¿Por qué ahora? No es la primera vez que los representantes británicos son cogidos en falta. La historia de todos los gobiernos del mundo es una historia de escándalos. En ella, quienes llegan a la cumbre suelen ser los seres más ambiciosos, inmisericordes e inescrupulosos que la política pueda producir. En su pertinaz tendencia a llevar sus intereses al límite, caminan siempre al filo del descrédito, a menos que las cosas se les vayan de las manos ¿Cómo se explica que, justo ahora, la revelación de algunos escándalos parlamentarios amenacen con acabar no sólo con el gobierno sino también con nuestro antediluviano sistema político?
En los últimos 15 años, hemos visto pasar escándalos de dinero a cambio de preguntas, de cargos o de votos, casos como los de Hinduja y Ecclestone, las mentiras y maquinaciones que condujeron a la invasión de Irak o el abandono forzoso de la trama de corrupción vinculada a la empresa de armamentos BAE. En comparación con la flagrante subversión de la funciones de gobierno que muchos de estos casos suponían, el actual escándalo de los gastos parlamentarios que afronta el gobierno Brown es pecata minuta. Cualquiera de los otros debería haber desencadenado las reformas políticas de fondo sobre las que hoy se está discutiendo. Pero no ocurrió así.
El actual escándalo de los gastos parlamentarios, por el contrario, podría liquidar al Partido laborista. Y hasta podría forzar a los políticos de todos los partidos a abordar cuestiones como la de nuestro injusto sistema electoral, los Lores no electos, el excesivo poder del ejecutivo, el chantaje legalizdo que ejercen los "whips" en el parlamento1 y un sinnúmero de anacronismos e injusticias ¿A qué viene tanta diferencia?
Mi opinión es que la actual crisis política tiene poco que ver con el escándalo de los gastos, y menos aún con el liderazgo de Gordon Brown. Si está teniendo lugar es sencillamente porque nuestro sistema económico ya no puede extraer riqueza de otras naciones. Las revoluciones y reformas que tuvieron lugar en casi todos los países desarrollados en los últimos 300 años sólo han podido evitarse en Gran Bretaña gracias a las remesas provenientes del exterior.
El malestar social que podría haber tranformado nuestra vida política fue exportado a las colonias y a otros socios comerciales reticentes. Los levantamientos en Irlanda, India, China, el Caribe, Egipto, Sudáfrica, Malasia, Kenia, Irán y otros lugares subyugados por Gran Bretaña fueron el precio político de nuestra paz. Tras la descolonización, nuestro saqueo de otras naciones se mantuvo gracias a los bancos. Ahora, por primera vez en tres siglos, éstos no pueden cumplir con sus compromisos, lo que nos obliga a enfrentar nuestros problemas.
Es posible que la crónica acabada del saqueo organizado por este país nunca vea la luz, pero podrán invocarse algunos pasajes. En su libro Capitalism and Colonial Production, Hamza Alavi calcula que el flujo de recursos de la India a Gran Bretaña entre 1793 y 1803 fue de alrededor de 2 millones de libras por año, el equivalente a varios miles de millones de hoy. El drenaje económico de la India, apunta, "no sólo ha sido un factor clave de su empobrecimiento [...] también ha sido un factor significativo de la revolución industrial en Gran Bretaña". Como observa Ralph Davis en The Industrial Revolution and British Overseas Trade, desde 1760 en adelante, la riqueza de la India "permitió comprar la deuda nacional de los holandeses y otros [...] lo cual permitió a Gran Bretaña quedar prácticamente libre de endeudamiento externo a la hora de afrontar las grandes guerras francesas de 1793".
En Francia, por el contrario, "los problemas financieros de la monarquía llevaron las cosas a un punto en el que había que decidir sí o sí", como ha apuntado Eric Hobsbawm en The Age of Revolution (trad. cast. La era de la revolución, Crítica, Barcelona, 2003). En 1788, la mitad del gasto nacional francés se destinaba a pagar la deuda. "La guerra norteamericana y la deuda [fueron las que] partieron la columna de la monarquía".
Mientras los franceses se deshacían del ancien régime, las clases terratenientes británicas todavía podían reforzar su poder económico, haciéndose con la propiedad común de los pobres rurales a través de los cercamientos. En parte gracias a las remesas de la India y del Caribe, la economía creció y el Estado dispuso de los fondos necesarios para capear las crisis políticas. Más tarde, tras aplastar la capacidad industrial de la India, Gran Bretaña la forzó a convertirse en un gran mercado para la exportación de nuestras manufacturas. Ello permitió sostener el empleo industrial aquí –y evitar el maletar social- incluso cuando nuestros productos y nuestro proceso productivo habían dejado ya de ser competitivos.
El pillaje colonial también le permitió al Estado británico equilibrar sus déficits en materia de recursos. Durante más o menos 200 años un río de alimentos fluyó hacia este país desde lugares como Irlanda, la India o el Caribe. En The Blood Never Dried, John Newsinger revela que en 1748, Jamaica sola proveyó a Gran Bretaña de 17.400 toneladas de azúcar. Hacia 1815, esta cantidad se elevó a 73.800. Todo fue producido con trabajo robado.
De la misma manera que se benefició del grano de Irlanda en el momento más agudo de su gran hambruna, Gran Bretaña continuó privando a la India de alimentos cuando fue asolada por el hambre. En Late Victorian Holocausts (trad. cast. Los Holcaustos de la era victoriana tardía, PUV, Valencia, 2006), Mike Davis muestra cómo entre 1876 y 1877 las exportaciones de trigo de la India al Reino Unido se duplicaron, al tiempo que en el país asiático se desplomaban las condiciones de subsistencia y millones de personas morían de hambre. En las provincias del noroeste, la política británica condujo claramente al hambre, mientras las cosechas buenas se exportaban para paliar la pobre producción inglesa de 1876 y 1877.
Gran Bretaña, en otras palabras, exportó el hambre tanto como el malestar social. Experimentó situaciones duras de pobreza en la segunda mitad del siglo XIX, pero no hambrunas masivas. La mala cosecha de 1788 contribuyó a precipitar la Revolución francesa. El Estado británico, en cambio, consiguió sortear esos escollos. Otros murieron por nosotros.
Como bien muestra Davis, a finales del siglo XIX, el enorme déficit británico con los Estados Unidos, Alemania y sus dominios blancos fueron contrarrestados por los cuantiosos superávit anuales con India y (como resultado del comercio del opio) con China. A lo largo de toda una generación, "el hambriento campesinado chino e indio [...] alimentó a todo el sistema de acuerdos internacionales, permitendo que la ininterrumpida supremacía financiera de Inglaterra coexistiera temporalmente con su relativo declive industrial". Los superàvits comerciales de Gran Bretaña con la India permitieron a la City convertirse en la capital del mundo financiero.
El papel de los bancos en la colonización británica no fue pasivo. La bancarrota, y el consiguiente asalto británico sobre Egipto se vio acelerado por un crédito del banco Rothschild, cuya ejecución supuso, según Newsingers, "un fraude a gran escala". Jardine Matheson, uno de los grupos de narcotráfico más grandes de la historia (dominaba el comercio chino del opio) acabó conformando un importante banco de inversiones, Jardine Fleming. Finalmente, fue adquirido por JP Morgan Chase en 2000.
Perdimos nuestras colonias, pero el saqueo ha continuado por otras vías. Como Joseph Stiglitz muestra en Globalisation and its Discontents (trad. cast. El malestar en la globalización, Santillana, Madrid, 2003), la liberalización de capitales impuesta por el FMI en las economía asiáticas permitió a los empresarios del norte rapiñar cientos de miles de millones de dólares, precipitando la crisis financiera asiática de 1997-1998. Las naciones más pobres fueron igualmente forzadas a suscribir tratados y compromisos increíblemente unilaterales, como las Medidas relativas a los Acuerdos de Comercio e Inversiones, los acuerdos de inversiones bilaterales o los acuerdos de la UE sobre partenariados económicos. Si alguna vez se han preguntado cómo un país pequeño, densamente poblado, y que produce poco, se mantiene a sí mismo, les recomendaría vivamente que estudiaran estos acuerdos asimétricos.
Ahora, en todo caso, como ha demostrado John Lanchester en un fascinante ensayo publicado en la London Review of Books, la City podría estar herida de muerte. A una nación cuyo funcionamiento descansó en los servicios financieros, puede llevarle una generación recuperarse de su colapso. La gran aventura británica –tres siglos de pillaje de trabajo, riqueza y recursos ajenos- ha tocado a su fin. Como somos incapaces de aceptarlo, nos deleitamos en vengarnos de un gobierno que ya no puede aislarnos de la realidad.
George Monbiot
The Guardian
George Monbiot es el autor de algunos libros muy vendidos, como The Age of Consent: A Manifesto for a New World Order y Captive State: The Corporate Takeover of Britain. Escribe habitualmente en The Guardian.
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