domingo, julio 24, 2011

Jorge Semprún (y Erich Rohmer), más Trotsky (Sedova y también Nin)


Viendo Triple Agente (Triple agent, Francia, 2004), que figuraba en la filmografía de Eric Rohmer como la segunda tentativa de una nueva serie que se llamaría “Tragedias de la historia”, y en donde se analiza como en un espejo cóncavo los entresijos de la política soviética entre 1936 y 1940, me he acordado de Stavisky (Francia, 1974), de Alain Resnais, con la guarda ciertos paralelismos.
Para no liarme con los paralelismos, comenzará tirando del hilo de Rohmer, de esta película enmarcada después de la apasionante y controvertida La Inglesa y el Duque (Francia, 20019, y en ambas nos damos de bruce ante una reflexión apasionante recuerdo una reflexión orwelliana según la cual puede resultar preferible un conservador coherente con sus principios que un radical envuelto en contradicciones insalvables. Parece obvio que la inglesa liberal que trata de ayudar a los perseguidos resulta más admirable que el jacobino de doble moral que no tardará en cambiar de camisa. Otra cosa es que de la anécdota personal, Rohmer extraiga una lección política porque lo que está en juego es algo muy superior, y desde un ángulo histórico, la opción es clara: la revolución francesa fue un paso gigantesco en el avance de los derechos democráticos y sociales, y contribuyó a que esos derechos se extendieran a una Gran Bretaña que antes había tratado de impedir a sangre y fuego la independencia norteamericana en 1776 y después…
La reflexión también sirve para Triple Agente donde un lúcido militar que trabaja para exilio ruso, y que trata de sobrevivir con sus contradicciones, resulta ser mucho más consciente de lo que está sucediendo que sus colegas, y que sus vecinos de filiación comunista estaliniana que presumen de Picasso porque esté en aquel momento encaja con la política del PCF, preocupado ante todo en crear problemas a la derecha…Esta opción, que Rohmer describe con conocimiento de causa, y que el triple agente sabe interpretar como parte de una evolución de la URSS (de Stalin) hacia la prioridad de la defensa de la “Gran Rusia” en contra de una revolución mundial que había pasado a ser la seña de identidad de trotsky y del “trotskismo”. Envuelto en una trama endiablada, la vida del lúcido agente blanco acabará trágicamente, su mujer (una pintora más bien naif que confiesa no entender a Picasso, lo contrario que la pareja de fieles estalinianos), acabará en un campo de concentración, y él acabará en una “cheka” al lado de Nin, aunque no se excluye (como en el caso del “comunista antiestalinista” español, que así se específica), que hubiera sido trasladado a Moscú donde acabaron fusilados dos personajes claves de la intervención soviética en España: Antonov-Ovseenko y Mijhail Koltsov. En Triple agente se habla con precisión del Guernica, de Franco, de la guerra civil, de las Brigadas internacionales, de la Barcelona del mayo del 37 (Rohmer no se había enterado que tal cosa no existía según he podido leer en un artículo abracadante publicado recientemente en Kaos), de león Trotsky, de Tujachevski, de thorez, de Stalin, y de Andreu Nin, para el que queda reservado el punto final...
Stavisky (Francia, 1974) supone otro acercamiento a la historia francesa, aunque transcurre en un tiempo previo. Se trata de una de las películas de Alain Resnais con mayor vocación comercial, no en vano su protagonista, Jean-Paul Belmondo es también coproductor, y el papel central parece estar diseñado a su medida de sinvergüenza simpático. Evoca los diez últimos meses de estafador de lujo que hizo temblar la Tercera República. El guión fue escrito por Jorge Semprún en la época en que éste era reconocido como el guionista por excelencia de lo que se llamó “cine político“(término equívoco que se refería más bien al cine de denuncia social, ya que lo de cine político podría aplicarse a la mayor parte de las películas comerciales). En un momento dado se evoca la presencia de Trotsky en Francia, un poco como contraste del contexto burgués reaccionario que rodea a Stavisky. Semprún aprovechó que existía un nexo real, un inspector Gagneux (Gardet en la película) que intervino en ambos caso, aunque su sentido sea el de "contrapunto", Trotsky representa otra opción --la revolucionaria--, y lo hace con una coherencia y una fuerza moral que no puede tener el PC francés estalinizado. Los tonos de la evocación también son diferentes, y la entrada del visitante en la casa rememora la descripción hecha en un memorable artículo de André Malraux que narra su visita a Trotsky por estas fechas.
En aquella época, Semprún sentía una fascinación incuestionable por el personaje, y así lo proclama en su prólogo al titánico estudio de su “alter ego” Fernando Claudín, la crisis del movimiento comunista que editó Ruedo Ibérico en 1970 como una primera parte, aunque la segunda se quedó entre los papeles olvidados del autor (Juan Andrade realizó una magnífica reseña sobre este libro que aparece en la recopilación Vida y voz de un revolucionaria, publicada ahora por Viento Sur). Cabría anotar que según cuenta en su libro La segunda muerte de Ramón Mercader (Planeta, 1975), Semprún estuvo tentado en escribir un guión sobre Trotsky, pero no encontró un enfoque adecuado. Creía que no era sencillo trasladar a la pantalla el magnetismo del personaje, una observación perfectamente pertinente considerando la mediocridad de sus apariciones, y esto a pesar de haber sido encarnado por actores de la talla de Richard Burton o Geoffrey Rush…
Quizás valga la pena resaltar el entusiasmo revolucionario de Semprún en este libro –valorado como uno de los suyos más complejos-, y en el que escribe párrafos como los siguientes: “¡Que destino el de aquel pueblo!. En 1920, en el desorden y la esperanza y el hambre, bajo la consigna de revolución mundial, había desfilado por aquella misma Plaza Roja ante un grupo de hombres que llevaban indumentarias heterogéneas, de pie en la misma calle, o de pie en un camión a veces. Allí estaba Vladimir Illich Lenin, León Daudevich Bronstein Trotsky y Nicolai Bujarin, y Zinóviev, y Kámenev, y Piatakov, y los comandantes de la caballería roja, y los jefes de los guerrilleros, y los organizadores que separaban la sombra de la luz, de Arcanguelsk a Batum, desde el Extremo Oriente disputado a Kolchack, a los japoneses y a los intervencionistas, hasta la Ucrania arrancada a los guardias blancos. Tal vez también estaría allí Djugaschvili (nota=Stalin), un georgiano obstinado y oscuro, a quien la muchedumbre no reconocería, porque no era un hombre de aire libre, de asambleas abiertas y tumultuosas, sino los lugares cerrados de aparatos, de lámparas encendidas hasta muy avanzada la noche sobre circulares administrativas. ¿A quién se le hubiera ocurrido mirar a Djugaschvili en aquella época?. Pero no, eran los años en que todos los lenguajes estaban sometidos a la prueba de fuego de la realidad, en que Le Cobursier iba a construir la Casa de los sindicatos, en que se inventaban en Moscú y en Petrogrado el arte abstracto, el surrealismo, el cine moderno, los carteles políticos, en que dentro del torbellino de aquella grande y hermosa locura rusa que transformaba el mundo, se elaboraba la posible hegemonía de una vanguardia, no codificada por nauseabundos decretos emanados de las alturas, sino fundada en una coherencia real, aunque a veces vacilara entre las ideas y las palabras, los principios y la práctica. Rusia y el mundo, el arte y la política. ¿ Que podía representar Djugaschvili en esa tormenta, en esa invención perpetua y ese perpetuo replanteamiento de todo?. No, verdaderamente era una cagada de mosca en las páginas de la historia los raros hechos y actitudes de aquel Djugaschvili en esa breve época de arcos iris entre las dos inmensas bocas de sombra de la vida rusa…”.
Igualmente se puede encontrar este vivo retrato de Natacha Sedova (pp.146-147).
“Había visto a un hombre que cruzaba el patio, dirigiéndose hacia el Viejo, y había reconocido a Jacson, pero hoy, de una manera muy precisa, ha turbación indefinible que aquel hombre había suscitado a menudo en ella, sus antiguas dudas respecto a él, la habían invadido de nuevo, brutalmente. Jacson avanzaba por el patio de Coyoacán como el mensajero de la desventura en una tragedia griega.
Pero Natacha Sedova rechazaba en seguida esta idea confusa y brillante como un puñal.
Sabía que Jacson había enseñado a Lev Davidovich, algún tiempo atrás, el borrador de un artículo que se proponía Publicar en una revista de la IV Internacional. El Viejo, como de costumbre, había aceptado echar un vistazo al texto, que había resultado algo informe, pero, tal vez para ganar tiempo’ porque, a pesar de la buena voluntad aparente del autor, las ideas de Jacson parecían desprovistas de toda originalidad y porque el Viejo debía de sentirse incómodo criticando con demasiada dureza el trabajo del hombre que vivía con Sylvia, Lev Davidovich había pedido al joven belga, pretextando dificultad de descifrar el manuscrito, que le llevara el artículo escrito a máquina, para poder leerlo con más facilidad.
Seguramente ésta era la razón que traía hoy a Jacson a la casa de Coyoacán, y parecía, en efecto, que Jacson enseñaba a Lev Davidovich un puñado de hojas, cerca de la jaula de los conejos.
No había por qué inquietarse, ella se alejaba del balcón.
Un poco más tarde Natacha Sedova oía pasos en el pasillo de entrada. Lev Davidovich entraba en la habitación, con un aire vagamente preocupado Le decía en ruso, en voz baja y rápidas que iba a su despacho a echar un vistazo a aquel artículo que le había llevado Jacson, escrito a máquina. A Natacha Sedova le llamaba la atención el aire preocupado de su marido, pensaba que hubiera tenido que negarse a hacer aquel trabajo suplementario y completamente inútil, porque las ideas políticas de Jacson siempre habían sido de una extremada vulgaridad. Pero sacudía la cabeza, saludaba a Jacson, y de nuevo la invadía la angustia. La peor de las angustias, irracional, el peor de los presentimientos: el que no se funda en nada más que en la aparición invisible del destino, empañando súbitamente los espejos, convirtiendo los objetos reales en esponjosos y opacos. La piel de Jacson era de color verdoso, su mirada vacilaba, como si también él hubiese tenido la visión de esa sombra cegadora que pulverizase la realidad de los objetos más corrientes. Natacha Sedova había sentido deseos de gritar, pero Jacson decía tener un poco de mareo, la digestión quizá, o el calor, o acaso aquella altura a la que no acababa de acostumbrarse. Pedía un vaso de agua, bebía aquella agua, estaba a punto de atragantarse con las prisas. Ahora hablaba Con Lev Davidovich.
Pero ¿ por qué llevaba en el brazo izquierdo un impermeable completamente inútil en un día como aquél?.
Estaba sola, acechaba los rumores de la casa, pensaba que había que aclarar, pero ¡oh, aquel grito terrible en el despacho de Lev Davidovich!.
Tal como anotaba en un artículo reciente (www.kaosenlared.net/noticia/midnight-in-paris-mas-trotsky-semprun), Semprún realizó en los años siguientes un largo viaje hacia atrás. Tanto fue así que en su reciente sepelio, Bernard-Henri Levy en uno de sus ejercicios mediáticos como sucesor (mejor dicho, presunto enterrador) de Sartre, éste podía proclamar que el “trotskismo era un estalinismo disfrazado”, blandiendo de esta manera uno de los artículos de fe para tanto “arrepentido” claudicante ante el imperio del dólar.
Cierto es que sería muy injusto homologar a Semprún con el renegado maoísta que ahora aparece como uno de los caballeros de la orden de Dominique Strauss-Kahn. Allá por 1976, Semprún intervino en un programa de TVE (creo que “La víspera de nuestro tiempo”), que trataba del asunto de los campos de concentración estalinista, y lo recuerdo haciendo un vibrante homenaje a los “trotskistas” que habían resistido en Vorkuta y en otros campos con una integridad excepcional. Todavía, a principios de 1990, siendo ya ministro de cultura, actuó a favor de las jornadas sobre Trotsky celebradas en el Ateneo de Madrid con presencias como las de Pierre Broué, Estaban Volkow, Marguerite Bonnet, Alain Krivine, Jaime Pastor, Manuel Vázquez Montalbán…
Tiempos complicados los nuestros, en los que debemos de olvidar la brocha gorda por la finura del pincel para no ser arbitrarios e injustos.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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