¿Cómo es posible que un sistema fundado en la explotación y la violencia mantenga una vitalidad comparable con los superhéroes de las novelas de ficción? ¿Será este atractivo, la supuesta inmortalidad, lo que provoca la humana veneración de sus postulados? Sus defensores parecen obviar las desigualdades sociales y no dar crédito a las contradicciones de clase.
Empresarios, terratenientes, sectores medios, obreros, campesinos, parados y grupos marginales se declaran pro capitalistas. Gama heterogénea de acólitos que hoy se muestran preocupados por su salud. La crisis le resta vitalidad. Está enfermo y rezan pidiendo su pronta recuperación. Las plegarias se diversifican. Algunas solicitan una mayor intervención del Estado para salvar sus ruinosos negocios y mantener sus opulentos niveles de vida, son los banqueros y los especuladores. Otras piden una rotación en el empleo, manifestando su cuota de responsabilidad en la crisis. Han vivido por encima de sus posibilidades. Quisieron tener casa, comida, educación, salud, ocio y cultura, colapsaron el sistema. La solución es entonar un mea culpa. También los hay que se decantan por una plegaria destinada a mantener el itinerario neoliberal. Es decir, seguir profundizando en la privatización, la flexibilidad del mercado laboral, y lograr una mayor y mejor apertura comercial y financiera. Son los mismos que rezan para el mantenimiento de paraísos fiscales, así podrán seguir lavando dinero en Costa Rica, Panamá o Islas Caimán. Unos con más convicción veneran la revolución neoliberal de los años 80 del siglo pasado. Otros, tal vez por conformismo se coaligan. Mientras tanto, su aplicación no ha dejado de reducir los espacios democráticos en medio de dolorosas luchas sociales con miles de muertos.
En el fondo se plantea una decisión ética y moral. No podemos aducir ignorancia o indiferencia sobre el tipo de sistema que es el capitalismo y la enfermedad endémica que lo corroe internamente. Hambre, miseria, contaminación, apropiación de medios de vida de campesinos, pescadores y pueblos indígenas a manos de empresas trasnacionales. Tampoco desmerecen las guerras por el control de las materias primas destinadas a la industria de alta tecnología, el trabajo esclavo en las minas de oro, plata, níquel o diamantes y las veladas formas de semiesclavitud introducidas en la maquila. A lo anterior sumamos la falta de escrúpulos de las empresas alimenticias que usan al mundo entero de cobaya al introducir transgénicos, ocultando o destruyendo informes que hablan de los peligros para la salud a la hora de su ingesta Pero no importa. Lo dicho se soslaya en pro de una visión utópica del capitalismo. Se engañan emitiendo un diagnóstico superficial de la crisis basada en síntomas externos. No quieren dar su brazo a torcer. Ocultan estar en presencia de un enfermo agonizante. Mantenido artificialmente con vida, utilizan sofisticada maquinaria para retrazar su muerte. Vociferan estar ante una crisis efecto de un empacho de avaricia. Cuestión de gases y falta de oxígeno. Sal de fruta, analgésicos para un cáncer generalizado.
Presidentes de Estado, jefes de gobierno, monarcas, tanques de pensamiento, organismos internacionales y grupos de presión se turnan día y noche insuflando oxígeno a un cuerpo cuyos pulmones no pueden seguir respirando. Pero ellos mantienen la visión teológica del capitalismo. Apelan a su naturaleza divina, a sus poderes ocultos, al mercado. La solución es inyectar más dinero en las venas, bajar la presión reduciendo los tipos de interés y reactivar el consumo por la vía de la demanda. Oxígeno para un paciente decrépito y sin futuro. Pero ellos están convencidos de esa receta. Como el ave Fénix, renacerá lleno de vitalidad, dispuesto a proseguir su camino. Éste es el relato mítico afincado en la acción de la mano invisible y sus leyes de la oferta y la demanda cuya máxima se resuelve en hacer de los vicios privados virtudes públicas.
No se trata de proyectar una imagen pueril del capitalismo. Pero si pensamos en América Latina en el periodo de guerra fría, nos encontramos con datos poco halagüeños sobre la realidad del capitalismo. La estela para imponer su voluntad supuso en Argentina 46 mil muertos; en Colombia 350 mil; en Chile 4 mil; en El Salvador 75 mil; en Guatemala 200 mil; en Haití 45 mil; en Nicaragua 70 mil; en Perú 69 mil; en Panamá 3 mil; en República Dominicana 6 mil y en Cuba la dictadura de Batista (1952-1958) incorpora 20 mil muertos. Cifras oficiales o declaradas en comisiones de la verdad. En esta lista no se suman las víctimas de la dictadura de Stroessner en Paraguay o la Bolivia de los años 80 con Meza o Bánzer. En total 888 mil mil personas. Sin considerar las defunciones por hambre, enfermedades o falta de medios sanitarios.
El capitalismo ha vomitado dos guerras mundiales y a él debemos técnicas sofisticadas de tortura y asesinatos masivos. Cámaras de gases, gas naranja, napalm, balas de uranio empobrecido y un sinnúmero de armas bacteriológicas y químicas, sin olvidar las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Nunca en la historia un sistema social es responsable de tanta ignominia. Poblaciones enteras padecen las consecuencias. El exterminio de grupos étnicos y el asesinato de líderes sindicales y obreros es parte de su magna obra. Violaciones, terrorismo sicológico y el desprecio a la vida humana son el lenguaje común del capitalismo. ¿De que se vanaglorian sus defensores? Ellos prefieren mirar hacia otro lado. Siempre, dirán, los beneficios de la mano invisible del mercado son mayores que los inconvenientes derivados de su aplicación. Con esta premisa se defiende su inmortalidad.
Sin embargo, al día de hoy aún no se han mostrado las virtudes de un orden donde la miseria y el hambre, la muerte y la explotación se alzan como sus baluartes supremos. Quienes lo defienden se autoexcluyen de la condición humana. No se sienten ligados por los valores de la democracia y la dignidad y fraternidad republicana. Lamentablemente son muchos los que prefieren mutar en nombre de la libertad de mercado y los derechos individuales. Mutación que no reconoce clases ni desigualdades sociales. Su lema es sálvese quien pueda pero yo el primero. ¡Viva el capitalismo!
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
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