El continente africano se ha convertido en un gigantesco laboratorio para la industria farmacéutica. Una realidad que en las últimas semanas ha vuelto a ocupar grandes titulares a raíz de las negociaciones que el Gobierno de Nigeria mantiene con Pfizer para “saldar viejas cuentas” de unos ensayos clínicos de la multinacional en 1996. La muerte de once niños nigerianos y 181 casos de graves efectos secundarios, incluidos daños cerebrales irreversibles, se atribuyen a estas pruebas.
Por aquel entonces, la mayor farmacéutica del mundo envió a un grupo de médicos a Kano, una ciudad al norte del país, para que testasen un nuevo antibiótico indicado para la meningitis y otras infecciones. Los expertos de la compañía suministraron un medicamento llamado Trovan a dos centenares de niños con la promesa de que conseguirían curarlos. El fracaso de la terapia experimental hizo que la empresa tuviese que desmantelar su dispositivo apenas dos semanas después de haber llegado a la zona sin ofrecer mayores explicaciones a las familias de los afectados.
Los facultativos de la empresa estadounidense ensayaron durante aquellos días con un tipo de antibiótico todavía en fase de estudio y sin haber superado los tests previos. Nigeria, en medio de una epidemia de meningitis y cólera que se llevó la vida de más de 11.000 personas, sirvió de excusa para poner en práctica un experimento, alejado de toda ética, en el que se utilizaron auténticas cobayas humanas. La conciencia de uno de aquellos investigadores, Juan Walterspiel, le obligó a denunciar lo ocurrido mediante una carta dirigida al máximo mandatario de la institución. Al día siguiente fue despedido por motivos ajenos a su misiva, según versiones oficiales.
Casi 13 años después, Pfizer sigue sin asumir sus responsabilidades e insiste en su inocencia. La batalla legal entre la multinacional y el Gobierno nigeriano se ha prolongado durante los últimos años sin que se saquen demasiadas conclusiones en limpio. Es ahora cuando podría llegar un acuerdo definitivo entre ambas partes, siempre y cuando el arreglo extrajudicial ofrecido por la compañía en concepto de indemnización sea suficiente para silenciar la indignación de las víctimas. Cincuenta y cinco millones de euros, como cifran algunas fuentes, podrían atenuar el dolor de muchas familias que se han visto conducidas a la mendicidad para poder pagar el precio de las medicinas que calman la aflicción de sus hijos en los que el Trovan sigue dejando secuelas.
La necesidad de Occidente de acelerar los plazos para obtener beneficios inmediatos, sin importar los medios para conseguirlos, es la causa de muchas de las atrocidades que se cometen en el continente olvidado. Allí acuden las grandes farmacéuticas en busca de impunidad para desarrollar con premura sus investigaciones, de manera que puedan ser rentabilizadas lo antes posible en los países desarrollados. Las consecuencias en la población africana poco importan para la vorágine capitalista.
La mirada etnocentrista del hombre blanco sigue sin reconocer la existencia “del otro” en igualdad de condiciones. Mientras haya mundos de primera y de tercera, África continuará siendo el patio trasero de la humanidad y sus preguntas inquisitorias sobre su subdesarrollo volverán a ser silenciadas por sus opresores en medio del griterío y de los codazos de los grandes de intereses del Norte para llegar siempre los primeros. ¿Qué hubiera pasado si en lugar de Nigeria “el laboratorio” de Pfizer se hubiese ubicado en cualquier país occidental? Seguramente estaríamos hablando de una condena sin precedentes por parte de toda la comunidad internacional. Lástima que el Sur no tenga voz para interrogar y rechazar los abusos de quienes lo tiranizan.
El gran escritor y dramaturgo británico-irlandés, Oscar Wilde, dijo en una de sus frases más celebres: “Esto no es un ensayo general señores, es la vida”. El continente africano no son los bastidores en donde se prepara la tramoya antes de salir a escena en el gran teatro del mundo. África y los africanos también son la vida.
David Rodríguez Seoane (CCS)
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