Que la OTAN precise celebrar a bombo y platillo el sexagésimo aniversario de su fundación parece, por sí solo, señal de mala salud. Y eso que, y al menos entre nosotros, las disputas que antaño provocó la Alianza Atlántica han bajado, injustificadamente, muchos enteros. Así lo testimonia, sin ir más lejos, la apreciación que hizo suya, semanas atrás, una de las tertulianas de turno, firmemente convencida de que la presencia de militares españoles en Afganistán quedaba suficientemente fundamentada por el paraguas que ofrecía la OTAN, una instancia al parecer impoluta y de siempre entregada al respeto de la legalidad internacional y de los derechos humanos…
Es urgente, sin embargo, reabrir la discusión sobre lo que hoy significa la Alianza Atlántica. Lo primero que conviene recordar al respecto es que la OTAN configura la principal de las avanzadas militares perfilada por los países ricos. Como tal, y si así se quiere, constituye el brazo armado de un proceso nada edificante –la globalización capitalista–, y contribuye poderosamente a asentar en el Norte opulento una genuina y orgullosa fortaleza. Por su singularidad guerrera –carece de competidores–, la Alianza tiene tanto peso como el que corresponde en conjunto al Fondo Monetario, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Por cierto que, si todas estas instancias han escapado llamativamente al control de la ONU, obligado parece subrayar que la OTAN ha desempeñado papeles decisivos a la hora de desacreditar, también, a la máxima organización planetaria: en 1999, al cumplir medio siglo, la Alianza dejó claro que en adelante sus acciones no tendrían por qué depender de una resolución específica del Consejo de Seguridad, en lo que se antojaba un torpedo en la línea de flotación de un Derecho Internacional laboriosamente gestado durante decenios.
En un sentido próximo, la OTAN es una organización claramente supeditada al dictado que impone la Casa Blanca. Aun siendo cierto que algunos miembros de la Alianza han contestado en momentos precisos unas u otras políticas norteamericanas –así lo hicieron, por ejemplo, Francia y Alemania con ocasión de la agresión que EEUU preparaba en Irak en 2003–, la OTAN como tal a duras penas ha servido de cauce para la expresión de tales disensiones. Antes bien, la Alianza ha refrendado puntillo- samente todos los criterios defendidos por Estados Unidos, lo cual no ha sido óbice para que este se sirviese de ella a capricho según las circunstancias. Washington rehuyó la colaboración de la OTAN en el mentado Irak, pero bien que la recabó, en cambio, en Afganistán. Es evidente, de cualquier modo, y en paralelo, que la Alianza ha sido un elemento decisivo a la hora de cancelar cualquier proyecto de independencia del lado de la Unión Europea.
El derrotero reciente de la OTAN se ha visto marcado, en otro terreno, por tres procesos de interés. El primero es una generosa expansión del área de sus acciones militares, no sometida hoy a restricción alguna, y ello por mucho que pueda apreciarse una concentración de intereses en una región, el Oriente Próximo, geoestratégica y geoeconómicamente vital. El segundo lo aporta una activa presión sobre Rusia, encaminada a obstaculizar el renacimiento, en el oriente europeo, de un gigante contestatario; en este sentido, y de nuevo, ningún dato permite afirmar que la Alianza Atlántica ha servido de freno a una creciente agresividad norteamericana plasmada, por ejemplo, en escudos antimisiles y bases militares que apuntalan un proyecto orientado a disputarle a Moscú una atávica zona de influencia. Agreguemos, en suma, que las presiones de la OTAN mucho tienen que ver con el crecimiento del gasto militar en todo el planeta; quienes, hace tres lustros, se atrevían a sugerir que la Alianza era un venturoso estímulo para las conversaciones de control de armamentos han tenido que plegar velas.
No puede faltar en nuestras consideraciones, en fin, el recordatorio de que, rematada la Guerra Fría y necesitada la OTAN de nuevas fuentes de legitimación, al cabo encontró la mayor de estas en el intervencionismo autodenominado humanitario. No hay que ser muy sagaz para concluir que este último responde las más de las veces a la defensa de los intereses de siempre, realizada ahora, bien es cierto, de la mano de procedimientos aparentemente más benignos y notablemente más eficaces. Quien piense, de cualquier modo, que la OTAN siente alguna preocupación por los derechos humanos en algún lugar del planeta haría bien en preguntarse por qué sus soldados no se han desplegado en Gaza y Cisjordania –para exigir la retirada del Ejército israelí–, en el Kurdistán –para reclamar de los militares turcos el respeto de las normas más elementales– o en el Sáhara Occidental –para hacer otro tanto con las fuerzas armadas marroquíes–. El intervencionismo humanitario ha servido para ocultar, por añadidura, lo que ocurría en la trastienda en la forma de un doble y delicado proceso: mientras la OTAN se ha lanzado con denuedo a la identificación –en su caso a la creación– de nuevas amenazas como las que supondrían el terrorismo internacional o las migraciones, por el otro –ya lo señalamos antes– bien que ha procurado, incansable, reflotar algunas de las viejas, y en singular la que acarrearía el gigante ruso.
Chesterton, el escritor inglés, tuvo a bien señalar que el matrimonio es una institución ideal para resolver un sinfín de problemas que no existirían de no existir el propio matrimonio. Si sobran las razones para endosarle a la Alianza Atlántica la frase chestertoniana –tradúzcala el lector–, también sobran para desear que el de estos días sea el último aniversario que la OTAN celebre.
Carlos Taibo, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid
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