Una frase famosa de Umberto Eco dice que la estadística es la ciencia según la cual, cuando un hombre come dos pollos y otro no come ninguno, dos hombres comieron un pollo cada uno. Islandia rompe el promedio de la misma manera: hasta octubre del 2008 era, según las Naciones Unidas, el mejor país del mundo para vivir. Hoy, dos de cada tres islandeses quieren emigrar, adonde sea, cuanto antes. Hasta a Gesell llegaron dos islandeses el otro día, a ver cómo se daba acá el tema de la pesca: su idea era ir bajando hasta Comodoro y de ahí cruzar a Chile, a ver cómo se hacen las cosas del lado del Pacífico, pero el espíritu bestia gesellino les calzó como anillo al dedo y se quedaron el tiempo suficiente para contarnos lo que está pasando en su increíble país (además de chuparse hasta el agua de los floreros).
Los 300 mil habitantes de Islandia deben hoy cerca de 250 mil millones de euros (es decir, casi un millón de euros por habitante). El Reino Unido, Alemania y Suecia le reclaman un resarcimiento superior al que los Aliados impusieron a Alemania después de la Primera Guerra. La moneda islandesa (el kronur) no vale nada, la gente retiró los ahorros que pudo de los bancos antes de que quebraran, pasó esa plata a yens o euros y la puso bajo el colchón, razón por la cual ahora se anuncia que el índice de delitos, casi negativo en Rejkiavik hasta el año pasado, irá subiendo día a día, a la par de la paranoia colectiva y la inflación. Todo en Islandia echa humo hoy, y no es precisamente a causa de sus fabulosos géiseres sino de la pesca, de los bancos y de los machos, en ese orden, según nos contaron Halldor y Siggor.
Me explico: el gran cambio de Islandia comenzó en los años ’70, cuando el gobierno decidió abrirse del modelo escandinavo y tomar la drástica decisión de privatizar su único producto exportable: la pesca. La idea fue asignar a cada pescador una cuota fija anual, basada en su performance histórica y en un cálculo sensato de cuánto bacalao y atún se podía sacar cada temporada sin hipotecar el futuro. El que no quería pescar alquilaba o vendía su cuota. El resultado fue casi instantáneo: de la noche a la mañana, Islandia tuvo sus primeros millonarios –todos pescadores, por supuesto–. Uno tiende a pensar en los islandeses como escandinavos, pero parece que no es muy así: según Halldor y Siggor, los islandeses se caracterizan por su intensidad. Ejemplo: los pescadores de Islandia creen que sus pares suecos, rusos o japoneses son unos maricas que no se animan a salir al mar a la menor tormentita. El problema es que la temporada de pesca en Islandia está férreamente reglamentada: dura sólo tres meses al año. Y la educación no sólo es gratuita (incluso la universitaria) sino obligatoria. De manera que la juventud islandesa pescaba tres meses y estudiaba nueve. Y no sólo ganaba muy buena plata pescando: cuando se cubrieron los cupos universitarios locales, el Estado empezó a pagar a los jóvenes que iban a estudiar al exterior. O sea que, estudiaran o pescaran, los islandeses ganaban plata todo el año. Y, cuando se pusieron a estudiar, lo hicieron con la misma intensidad con que pescaban (la razón por la que Halldor y Siggor vinieron para acá es porque estudiaron español en el secundario y lo hablan con rotunda, aunque bastante graciosa, naturalidad).
Así llegamos a principios de los años ’90 y el auge de la timba financiera global. La muchachada islandesa no fue ajena a la fiebre de los commodities y los bancos de inversión. De a poco, la currícula universitaria de todas las carreras (desde biología hasta ingeniería) empezó a llenarse de seminarios de economía y finanzas, muchos de los jóvenes graduados en el exterior se postulaban para puestos gubernamentales y, en poco tiempo, Islandia era un casino, como dicen los tanos cuando se arma la joda. El islandés promedio tomaba un crédito en yens al 3 por ciento anual, compraba kronurs y las colocaba en un banco islandés al 16 por ciento. Cuando se cansaron de comprar Range-Rovers y contratar a Elton John para sus cumpleaños, los islandeses salieron a comprar acciones de los propios bancos que les prestaban dinero. La banca europea no se la quiso perder y también empezó a invertir en los tres megabancos islandeses (el Landsbanki, el Glitnir y el Kaupting). Incluso se inventó una teoría económica para el caso Islandia: la Economía del Abejorro (nadie podía explicar cómo se mantenía en el aire, pero se mantenía, robusta y movediza) y la Universidad de Rejkiavik anunció que iba a convertirse en un centro mundial de estudios financieros con alumnos de todo el planeta.
Les ahorro el final de la película porque, como argentinos, lo conocemos de sobra. En octubre del año pasado, la burbuja explotó. El Landsbanki, el Glitnir y el Kaupting quebraron sucesivamente. La mitad de Islandia se quedó sin trabajo y la otra mitad sin ahorros. El gobierno garantizó que todos los damnificados cobrarían tres meses de indemnización. A los tres meses cayó el gobierno. Y acá viene la parte más interesante del relato de Halldor y Siggor: en medio del bardo, se dio a conocer en Islandia el trabajo de un equipo de analistas del MIT norteamericano: en un relevamiento de 35 mil particulares que invertían sus ahorros en el mercado financiero, se descubrió que los hombres solteros eran los que tomaban más riesgos y tenían más pérdidas, y que el desempeño más racional, precavido y exitoso era el de las mujeres separadas con hijos.
Los islandeses descubrieron de pronto que sólo había habido una mujer en un puesto de importancia de las altas esferas bancarias (su nombre es Kristin Petursdottir y renunció al Kaupting en el 2005 para crear su propia empresa integrada sólo por mujeres –tanto Halldor como Siggor colocaron los pocos ahorros que les quedaron en manos de ella antes de partir en su viaje de exploración por Sudamérica–) y que toda la cúpula del Partido de la Independencia, que conformaba el gobierno, era exclusivamente masculina (la primera ministra actual, la socialdemócrata Johanna Sigurardottir, que asumió hace dos meses, cuando cayó el gobierno neoliberal, no sólo es mujer y lesbiana sino que también es madre adoptiva de dos hijos).
Según Halldor y Siggor, en la nueva Islandia no sólo el futuro es mujer; también el pasado: un grupo de historiadores ha revelado recientemente que los antiguos vikingos islandeses, cuando volvían de sus expediciones de conquista, aceptaban con toda naturalidad como propios los hijos que habían tenido sus esposas con esclavos durante su ausencia (a diferencia de sus pares escandinavos, que pasaban por las armas a toda mujer infiel). Tanto Halldor como Siggor son dos ursos considerables, y la noche en que estuvimos conversando se chuparon varios hectolitros de alcohol, así que ninguno de nosotros se atrevió a preguntarles si habían dejado esposa o novia en Islandia y si ya se estaban mentalizando para adoptar los críos que se encuentren a su regreso. Pero lo sabremos pronto, porque los dos prometieron escribirnos y mantener el contacto.
Juan Forn
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