martes, julio 05, 2011

Acerca de la diosa televisión y de la lectura: Consejos para no volverse tonto…o Del poder omnímodo de los medios audiovisuales


Cada vez más puede constatarse que la lectura está en retirada, y los medios audiovisuales –lenta pero irremediablemente– van ocupando su lugar. Sin caer en visiones apocalípticas ni en moralinas de “viejo regañón”, es un hecho que las nuevas tecnologías digitales centradas en lo audiovisual tienen un peso fenomenal.
¿Puede competir acaso un profesor con su clase magistral, o un libro, con el atractivo de una imagen colorida y en movimiento aunada a un mensaje sonoro? Sí, claro: puede competir…, pero el resultado no será de los más alentadores. De más está preguntar quién “gana” (más aún: el resultado ya se puede prefigurar como goleada vergonzante). Todo indica que la lucha entre ambos polos es desigual, asimétrica, David contra Goliat. La UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) afirmó que en pocas generaciones más el maestro de carne y hueso irá pasando a ser una pieza de museo porque la mayor parte de la educación formal se hará a través de medios audiovisuales (¡no digamos ya la informal!).
La discusión en juego no es una simple cuestión de debate académico, un ejercicio escolástico, discusión bizantina condenada a sesudas reflexiones… que no trascienden la mesa del bar. Que se vaya perdiendo la cultura de la lectura crítica y se señale eso con honda preocupación no es la nostalgia por tiempos idos, supuestamente “siempre mejores que los actuales”. Es la alarma que se prende por el curso civilizatorio que vemos se va dando. ¿Triunfó la imagen sobre el discurso crítico? Hoy por hoy todo indicaría que sí.
En nombre de un artificio puramente expositivo podríamos tomar la televisión como la matriz por excelencia de este tipo de construcciones. Aunque, de todos modos, la cultura de lo audiovisual, o más precisamente aún: de la imagen, que lo va envolviendo todo, está presente hoy día en todos los aspectos de la vida cotidiana, más allá de la televisión. La lectura serena y reflexiva no ha desparecido, pero sin dudas está seriamente enferma. Hasta incluso en el mismo ámbito de la lectura va ganando espacio esa tendencia: la prensa escrita tiene cada vez más un formato televisivo, audiovisual, iconográfico (más imágenes que textos), y los libros más vendidos son… ¡los de autoayuda, los de autosuperación! (con letras bien grandes y que no exigen particular esfuerzo de síntesis crítica).
¿Por qué todo esto? ¿Qué hace que se prefiera cada vez más “copiar y pegar” a horas de lectura analítica? ¿Por qué el impacto de una imagen bien presentada –y eso lo saben a la perfección todos los diseñadores y asesores de imagen de lo que sea: publicistas, mercadólogos de la política, cosmetólogo varios– tiene una fuerza fenomenal comparada con un texto? (siempre más “aburrido”, poco convincente, plano).
Que la especie humana es inteligente y realiza cosas maravillosas está fuera de discusión. Por lo pronto haber podido llegar a inventar estos ingenios tecnológicos que logran recrear virtualmente la realidad es un portento digno de admiración. Pero eso no quita que, en muchos aspectos, permanezca muy cerca de sus antepasados de la escala zoológica. Al igual que sus parientes no tan lejanos, los insectos voladores, la fascinación por la imagen deslumbrante que sigue habiendo en los humanos es evidente. Las “luces de colores” atrapan, al igual que el bombillo eléctrico lo hace con cualquier insecto volador. Para prueba evidente: toda esta civilización que comenzó a cundir desde el pasado siglo y que las tecnologías más desarrolladas aprovechan al máximo: la civilización basada en el “¡no piense, mire la pantallita!” (de lo que sea: los videojuegos, el cine, el internet, las pantallas de los teléfonos móviles, y como hermana mayor de todo ello: la televisión). ¿Qué tiene esta nueva tecnología de las comunicaciones iconográficas que cautivó de una manera tan masiva a tanta población? ¿Por qué no para de crecer su auge? ¿Por qué “las luces de la ciudad” –valga la metáfora en todo su más amplio sentido– atrapan de ese modo? (300.000 personas por día en todo el mundo salen de áreas rurales para dirigirse a megaurbes atiborradas de “luces de colores”, pantallas, carteles).
No es ninguna novedad que la imagen tiene un poderosísimo atractivo fascinante en todo el reino animal; una larga tradición de psicología de la percepción y de rigurosas investigaciones en etología lo confirma: así como los insectos caen en la luz que los subyuga, así los humanos también sucumbimos a los destellos luminosos. La dificultad del sistema nervioso superior del ser humano para distinguir las imágenes virtuales de las reales conlleva esta situación. Los “espejitos de colores” con los que los conquistadores europeos fascinaron a los pueblos amerindios lo confirma; de hecho la misma expresión “espejitos de colores” pasó a ser sinónimo de engaño, de venta de irrealidades, de artimañas. ¿Qué es la fascinación sino un dejarse llevar por una fantasía, por algo de algún modo ficticio? (imágenes virtuales). La psicología de la percepción y su aplicación a la mercadotecnia tiene mucho que decir al respecto; ¿alguna vez pensamos por qué los logotipos de las marcas más famosas del mundo –hagamos el ejercicio de recordar algunas– tienen todas los mismos colores: rojo, amarillo y blanco?
La imagen va de la mano de un cierto nivel de ilusión/artimaña: es la seducción personificada. La moderna cultura de las pantallas vendedoras de sueños (todas estas que se mencionaron, ahora en versión tridimensional, y sin saber qué nuevos artificios podrán sumarse a la lista) lo muestra de modo contundente. En esa perspectiva se encaja el crecimiento exponencial de los teléfonos móviles de última generación donde pareciera que lo más importante no es tanto la comunicación oral sino lo que muestra la pantalla. Estudios recientes indican que en muchos países alrededor de la mitad de los aparatos vendidos estos últimos años no va acompañados de la activación de una línea nueva sino que se compran simplemente por el gusto de acceder a esa fascinante novedad de los nuevos equipos –más vistosos, con pantallas más subyugantes, más y mejor presentados como nuevos “espejitos de colores”–.
Que la imagen tiene esta faceta “tramposa” es ya de largo tiempo conocido. Debidamente procesada y puesta al servicio de proyectos de poder (léase: televisión comercial que creció imparable estas últimas décadas) es sabido que constituye un instrumento sumamente peligroso. Como un intento de acotar su fabuloso poder, en muchas ocasiones se intentó limitarla con sanos consejos:
1. No hacer de la televisión el centro de los momentos en que la familia se reúne habitualmente.
2. Elegir los programas: no ponerse ante la televisión y ver qué hay.
3. Acabar cuando se acabe el programa elegido.
4. Limitar el tiempo de televisión a los niños y jóvenes en edad escolar.
5. No temer que los niños (ni los mayores) se aburran si no están viendo la tele.
6. Los estudiantes, de cualquier edad, no deben hacer sus tareas escolares frente a la televisión.
7. No poner aparatos de televisión en los dormitorios infantiles y juveniles.
8. No usar la tele como niñera.
Todo lo dicho para la omnipotente televisión puede hacer extensivo hoy a cualquiera de los nuevos ingenios audiovisuales que van poblando nuestro mundo, desde la agenda electrónica inteligente a las pantallas planas con tecnología LCD que se encuentran en cuanto lugar imaginemos (un baño público, un avión, estadios de fútbol, iglesias, moteles por hora), desde los nuevos teléfonos móviles hasta los dispositivos para tener sexo virtual (sí, sí: ¡ante una pantalla, con lentes tridimensionales, en solitario! Por cierto, según encuestas confiables, valga recordar que alrededor de un tercio de las consultas a páginas electrónicas en internet son sitios de sexo virtual). ¿A eso nos lleva, en definitiva, la cultura de la imagen?
¡Sí! Exactamente eso: el primado del ostracismo, de la negación del texto, o si se quiere: del otro, del intercambio. Es la inmediatez absoluta, sin mediaciones. Es la fascinación. Insistamos: ¡no estamos tan lejos de los insectos!
Más allá de buenos y bienintencionados consejos (léase la lista de más arriba), la experiencia nos confronta con que la televisión ¡es! el centro de las reuniones familiares, que se mira cualquier cosa sin importar en lo más mínimo el contenido (la imagen atrapa así como el insecto queda embobado con la fuente lumínica), la tendencia es a tener no uno sino ¡varios! aparatos en cada casa –aún las humildes– y que no hay una tendencia decreciente de todo esto sino, por el contrario, en franco aumento. Las pantallas (“espejitos de colores”) van rigiendo cada vez más nuestra vida.

¿Y dónde queda la lectura crítica?

Los poderes saben lo que hacen. El auge monumental de las tecnologías digitales es buen negocio, indudablemente (hoy día sus productores/comercializadores van siendo las empresas con uno de los mejores rendimientos económicos y entre ellos se encuentran las personas más ricas del mundo). Pero la cuestión es más que negocio: es también un arma de sujeción, de control político-ideológico.
De todos modos, lo que quiere hacerse notar ahora es que, en parte porque así lo deciden los poderes (“nuestra ignorancia ha sido planificada por una gran sabiduría”), pero en buena medida también porque hay una lógica que se mueve sola y en cierta forma se escapó de todo control, la cultura de la imagen se entronizó y está dando lugar a un nuevo sujeto.
¿Cómo será el ser humano del mañana? No lo sabemos, y sentarnos a pensar eso puede tener mucho de quiromancia inservible, útil solamente para pasar el rato. Pero de lo que no caben dudas es que se está construyendo un nuevo sujeto (¿un nuevo monstruo?) que –pareciera– puede echar por la borda una actitud crítica y pensante producto de años (siglos, ¿milenios?) de maduración. Las tecnologías sirven cuando son instrumentos que nos facilitan el diario vivir. Si empezamos a vivir para alimentarlas, si pasa a ser más importante la herramienta que el ser humano que la usa… ¡se hace imprescindible retomar muy en serio el epígrafe de Groucho Marx!

Marcelo Colussi

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