Un viaje a Riga, Letonia, Europa. ¿Europa? He ido para ver de cerca un desfile de ex nazis, supervivientes de las Waffen SS que, bien voluntarios (la mayoría) o reclutados a la fuerza, ayudaron a los alemanes en el sitio de Leningrado y participaron activamente en el exterminio de los judíos letones. Son viejos, pero son muchos. Es el 16 de marzo por la mañana. Se van agrupando lentamente en las calles de la ciudad vieja, algunos de ellos con sus gorras militares. Son pobre gente, van desastrados pero ni están solos ni son pocos. La ciudad está vigilada por miles de policías, en cada equina hay grupos de agentes de paisano. El día de su reunión anual, les acompañan miles de hijos, de nietos, de simpatizantes y de amigos.
Es una demostración de fuerza, no un momento de nostalgia. El 16 de marzo de 1944 fue el bautizo de fuego de las divisiones nazis letonas en Pskov contra las tropas soviéticas que se disponían a romper el cerco de la que entonces se llamaba Leningrado y hoy se llama San Petersburgo. La víspera llega la noticia de que las autoridades han prohibido la manifestación. Es una novedad. Hasta hace algunos años el 16 de marzo era fiesta nacional. El parlamento de la nueva república independiente, que aún no era miembro de la UE, lo votó por una amplia mayoría. Luego a alguien se le ocurrió que quizás a Europa no le haría gracia, y la festividad se revocó.
Pero los nazis letones no renunciaron a sus desfiles que acababan en el monumento a la libertad, en pleno centro de Riga. Ni habrían tenido por qué, ya que tienen las bendiciones de los ministros y en sus desfiles participan no pocos diputados. Así es que los antifascistas letones, los rusos étnicos los primeros, estaban encantados pensando que la prohibición era señal de que se lo habían pensado y a lo mejor aquello hasta era una consecuencia de su contrarreacción, al haber solicitado que se les autorizara una manifestación en el centro de Riga para ese mismo día y haber convocado una asamblea con organizaciones antifascistas estonias, finlandesas, rusas, polacas, ucranianas.
Pero en Riga, Letonia, Europa, las cosas ocurrieron de otra forma. La policía letona recibió la orden de no dejar pasar a los invitados a la conferencia «Un futuro sin nazismo». Se detuvo a nueve jóvenes en la frontera letona, se les quitaron sus documentos y se les devolvió a Estonia. ¿El motivo? Constar - dice un funcionario – en una lista de «indeseables». A otro estonio, Sergej Chaùlin, se le detuvo al volver a su país. Todos ellos ciudadanos europeos, sin antecedentes penales, que estaban cruzando una frontera interna de la Europa de Shengen, la de la libertad de movimiento. A otro invitado, él también estonio, Dmitry Linter, le fue peor. Llegaba en tren de Moscú. Un europeo que volvía a Europa: pues lo mandaron de vuelta a Rusia sin más explicación, aunque a lo mejor el motivo era que acababa de recibir un premio de periodismo en Moscú. Y al día siguiente la policía, con un gran despliegue, ocupó todo el centro de Riga, alrededor de la plaza Domskij, y dejó pasar, con cuidado exquisito, la manifestación de las SS nazis en medio de un ondear de banderas nacionales, deteniendo en cambio a un diputado, ciudadano letón pero ruso étnico, junto con algunos activistas antifascistas que protestaban desde las aceras.
A la conferencia, eludiendo los oscuros listados de los servicios, llegaron en cambio Maksim Reva y Mark Siryk, a quienes les cayeron un mes y medio y 7 meses de cárcel, respectivamente (hasta que se les declaró «no culpables») por haber organizado en 2007 «desórdenes públicos» con vistas a impedir la absolutamente indispensable (para el democrático gobierno estonio) retirada del centro de Tallinn del monumento al soldado soviético vencedor del nazismo.
Esa misma Tallinn, Estonia, Europa, en la que se está celebrando el juicio contra Arnold Meri, 89 años, héroe de la URSS, acusado de haber participado en las deportaciones estalinianas de después de la guerra. Se está muriendo de cáncer, está medio ciego, no hay pruebas de cargo contra él, la más importante es una entrevista concedida por el propio Meri. Pero el juez pretende que el acusado se persone, y ha suspendido el juicio a la espera de que se cure. Según parece, para poder condenarle a cadena perpetua. Mejor aún si se muere durante el juicio, deshonrado en el país en el que ha vivido durante toda su vida. Todo ello mientras su hermano, Lennart Meri, que fue presidente de la Estonia independiente, escribe el prólogo entusiasta de un libro muy caro que ensalza a las SS estonias (Hitler tuvo también aquí no pocos adeptos). Durante el periodo soviético, Lennart enseñaba tranquilamente en la Universidad de Tallin. En cambio su hermano Arnold – que hoy está en la picota – tuvo que esperar a que se muriera Stalin para que el partido comunista, que evidentemente non le consideraba demasiado fiel, le rehabilitara.
Así se escribe la historia en estos dos países bálticos que han entrado en Europa obsesionados por un pasado que no logran olvidar y que les está envenenando el día a día. Pero la cuestión es ¿a qué se deben esas ganas de revancha, incluso de venganza contra los padres que se lleva a cabo contra los hijos? Entre 1996 y 2008 han nacido en Letonia 9.000 niños marcados por el pecado original de ser «no ciudadanos». Lo dicho, porque nacer en Letonia de padres rusos no equivale a tener derecho de ciudadanía, mientras que quien nace en el extranjero de padres letones es automáticamente ciudadano letón.
¿Es eso lo que piensa la gente normal? No parece. En Riga he visto que entre los rusos y los letones las relaciones son normales. Hasta amables en las oficinas públicas y en los establecimientos, donde se habla ruso con toda normalidad, sin que nadie se escandalice ni le dé importancia. Parece que todo ello se debe a una élite política que ha llegado en gran parte del extranjero, sobre todo de los EE.UU., hijos de exilados de la época soviética, que no han pasado por ninguna ‘desnazificación’, cuidadosamente seleccionados para «desovietizar» al país y ocupar todos los ganglios del Estado, sin que preocupe demasiado su calibre democrático.
El resultado es, por ejemplo, que en una ciudad en su mayoría de lengua rusa, no hay un solo cartel, ni una señal de tráfico, ni siquiera una valla publicitaria, ni un rótulo de una tienda, escritos en ruso. Y que en Letonia, a los 16 años de su independencia, a los 7 de su entrada en la OTAN, a los 5 de su entrada en Europa, 372.421 «alienígenas» carecen de derechos civiles. Ni siquiera pueden votar en las municipales. Son ciudadanos europeos pero tampoco pueden votar en las elecciones europeas. Letonia-Estonia-Europa. ¿Europa?
Giulietto Chiesa
La Stampa
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