Las guerras contra Vietnam, Irak y Afganistán fueron derrotas para Estados Unidos. Sin embargo, los medios dominantes y la industria cultural las presentaron no solo como victorias morales, sino también como victorias militares.
El experto en propaganda computacional, Samuel Woolley, en 2020 publicó en su libro The Reality Game la historia de Jascha, quien se había instalado en Ucrania en 2013, un año antes del golpe de Estado. Durante este período, “fue testigo de nuevas formas de manipular la opinión pública usando información de muy baja calidad destinada a determinados grupos en el país. Más tarde nos dimos cuenta de que Ucrania era la avanzada de la propaganda computacional en el mundo. Ahora [2020] cuando queremos tener una idea de hacia dónde va el futuro de las fake news y de los bots políticos, simplemente miramos hacia Ucrania usamos Ucrania como caso de estudio”. En Computacional Propaganda, libro en el que reunió en 2019 una decena de expertos, reiteró la idea: la manipulación de la opinión pública a través de la propaganda computacional ha sido una guerra entre Rusia y Occidente en Ucrania desde los primeros años del siglo XXI.
Aparte de la CIA, desde 1997 la OTAN se aseguró de fundar agencias en Ucrania, para que las milicias cibernéticas aprendan el arte de la guerra moderna, es decir, de la propaganda computacional, con la fundación del “Centro de Información y Documentación (NIDC)”. Según sus declaraciones de principios, se trataba de un mecanismo que apuntaba a “crear conciencia y comprensión sobre los objetivos de la OTAN en Ucrania”, formando por décadas a “periodistas independientes”.
Los diagnósticos de los expertos han sido abundantes y consistentes, pero ninguno ha alcanzado los titulares de los grandes medios occidentales. El 16 de marzo de 2022, Sean McFate, integrante del Atlantic Council, fue directo: “Rusia puede estar ganando la guerra en el campo de batalla, pero Ucrania está ganando la guerra de la información. Esa es la clave para obtener el apoyo y la simpatía de los aliados”. Un oficial del Departamento de Estado señaló que “los ucranianos han dado una clase magistral en guerra de información”. Otro alto funcionario de la OTAN, en calidad de anonimato, le reconoció al Washington Post que el gobierno de Ucrania estaba haciendo un “excelente trabajo de comunicación” y de “operación psicológica” junto con un centenar de compañías publicitarias y medios internacionales. Es probable que esta funcionaria anónima sea Natalia Popovych, presidenta de One Philosophy, poderoso grupo que gestiona la imagen de gigantes como Microsoft, McDonald’s, MasterCard y Opel, financiadas, a su vez por varios gobiernos europeos, por la embajada de Estados Unidos en Ucrania, la USAID y el Institute for Statecraft de Inglaterra.
La guerra de Washington en Vietnam, como en Irak o en Afganistán más recientemente, fue una vergonzosa derrota que los medios dominantes y la industria cultural se empeñaron en presentar como una victoria moral. Más que eso, se vendió como una victoria militar, sobre todo en las películas, al extremo que hasta estudiantes universitarios aún hoy se sorprenden cuando escuchan que su país perdió la mítica guerra de Vietnam, recordada en millones de gorras de baseball que usan los “héroes ancianos” en McDonald o en Walmart para que los dejen pasar primero en la fila de la caja y, de ser posible, se arrodillen y les repitan aquello de “gracias por su servicio”, “gracias por proteger la libertad de nuestra nación”.
Al igual que la humillación de Bahía Cochinos en 1961, en Vietnam la derrota se basó, en alguna medida, en un defecto de la propaganda, pese al tsunami de millones de dólares inyectados por la administración de Johnson para demonizar a los disidentes más conocidos (Martin Luther King, Mohammed Ali, Noam Chomsky, Edward Said…) y a estudiantes que protestaban contra la guerra, hasta el extremo de reprimirlos a tiros en varias universidades. El resultado fue parcial pero sintomático: los padres de los estudiantes masacrados en universidades como Kent State University justificaron la violencia policial para evitar alguna forma de antipatripitsmo.
En Cuba se debió a la observación del médico argentino Ernesto Guevara, quien en 1954 se encontraba en Guatemala cuando la CIA destruyó esa democracia manipulando los medios. Cuando la Revolución cubana triunfó en 1959, una anomalía histórica en América latina, Guevara aseguró: “Cuba no será otra Guatemala”. Las enigmáticas palabras revelaban mucho para quienes tenían algún conocimiento de la realidad, como el agente de la CIA David Atlee Phillips quien, luego de la vergonzosa derrota, afirmó: “Castro y Guevara aprendieron de la historia; nosotros no”. Una década después, ocurrió algo similar en Vietnam. La millonaria maquinaria propagandística de Washington había regado ese país no sólo con armas de destrucción masiva, como el Agente Naranja, sino también con seis mil millones de panfletos para convencer a la población de su superioridad moral. El resultado fue catastrófico: los vietnamitas usaron los panfletos como papel higiénico.
Tanto en las Guerras Bananeras, como en la Primer Guerra Fría, como en esta Segunda Guerra Fría, las estrategias de la propaganda imperial son las mismas. Una de las consecuencias directas de la guerra psicológica consiste en el objetivo maniqueo que el presidente George W. Bush resumió en su paranoia belicista: “O están con nosotros o están contra nosotros”. Como decía la CIA en los años 50, “nuestra principal arma escupe palabras, no balas”. De esta forma se secuestran los pueblos para que se identifiquen con sus gobiernos que, básicamente, son instrumentos de las multimillonarias corporaciones. Ese “nosotros” apela a lo que hace dos décadas llamamos “La enfermedad moral del patriotismo” (ver también, “Las fronteras mentales del tribalismo”). Nada diferente al lema de la dictadura brasileña: “Brasil, ame-o ou deixe-o”. Por “Brasil” querían decir “nuestra ideología, nuestra oligarquía, los dueños del país”. Bajo este lema expulsaron al pedagogo y teórico Paulo Freire, “por ignorante” y antipatriota.
Esta estrategia de la propaganda convierte a cualquier crítico en un enemigo, tal como lo definiera la socialista convertida en halcón conservador del gobierno de Ronald Reagan, Jeane Kirkpatrick (no hay seres más resentidos que los conversos). Según la consejera y luego embajadora ante las Naciones Unidas, “aquellos que nos definen como una fuerza imperialista, racista, colonialista, genocida y guerrera, no son auténticos demócratas, no son amigos; se definen como enemigos y deben ser tratados como enemigos”.
Por esta lógica profundamente antidemocrática, gente decente que podría hacerle algún bien real a su propio país y al mundo se convierte con extrema facilidad en ciudadanos dóciles, autocensurados y funcionales a los intereses ajenos—en nombre de sus propios intereses, claro, porque en eso consiste cualquier tipo de propaganda.
Según mi modesto entender, no existe democracia sin dos requisitos fundamentales:
1) Tanto el poder político, económico como mediático deben estar supervisados y controlados por el pueblo (en el caso de las redes sociales, a través de comités internacionales);
2) Una democracia verdadera se mide por su tolerancia a la crítica radical, porque el pueblo también puede equivocarse, aún en un estado ideal donde su opinión no ha sido manipulada por el poder de turno.
Jorge Majfud | 22/06/2022
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