Mañana, la llama que durante más de sesenta años fue el símbolo de la continuidad neofascista desaparecerá de la corriente política. Las ideas fascistas perdurarán en el Partido del Pueblo de la Libertad que lidera ll Cavaliere.
Las llamas se apagan en toda Italia. Mañana, la llama que durante más de sesenta años fue el símbolo de la continuidad neofascista con Mussolini, desaparecerá de la corriente política. La Alianza Nacional, el último reducto importante de esa herencia, se está “fusionando” con el Partido del Pueblo de la Libertad para darle al bloque gobernante una única identidad y un único líder.
El cambio tardó mucho en llegar: quince años o más. Berlusconi rompió el gran tabú de la política italiana de posguerra después de su primera victoria en la elección general de 1994 e incorporó a cuatro miembros de la Alianza Nacional en su coalición. Integrar a los fascistas y neofascistas era tabú con buenos motivos. Por un lado, su regreso después de que llevaran a la ruina a la nación durante la guerra estaba prohibido por la nueva Constitución, cuyo artículo 139 establece: “Está prohibida la reorganización, bajo cualquier forma, del disuelto Partido Fascista”.
Esa prohibición fue más violada que cumplida desde 1946, cuando Giorgio Almirante, el líder del Movimiento Social Italiano, tomó el mando de Mussolini donde éste lo había dejado a su muerte y condujo al nuevo partido al Parlamento. Pero los neofascistas permanecieron en el limbo parlamentario, lejos del poder. Berlusconi borró esa inhibición. Bajo el liderazgo de Gianfranco Fini, los “post-fascistas” ganaron terreno. Alto, con lentes, lo opuesto a Berlusconi en todo sentido, el líder de la Alianza Nacional impresionó a los eurócratas con sus credenciales democráticas cuando fue llamado para dar una mano en la redacción de la nueva Constitución de la UE.
Fini rompió la conexión de su partido con el antisemitismo, haciendo repetidas visitas oficiales a Israel, donde fue fotografiado con el “kipá” en el Muro de los Lamentos. En una visita en 2003, llegó hasta a condenar a Mussolini y a las leyes raciales aprobadas en 1938 que prohibían la entrada de los judíos a las escuelas, lo que resultó que cientos fueran deportados a los campos de concentración. “He cambiado mis ideas sobre Mussolini”, dijo en ese momento. “Y condenar las leyes raciales significa hacerse responsable de ellas.” Como un estadista, las palabras se le pegaron como pelusa. Los miembros del partido de la línea dura –como Alessandra Mussolini, la glamorosa bisnieta del Duce– estaban furiosos y se fueron para formar micropartidos fascistas propios. Pero la estrategia de Fini prevaleció. Bajo el patronazgo de Berlusconi, se convirtió en canciller, luego en viceprimer ministro y ahora en presidente de la Cámara baja, un puesto más prestigioso que su equivalente en Gran Bretaña. Como el indiscutible número dos de Berlusconi en el nuevo partido fusionado, es también su tácito heredero.
Los puri e duri, los elementos fascistas incondicionales, han estado chirriando sus dientes. Un grupo quería organizar una ceremonia para marcar la extinción de la llama en el “Altar de la Nación”, el símbolo como torta de bodas de Italia en lo alto de la Piazza Venezia en Roma. El alcalde de la ciudad, irónicamente él mismo un post-fascista de toda la vida, la prohibió. Pero los puri e duri no se entregan. “¡La Alianza Nacional se muere, la derecha vive!”, se leía en un panfleto de uno de los partidos de la ultraderecha, cuyo símbolo es una llama enorme.
Bandas Negras, un libro de investigación de la extrema derecha de Paolo Berizzi publicado en Italia esta semana, afirma “que por lo menos 150 mil jóvenes italianos menores de 30 años viven en los cultos del fascismo y el neofascismo. Y muchos con el mito de Hitler”. Cinco pequeños partidos son responsables del 1,8 por ciento de voto nacional, entre 450 mil y 480 mil votantes. Estas son cifras significativas, pero ni combinadas pueden para alcanzar el umbral del 4 por ciento necesario para entrar al Parlamento.
El hecho de que se apague la llama fascista no significa que las ideas fascistas han desaparecido de la escena política italiana. Más bien lo opuesto. Quince años después de que Berlusconi trajera a los neofascistas del olvido, su impacto en la política nunca fue tan sorprendente ni tan perturbador.
Según Christopher Duggan, el autor británico de La fuerza del destino, una aclamada historia de la Italia moderna, la fusión de los dos partidos no marca la desaparición de las ideas y prácticas fascistas, sino más bien su insinuación triunfal. “Esta es una situación alarmante en muchos, muchos sentidos”, dice. “La fusión de los partidos significa la absorción de las ideas post-fascistas en el partido de Berlusconi, la tendencia a no ver finalmente diferencias morales y políticas entre aquellos que apoyaron el régimen fascista y aquellos que apoyaron la resistencia. De manera que el hecho de que el fascismo fue agresivo, racista e intolerante es olvidado; hay un callado coro de la opinión pública diciendo que el fascismo no era tan malo.”
“Más alarmante –dice Duggan– es que la permanente erosión y descrédito de las instituciones estatales juega a favor de una elite dictatorial, como lo hizo en la década de 1920.” Lo perturbador no es solamente la rehabilitación sistemática del fascismo, sino la erosión de cada aspecto del Estado, por ejemplo la Justicia, con el resultado de que la gente siente la urgencia de tirarse en los brazos del hombre que creen que puede arreglar las cosas. Si el Estado no funciona, la gente recurre a la persona. Así es como desapareció el liberalismo en los ’20, con el descrédito del Parlamento, de manera que al final no hubo necesidad de que Mussolini lo aboliera: simplemente lo ignoró. Algo muy parecido está sucediendo hoy.
Peter Popham
Página 12 / The Independent
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