, el proletariado venía de sufrir derrotas políticas significativas, como el triunfo de Hitler en Alemania, el afianzamiento de Mussolini en Italia, la derrota que ya se avizoraba como irreversible de la revolución española, el fracaso de la huelga con ocupación de fábricas de Francia de 1936 y, desde ya, la burocratización de la URSS y el exterminio físico de los bolcheviques mediante los oprobiosos Juicios de Moscú. La crisis de dirección se presentaba de modo palpable, contrastando las batallas dadas por el proletariado con la orientación criminal y traidora de sus organizaciones tradicionales, enroladas en la II y la III Internacional.
La fundación de la IV Internacional, asentada en estas derrotas históricas de los trabajadores, tuvo como misión histórica superar esta crisis de dirección del proletariado. El método político para ello fue elaborar un programa de reivindicaciones transitorias, que sirve como puente entre la conciencia política del momento de la clase obrera y la toma del poder por ella misma. En oposición al programa mínimo de la socialdemocracia, limitado a reformas dentro del cuadro capitalista, y su programa máximo socialista reservado solo para «los días de fiesta», Trotsky elaboró un programa de transición que supera esa dicotomía y presenta una estrategia unificada, cuyo eje es la lucha por el poder de la clase obrera a partir de la lucha por sus propias aspiraciones y reivindicaciones. La caracterización histórica de la agonía del capitalismo se expresa aquí bajo la compresión de que la satisfacción integral de las reivindicaciones más sentidas por la población laboriosa es incompatible con la sobrevivencia del régimen capitalista. En un cuadro de catástrofe social, Trotsky elabora un programa que contiene reivindicaciones fundamentales: la escala móvil de salarios, el reparto de las horas de trabajo entre ocupados y desocupados, la apertura de los libros de las empresas, el control de precios, la abolición del secreto comercial y el control obrero sobre la industria, estableciendo las condiciones para la expropiación de los grandes grupos capitalistas, la expropiación de la banca y la estatización del sistema de créditos, unido a los métodos políticos para ello, empezando por la formación de comités de fábrica, el armamento del proletariado, los soviets y la lucha por el gobierno obrero y campesino. Como ya lo había señalado en la tesis de la “revolución permanente”, se trata de un programa absolutamente válido para los países semicoloniales, cuyas condiciones para la revolución proletaria están dadas por el desarrollo del mercado mundial capitalista y la emergencia del imperialismo, que supera el debate ocioso entre países maduros e inmaduros para la lucha por el gobierno de los trabajadores.
Es claro que la crisis de dirección del proletariado en la actualidad se presenta de modo distinto a lo que sucedía en 1938, cuando Trotsky elaboró el “Programa de Transición”. El proletariado no revista en las filas de las organizaciones de la II y la III Internacional, que aún, a pesar de su traición, tenían su origen y su trayectoria ligada a la causa socialista. El hundimiento de la socialdemocracia y del estalinismo no fue ocupado por las organizaciones que se reclaman de la IV Internacional, sino por variantes diversas, que van desde planteos movimientistas, indigenistas, etc. El propio trotskismo, especialmente, no pudo mantener las posiciones establecidas en su programa fundacional y se quebró como resultado de la presión política del estalinismo, primero, por la dificultad para afrontar las condiciones políticas de lucha en el relativo reflujo en la posguerra en Europa occidental, luego, finalmente, bajo la presión del seguidismo a direcciones de la pequeña burguesía o del nacionalismo. El llamado “secretariado unificado” (SU) terminó integrando gobiernos de la burguesía, como el de Lula. Pero, en este caso, no deja de ser revelador que para pasarse abiertamente al campo de la democracia burguesa, el SU convocó un congreso para eliminar de su programa la defensa de la dictadura del proletariado, que es el eje central del “Programa de Transición”.
Incluso en los casos donde los partidos comunistas y socialistas siguen dirigiendo las centrales obreras, ya no puede identificarse con la situación de 1938, pues no actúan teniendo como referencia a la URSS y a los dictados del estalinismo, sino que se han reconvertido a partidos democráticos-burgueses de sus propios países. Esto no desmiente la crisis de dirección del proletariado sino que la hace más candente, así como también el método de reivindicaciones transitorias elaborado por Trotsky, para hacer frente a una situación de catástrofe social. La lucha contra la miseria, la desocupación masiva, el saqueo de los monopolios, la opresión imperialista y el militarismo encuentra una respuesta actual en las consignas y reivindicaciones desarrolladas en el “Programa de Transición”. Esta cuestión también delimita campos de modo categórico, tanto con el nacionalismo burgués como con la izquierda asimilada al régimen. ¿O no es claro que la lucha contra la reforma laboral y previsional, por citar solo dos ejemplos vitales muy en boga, hoy es patrimonio exclusivo en términos de corrientes políticas de las fuerzas que se reclaman de la IV Internacional? En Argentina, la izquierda estalinista, castrista y maoísta integra un gobierno que ha congelado las jubilaciones y avanza de hecho en la flexibilidad laboral, mientras prepara un nuevo acuerdo colonial con el FMI. Otra vez, ante la pregunta de por qué luchan los trotskistas, podemos responder simplemente: somos la única corriente política que rechaza la reforma laboral y previsional. Lo hacen, desde ya, millones de obreros, pero como corriente política, solo los que se referencian en la IV Internacional.
La lucha por la superación de la crisis de dirección entraña una lucha política de fondo, que reclama intervenir en todas las fases de las crisis y de las luchas que den los trabajadores, partiendo siempre de su propia experiencia. El planteo catastrofista sobre el capitalismo, que considera que los límites del capital están en su propia reproducción, generando crisis cada vez más agudas, no elimina esa lucha política sino que, al contrario, la hace más candente, porque solo a través de ella se puede superar la brecha que existe entre la madurez de las condiciones objetivas para la revolución y la inmadurez de las condiciones subjetivas. El abordaje unilateral de esta situación puede derivar en un objetivismo, que niega la importancia central de la lucha de clases como motor de la sociedad. Contra ellos, Trotsky advirtió que la caducidad histórica del régimen burgués no debe confundirse con la pérdida de reflejos políticos de la propia burguesía. Al revés, señaló que, contradictoriamente, la burguesía aborda la crisis final de su régimen social habiendo adquirido una experiencia histórica única en su política de dominación.
Este carácter universal del trotskismo, que tiene por finalidad excluyente poner fin a toda forma de opresión y explotación, está presente en la posición de nuestro partido sobre el contenido y el método que debe seguir la refundación de la IV Internacional. En oposición, por un lado, a las colaterales del «partido madre», que «exporta» partidos a otros países y, por otro, a establecer inventarios de divergencias que sean la excusa para reyertas interminables, el PO propuso la refundación inmediata de la IV Internacional sobre una base de principios políticos definidos –la defensa de la dictadura del proletariado, el rechazo al frente popular y a la colaboración de clases, la acción sobre la base de un programa de reivindicaciones transitorias y el carácter contrarrevolucionario del SU por su rechazo a la estrategia del gobierno obrero. Este método político retoma el carácter universal del trotskismo y su lucha por la refundación de una internacional obrera (IV Internacional).
Para la clase obrera, que tiene en su favor la evolución del proceso histórico, que también tiene una gran experiencia acumulada, asentada en grandes triunfos y también penosas derrotas, para aprender de unas y otras, nada mejor que estudiar a fondo la lucha de León Trotsky, uno de los más grandes revolucionarios de la historia.
Gabriel Solano
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