El argumento de La herencia del viento rememora con fidelidad el ambiente de lo que se llamó “el juicio del mono”. En dicho juicio, celebrado en 1925, se juzgó a un atribulado y joven profesor llamado John T. Scope (Dick York), acusado de enseñar las teorías de la evolución de Darwin. El pretexto fue que incumplía una ley del Estado soberano de Tennesse que prohibía a todo funcionario público hacer manifestaciones que pusieran en entredicho lo escrito en la Biblia, o sea como en tantas otras partes. Celebrado en la pequeña localidad de dicho Estado, Hilsboro, este juicio se convirtió en un debate nacional en el que, de alguna manera, también se juzgaba a las “fuerzas vivas” que encarcelaron al profesor.
Los principales personajes fueron encarnados por el soberbio Spencer Tracy ya en su tramo vital agonizante como, Henry Drumont, el abogado librepensador, el honesto defensor que representa el derecho a buscar la verdad, y por un ajustado Fredrich March como Mathew Harrison-Brady, que había sido un “hombre de confianza” el del presidente Woodrow Wilson, y por lo tanto, presumiblemente un liberal en otras cuestiones. Aquí el fiscal integrista que cae en el ridículo al proclamar ortodoxamente que la verdad ya estaba establecida definitivamente por la Biblia. También intervienen, Gene Kelly como el cínico cronista del Baltimore Herald el diario liberal marcado por su afán de sensacionalismo, que paga la defensa, Claude Atkins, el plebístero detrás de cuyo fanatismo religioso se esconden unos oscuros sentimientos hacia su hija, novia del profesor (Donna Anderson), más Florence Elridge como la paciente Mrs. Brady.
La película no pretende profundizar ni sobre los personajes ni sobre la historia. Lo que importa es el mensaje, la demostración de que el libre pensamiento no admite las actitudes inquisitoriales, aunque tampoco niega la Biblia. Simplemente la sitúa en su lugar, como una historia de Dios para los que quieran creer en ella, pero a condición de que sepan respetar a los que no creen. Esta actitud queda doblemente precisada. El idealista abogado defensor respeta más la gente de buena fe, que cree estar en lo justo, que al periodista banal que le apoya. Y al final, después de ganar una importante batalla por la libertad, el personaje de Spencer Tracy reúne en su modesta maleta, tanto la Biblia y El origen de las especies como dos obras inexcusables pero culturalmente complementarias.
Este compromiso “centrista” que le da a la película una conclusión moderadora, y que no se corresponde al relato que distingue entre los planteamientos intolerantes y prepotente de los “creacionistas”, y la actitud liberal y crítica del abogado que defiende al apabullado profesor. Podía interpretarse como un homenaje al “fair play” o sea como una opción imparcial que no corresponde con la verdad de los hechos. Por supuesto, la Biblia es un documento inexcusable en cualquier cultura, como testimonio de la extraordinaria imaginación de unos seres humanos para tratar de comprender el universo en un tiempo en que los griegos comienzan a plantear las primeras preguntas y a insinuar las primeras respuestas sobre una base científica. La teoría de la evolución no es una «teoría», es fruto de una ardua investigación fundamentada en datos comprobados; el mundo no tiene los pocos miles de años que se pueden deducir de la lectura bíblica, este tiempo es una insignificancia en la evolución. La fe no es otra opción, ni siquiera una «teoría”, y obliga sí acaso a los que creen en ella, pero no puede establecerse como la verdad, una maniobra que además los convierte en «amos» de «la verdad revelada», con la que a veces tratan de imponerse sobre los demás, todo un privilegio que les exonera de la incertidumbre que conlleva otra vía, la de búsqueda de la verdad.
No es por casualidad que La herencia del viento consiguiera del Festival de Cannes dos premios, y que sea considerada como un clásico todavía se encuentra muy por encima de otras adaptaciones de la misma obra, y que a pesar de contar con un duelo actoral no menos notable –entre Jason Robards y Kirk Douglas en una versión de los años ochenta, y de Jack Lemmon y Charles Durning en los noventa–, no se le pueden comparar de ninguna forma.
Pero el hecho es que, en cualquiera de sus versiones, esta obra tiene todos los elementos para provocar un buen debate sobre este tema tan caro al llamado “Creacionismo” (que aquí podría representar perfectamente el Opus Dei de forma que se podría hacer un pequeño ciclo incluyendo Camino, de Javier Fesser), en escuelas y entidades. “Está claro que la obra de estos dos autores- Darwin y Lévi Strauss- son de capital importancia para los científicos y humanistas, así como para los seres humanos. Sus obras – al igual que Copérnico, Galileo, Newton. Einstein-, han sido faros que iluminan la Humanidad y han trazado sendas profundas para comprender no solo el mundo en que vivimos sino nuestras propias existencias. …Quizá Darwin sea el pionero de este inmenso y colosal proceso de conocimiento, creando el Continente de lo Bio, en que poco a poco la Humanidad empieza a salir de la oscuridad, del atraso y de las cadenas que lo ataban a un pasado montado, para su auto comprensión, en falsas verdades y verdades a medias, es decir mentiras. Darwin fue el pensamiento más destacado en lo que se refiere a la Vida y quien sentó los pilares del campo de lo Bio, y en darnos las claves para desatarnos de esas cadenas y salir de la caverna oscura para ver el sol radiante y poder maravillarnos en esa belleza…”
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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