Introducción
Uno de los rasgos socioeconómicos más asombrosos de las dos últimas décadas es la inversión del signo de la legislación sobre bienestar de la segunda mitad del siglo pasado en Europa y Norteamérica. Los recortes sin precedentes en servicios sociales, indemnizaciones por despido, empleo público, pensiones, programas sanitarios, estipendios formativos, periodos vacacionales y seguridad laboral vienen acompañados por el incremento de los gastos de la educación, la fiscalidad regresiva y la edad de jubilación, así como por el aumento de las desigualdades, la inseguridad laboral y la aceleración del ritmo en los centros de trabajo.
La desaparición del «Estado de bienestar» echa por tierra la idea expuesta por los economistas ortodoxos, que sostenían que la «maduración» del capitalismo, su «estado de desarrollo avanzado», su alta tecnología y la sofisticación de sus servicios vendrían acompañadas de mayor bienestar y niveles de vida más altos. Aunque es cierto que «servicios y tecnología» se han multiplicado, el sector económico se ha polarizado aún más entre los empleados minoristas mal remunerados y los agentes de bolsa y financieros muy ricos. La informatización de la economía ha desembocado en la contabilidad electrónica, los controles de costes y los movimientos acelerados de fondos especulativos en busca del máximo beneficio, mientras que, al mismo tiempo, han sido preludio de reducciones presupuestarias brutales en los gastos sociales.
Esa «Gran Inversión» del curso de los hechos parece un proceso a gran escala y largo plazo centrado en los países capitalistas dominantes de Europa Occidental y Norteamérica y en los antiguos Estados comunistas de Europa del Este. Nos incumbe a todos examinar las causas sistémicas que trascienden las idiosincrasias particulares de cada país.
Los orígenes de la Gran Inversión
Hay dos líneas de investigación que es preciso dilucidar con el fin de comprender la desaparición del Estado de bienestar y el enorme descenso de los niveles de vida. Una línea de análisis estudia el cambio profundo del entorno internacional. Hemos pasado de un sistema bipolar competitivo basado en la rivalidad entre los Estados colectivistas y de bienestar del bloque oriental y los Estados capitalistas de Europa y Norteamérica a otro sistema internacional monopolizado por Estados capitalistas en competencia.
Una segunda línea de investigación nos lleva a examinar los cambios de las relaciones sociales internas de los Estados capitalistas: principalmente, el paso de las luchas de clase intensas a la colaboración de clases a largo plazo como principio organizador de la relación entre capital y trabajo.
La proposición principal que conforma este artículo es que la emergencia del Estado de bienestar fue un producto histórico de un periodo en el que había altos niveles de competitividad entre el bienestar colectivista y el capitalismo y en el que los sindicatos y los movimientos sociales con orientación de lucha de clases predominaban frente a las organizaciones de colaboracionismo entre clases.
A todas luces, los dos procesos están interrelacionados: cuando los Estados colectivistas implantaron mayores prestaciones de bienestar para sus ciudadanos, los sindicatos y los movimientos sociales de Occidente tenían incentivos sociales y ejemplos positivos para motivar a sus miembros y forzar a los capitalistas a asumir la legislación del bienestar del bloque colectivista.
Los orígenes y el desarrollo del Estado de bienestar occidental
Inmediatamente después de la caída de los gobiernos fascistas-capitalistas con la derrota de la Alemania nazi, la Unión Soviética y sus aliados políticos de Europa del Este se embarcaron en un programa masivo de reconstrucción, recuperación, crecimiento económico y consolidación del poder basado en reformas de bienestar socioeconómico de largo alcance. El gran temor de los gobiernos capitalistas occidentales era que la clase trabajadora de Occidente «siguiera» el ejemplo soviético o, como poco, apoyara a partidos y acciones que socavaran la recuperación capitalista.. Dado el descrédito político de muchos capitalistas occidentales debido a su colaboración con los nazis o su oposición débil y retardada a la versión fascista del capitalismo, no podían recurrir a los métodos altamente represivos de antes. En su lugar, las clases capitalistas aplicaron una doble estrategia para contrarrestar las reformas soviéticas del bienestar colectivista: represión selectiva de la izquierda radical y de los comunistas del interior y concesiones de bienestar para garantizar la lealtad de los sindicatos y partidos socialdemócratas y demócrata- cristianos.
Con la recuperación económica y el crecimiento de la posguerra, la competitividad política, ideológica y económica se intensificó: el bloque soviético introdujo reformas generalizadas, entre las que se encontraban el pleno empleo, la seguridad laboral, la atención sanitaria universal, la educación superior gratuita, el mes de vacaciones pagado, las pensiones equivalentes al salario íntegro, los campos de trabajo y complejos vacacionales gratuitos para familias trabajadoras y las bajas por maternidad prolongadas. Subrayaban la importancia del bienestar social sobre el consumo individual. El Occidente capitalista vivía bajo presión para aproximarse a las ofertas de bienestar del Este, al tiempo que expandía el consumo individual basado en las facilidades para el crédito y los pagos a plazo posibilitados por sus economías más avanzadas. Desde mediados de la década de 1940 hasta mediados de la de 1970, Occidente compitió con el bloque soviético sin quitarse de la cabeza dos objetivos: conservar la lealtad de los trabajadores de Occidente a la vez que aislaba a los sectores militantes de los sindicatos y atraer a los trabajadores del Este con promesas de programas de bienestar comparables y mayor consumo individual.
A pesar de los avances de los programas de bienestar social, tanto en el Este como en Occidente, había protestas obreras importantes en Europa del Este: se centraban en la independencia nacional, en la tutela paternalista y autoritaria de los sindicatos y en la insuficiencia del acceso a los bienes de consumo privado. En Occidente, hubo levantamientos obreros y estudiantiles significativos en Francia e Italia que reclamaban el fin del dominio capitalista en los centros de trabajo y la vida social. La oposición popular a las guerras imperialistas (Indochina, Argelia, etcétera), los rasgos autoritarios del Estado capitalista (racismo) y la concentración de la riqueza estaban muy extendidos.
Dicho de otro modo: las nuevas luchas del Este y de Occidente tenían como premisa la consolidación del Estado de bienestar y la expansión del poder político y social popular frente al del Estado y el proceso productivo.
La competencia sostenida entre los sistemas de bienestar colectivista y capitalista garantizó que no hubiera retroceso de las reformas conseguidas hasta la fecha. Sin embargo, la derrota de las rebeliones populares de las décadas de 1960 y 1970 garantizó que no se produjeran mayores avances en el bienestar social. Y lo que era más importante, se llegó a un «punto muerto» social entre las clases dominantes y los trabajadores en ambos bloques, que desembocó en el estancamiento de las economías, la burocratización de los sindicatos y las demandas de las clases capitalistas de un nuevo liderazgo más dinámico, capaz de desafiar al bloque colectivista y desmantelar sistemáticamente el Estado de bienestar.
El proceso de inversión: De Reagan y Thatcher a Gorbachov
La gran ilusión, que se apoderó de las masas del bloque del bienestar colectivista, fue la idea de que la promesa occidental de consumismo masivo se podía conjugar con los programas de bienestar avanzados de los que ellos gozaban desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, las señales políticas de Occidente avanzaban en dirección contraria. Con el ascenso del presidente Ronald Reagan en Estados Unidos y la primera ministra Margaret Thatcher en Gran Bretaña, los capitalistas recuperaron el control absoluto del calendario social asestando golpes mortales a lo que quedaba de la militancia sindical y poniendo en marcha una carrera armamentista a gran escala con la Unión Soviética con el fin de hacer quebrar a su economía. Además, el «bienestarismo» del Este se vio socavado a conciencia por una clase emergente de movilidad ascendente, unas élites cultas que hicieron piña con cleptócratas, neoliberales, gánsteres en ciernes y todo aquel que profesara los «valores occidentales». Recibieron apoyo político y material de fundaciones occidentales, servicios de inteligencia occidentales, el Vaticano (en especial, en Polonia), partidos socialdemócratas europeos y la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO, American Federation of Labor and Congress of Industrial Organizations) mientras que, en los sectores periféricos, los autodenominados izquierdistas «anti-estalinistas» de Occidente imprimían un barniz ideológico concreto.
La totalidad del programa de bienestar del bloque soviético había sido construido desde arriba hacia abajo y, en consecuencia, no disponía de una organización de clases consciente de serlo, politizada, independiente y militante para defenderla del ataque a gran escala lanzado por el bloque «anti-estalinista» mafioso, cleptocrático, clerical y neoliberal. Asimismo, en Occidente, la totalidad del programa de bienestar social estaba vinculado a los partidos socialdemócratas europeos, el partido demócrata estadounidense y una jerarquía sindical que carecía tanto de conciencia de clase como del menor interés por la lucha de clases. Su principal preocupación como burócratas sindicales se limitaba a recaudar cuotas de afiliados, preservar el poder organizativo interno sobre sus feudos y enriquecerse personalmente.
El colapso del bloque soviético se vio precipitado por la entrega sin precedentes del gobierno de Gorbachov de los Estados aliados del Pacto de Varsovia a las potencias de la OTAN. Las autoridades comunistas locales se reciclaron con rapidez para ser agentes neoliberales y vicarios pro-occidentales. Pasaron de inmediato a lanzar un ataque a gran escala contra la propiedad pública de los bienes y el desmantelamiento de la legislación laboral y la seguridad laboral proteccionistas, que habían sido un elemento intrínseco de las relaciones entre la mano de obra y la dirección colectivistas.
Con unas cuantas excepciones dignas de mención, la totalidad del marco formal del bienestar colectivista se desmoronó. Poco después llegaron las desilusiones masivas entre los trabajadores del bloque del Este cuando sus sindicatos «anti-estalinistas» de orientación occidental les presentaron los despidos masivos. La inmensa mayoría de los trabajadores de los astilleros de Gdansk, afiliados al movimiento «Solidaridad» de Polonia, fueron despedidos y quedaron abocados a la búsqueda de empleos inusuaes, mientras que sus «dirigentes» desaforadamente agasajados, destinatarios desde hacía mucho tiempo del apoyo material de los servicios de inteligencia y sindicatos occidentales, pasaron a convertirse en políticos, editores y empresarios prósperos.
Los sindicatos occidentales y la izquierda «anti-estalinista» (los socialdemócratas, los trotskistas y todas y cada una de las sectas y corrientes intelectuales intermedias), prestaron un valioso servicio no solo para poner fin al sistema colectivista (bajo el lema «cualquier cosa es mejor que el estalinismo»), sino para acabar con el Estado de bienestar para decenas de millones de trabajadores y pensionistas, con sus familias.
Una vez que el Estado de bienestar colectivista quedó destruido, las clases capitalistas occidentales dejaron de necesitar competir con la tarea de igualar las concesiones de bienestar social. El Gran Repliegue puso la directa.
Durante las dos décadas siguientes, los gobiernos occidentales, liberales, conservadores y socialdemócratas, cada uno cuando le tocó, fueron cortando rodajas de la legislación sobre el bienestar: las pensiones se recortaron y la edad de jubilación se amplió cuando instauraron la doctrina del «trabaja hasta que te echen». La seguridad laboral desapareció, la protección de los puestos de trabajo se suprimió, las indemnizaciones por despido se redujeron y el despido de trabajadores se facilitó, a la vez que prosperó la movilidad del capital.
La globalización neoliberal aprovechó las inmensas reservas de trabajo cualificado mal remunerado de los antiguos países colectivistas. Sus trabajadores «anti-estalinistas» heredaron lo peor de ambos mundos: perdieron la red de bienestar social del Este y no lograron alcanzar los niveles de consumo individual y prosperidad de Occidente. El capital alemán aprovechó la mano de obra polaca y checa más barata, mientras que los políticos checos privatizaron sectores industriales y servicios sociales enormemente sofisticados, incrementando los costes y restringiendo el acceso a los servicios que quedaron.
En nombre de la «competitividad», el capital occidental logró desindustrializar y reubicar grandes sectores industriales prácticamente sin encontrar ninguna resistencia de unos sindicatos «anti-estalinistas» burocratizados. Sin tener que competir ya con los colectivistas por quién contaba con el mejor sistema de bienestar, los capitalistas occidentales competían ahora entre sí por quién conseguía los menores costes laborales y gastos sociales, la protección medioambiental y laboral más laxa y la legislación más flexible y barata para despedir empleados y contratar a mano de obra contingente.
Todo el ejército de izquierdistas «anti-estalinistas» impotentes, cómodamente aposentados en las universidades, cacareó hasta quedarse ronco contra la «ofensiva neoliberal» y la «necesidad de una estrategia anticapitalista», sin reflexionar lo más mínimo acerca de cómo habían contribuido a minar el mismo Estado de bienestar que había educado, alimentado y empleado a los trabajadores.
La militancia laboral: el norte y el sur
Los programas de bienestar en Europa y Norteamérica sufrieron especialmente el golpe de la pérdida de un sistema social competidor en el Este, de la influencia y el impacto de la mano de obra barata procedente del Este y de que sus propios sindicatos se habían convertido en complementos de los partidos socialistas, obreros y democráticos neoliberales.
En cambio, en el Sur, concretamente en América Latina y, en menor medida, en Asia, el neoliberalismo contrario al bienestar duró solo una década. En América Latina, el neoliberalismo empezó a sufrir enseguida presiones intensas cuando estalló una nueva oleada de militancia de clase y recuperó parte del terreno perdido. Antes de que concluyera la primera década del nuevo siglo, la mano de obra incrementaba su cuota de renta nacional, los gastos sociales aumentaban y el Estado de bienestar iniciaba la senda de recuperación de fuerza en marcado contraste con lo que sucedía en Europa occidental y Norteamérica.
Las revueltas sociales y los movimientos populares poderosos desembocaron en América Latina en gobiernos y políticas de izquierda y centro-izquierda. Una serie de luchas nacionales intensas derrocó a los gobiernos neoliberales. Una oleada creciente de protestas obreras y campesinas en China supuso aumentos salariales de entre el 10 y el 30 por ciento en los cinturones industriales, así como en medidas para restaurar el sistema de salud y educación pública. Ante una revuelta sociocultural nueva, de orientación obrera y con amplia base, el Estado y la élite empresarial china promovieron a toda prisa una legislación par el bienestar social en una época en la que los países del sur de Europa como Grecia, España, Portugal e Italia vivían inmersos en un proceso de despido de trabajadores y recorte brutal de salarios reduciendo el salario mínimo, aumentando la edad de jubilación y recortando gastos sociales.
Los gobiernos capitalistas de Occidente dejaron de encontrar competencia en los sistemas de bienestar rivales del bloque del Este porque todos habían adoptado la práctica del «cuanto menos, mejor». La reducción de gastos sociales supuso mayores subsidios a las empresas, presupuestos más elevados para acometer guerras imperiales y para establecer el inmenso aparato estatal policial de la «seguridad nacional». La reducción de los impuestos sobre el capital significó mayores beneficios.
Los intelectuales occidentales de izquierda y liberales desempeñaron un papel fundamental en la confusión sobre el importante y positivo papel que el bienestar soviético había desempeñado presionando a los gobiernos capitalistas de Occidente para que siguieran su ejemplo. Por su parte, durante las décadas posteriores a la muerte de Stalin y cuando la sociedad soviética evolucionó hasta convertirse en un sistema híbrido de bienestar social autoritario, estos intelectuales siguieron calificando a estos gobiernos como «estalinistas», ocultando la fuente de legitimidad principal a sus ciudadanos: su avanzado sistema de protección social. Esos mismos intelectuales afirmaban que el «sistema estalinista» era un obstáculo para el socialismo y volvieron a los trabajadores contra sus aspectos positivos de un Estado de bienestar centrándose exclusivamente en los «gulags» del pasado. Sostenían que la «desaparición del estalinismo» supondría una gran apertura para el «socialismo revolucionario democrático». En realidad, la caída del bienestar colectivista desembocó en la catastrófica destrucción del Estado de bienestar, tanto en el Este como en Occidente, y el ascenso de las formas más virulentas de capitalismo neoliberal primitivo. Esto, a su vez, llevó a una mayor retracción del movimiento sindical y espoleó el «giro a la derecha» de los partidos socialdemócratas y obreros mediante las ideologías del «nuevo laborismo» y la «tercera vía».
Los intelectuales de izquierda «anti-estalinistas» jamás han realizado una reflexión rigurosa acerca del papel que han desempeñado en el derribo del Estado de bienestar colectivo, ni han asumido ninguna responsabilidad por la devastación de las consecuencias socioeconómicas tanto en el Este como en Occidente. Además, esos mismos intelectuales no han tenido ninguna reserva en esta «era post-soviética» a la hora de apoyar (por supuesto, «críticamente») al Partido Laborista británico, el Partido Socialista francés, el Partido Demócrata de Clinton y Obama y otros «males menores» que practican el neoliberalismo. Apoyaron la destrucción manifiesta de Yugoslavia y las guerras coloniales encabezadas por Estados Unidos en Oriente Próximo, el norte de África y el sur de Asia. No pocos intelectuales «anti-estalinistas» de Inglaterra y Francia habrán brindado con champán con los generales, los banqueros y las élites del sector petrolero por la sangrienta invasión y devastación llevada a cabo por la OTAN en Libia, el único Estado de bienestar de África.
Los intelectuales de izquierda «anti-estalinistas», ahora bien acomodados en cargos universitarios de privilegio en Londres, París, Nueva York y Los Ángeles, no se han visto afectados personalmente por el retroceso de los programas de bienestar occidentales. Se niegan categóricamente a reconocer el papel constructivo que los programas de bienestar soviético rivales desempeñaron para obligar a Occidente a «mantener» una especie de «carrera de bienestar social» ofreciendo prestaciones a sus clases trabajadoras. En cambio, sostienen (en sus foros académicos) que la mayor «militancia de los trabajadores» (difícilmente posible con una afiliación sindical burocratizada y menguante) y los «foros de especialistas socialistas» mayores y más frecuentes (en los que ellos pueden exponerse sus análisis radicales... unos a otros) restaurarán finalmente el sistema de bienestar. De hecho, los niveles históricos de regresión, en lo que respecta a la legislación sobre bienestar, continúan incólumes. Existe una relación inversa (y perversa) entre la prominencia académica de la izquierda «anti-estalinista» y la desaparición de las políticas del Estado de bienestar. ¡Y los intelectuales «anti-estalinistas» todavía se asombran por el desplazamiento hacia el populismo demagógico de ultra derecha entre las clases trabajadoras atenazadas!
Si analizamos y comparamos la influencia relativa de los intelectuales «anti-estalinistas» en la construcción del Estado de bienestar con el impacto del sistema de protección social colectivista competidor del bloque del Este, las evidencias son abrumadoramente claras. Los sistemas de bienestar occidentales estuvieron mucho más influidos por sus rivales sistémicos que por las críticas piadosas de los académicos «anti-estalinistas» marginales. La metafísica «anti-estalinista» ha cegado a toda una generación de intelectuales ante la compleja interacción y ventajas de un sistema internacional competitivo en el que los rivales elevaban la puja de las medidas de bienestar para legitimar su propio gobierno y minar a su adversario. La realidad del equilibrio político de fuerzas en el mundo llevó a la izquierda «anti-estalinista» a convertirse en un títere en la lucha de los capitalistas occidentales por reducir los costes del bienestar y crear la plataforma de lanzamiento para una contrarrevolución neoliberal. Las estructuras profundas del capitalismo fueron las principales beneficiarias del anti-estalinismo.
La desaparición del orden legal de los Estados colectivistas ha desembocado en las formas más atroces de capitalismo depredador y mafioso en la antigua URSS y en los países del Pacto de Varsovia. Contrariamente a los delirios de la izquierda «anti-estalinista», no ha surgido en ninguna parte ninguna democracia socialista «post-estalinista». Los agentes fundamentales del derrocamiento del Estado de bienestar colectivista y los principales beneficiarios del vacío de poder han sido los oligarcas multimillonarios, que saquearon Rusia y el Este, los cerebros multimillonarios de los carteles de la droga y la trata de blancas, que en Ucrania, Moldavia, Polonia, Hungría, Kosovo, Rumanía y otros lugares convirtieron a centenares de miles de obreros fabriles desempleados y a sus hijos en alcohólicos, prostitutas y drogadictos.
Desde el punto de vista demográfico, los mayores perdedores del derrocamiento del sistema de bienestar colectivista han sido las trabajadoras: perdieron sus puestos de trabajo, las bajas por maternidad y las prestaciones jurídicas y por el cuidado de niños. Padecieron una epidemia de violencia doméstica bajo el puño de sus maridos desempleados y borrachos. La tasa de mortalidad materna e infantil se disparó debido a un sistema de salud pública debilitado. Las mujeres de clase trabajadora del Este sufrieron una pérdida de estatus material y derechos legales sin precedentes. Esto ha llevado al mayor descenso demográfico de la historia de la postguerra: las tasas de natalidad se han desplomado, las tasas de mortalidad se han disparado y la desesperanza se ha generalizado. En Occidente, las feministas «anti-estalinistas» han ignorado su complicidad con la esclavización y la degradación de sus «hermanas» del Este. (Estaban demasiado ocupadas agasajando a gentes como Vaclav Havel.)
Los intelectuales «anti-estalinistas», por supuesto, afirmarán que el desenlace que ellos habían imaginado está muy lejos de lo sucedido y se negarán a asumir ninguna responsabilidad por las consecuencias reales de sus actos, su complicidad y las ilusiones que han creado. Su iracunda afirmación de que «cualquier cosa es mejor que el estalinismo» no convence a nadie de quienes están en el abismo que alberga a toda una generación perdida de trabajadores del bloque del Este y sus familias. Tienen que empezar a contabilizar el ejército de desempleados de todo el Este, que se cuenta por millones, los millones de víctimas de tuberculosis y VIH en Rusia y Europa del Este (donde ni la tuberculosis ni el VIH planteaba una amenaza antes de la «ruptura»), las vidas destrozadas de millones de mujeres jóvenes atrapadas en los burdeles de Tel Aviv, Prístina, Bucarest, Hamburgo, Barcelona, Amán, Tánger y Brooklyn...
Conclusión
El golpe individual más importante a los programas de bienestar tal como los conocimos, que se desarrollaron durante las cuatro décadas transcurridas entre la de 1940 y la de 1980, fue el fin de la rivalidad entre el bloque soviético y Europa occidental y Norteamérica. A pesar del carácter autoritario del bloque del Este y del carácter imperialista de Occidente, ambos buscaban legitimidad y beneficios políticos consiguiendo la lealtad de las masas de trabajadores mediante concesiones económicas y sociales tangibles.
Hoy día, ante los «recortes» neoliberales, las principales luchas laborales giran en torno a la defensa de los restos del Estado de bienestar, los residuos esqueléticos de un periodo anterior. En este momento hay muy pocas perspectivas de regreso a sistemas de bienestar internacional en competencia, a menos que miráramos a unos cuantos países progresistas que, como Venezuela, han instituido una serie de reformas sanitarias, educativas y laborales financiadas por su sector petrolero nacionalizado.
Una de las paradojas de la historia del bienestar social en Europa del Este se puede encontrar en el hecho de que las principales luchas laborales en curso (en la República Checa, Polonia, Hungría y otros países, que habían derrocado a sus gobiernos colectivistas, tienen que ver con la defensa de las políticas de pensiones, jubilación, sanidad pública, empleo, educación y otras medidas del bienestar: las sobras «estalinistas». Dicho de otro modo, mientras que los intelectuales siguen alardeando de su victoria sobre el estalinismo, los trabajadores de carne y hueso que viven en el Este se entregan a una lucha militante cotidiana para mantener y recuperar los rasgos positivos del bienestar de esos Estados vilipendiados. En ningún otro lugar es más manifiesto que en China y Rusia, donde las privatizaciones han supuesto destrucción de empleo y, en el caso de China, la pérdida de las prestaciones de la sanidad pública. Hoy día, las familias de los trabajadores con enfermedades graves viven arruinadas por el coste de una atención médica privatizada.
En el mundo actual, «anti-estalinismo» es una metáfora de una generación fracasada en los márgenes de la política de masas. Han sido rebasado por un neoliberalismo virulento que tomó prestado su lenguaje peyorativo (Blair y Bush también eran «anti-estalinistas») en el curso de la demolición del Estado de bienestar. Hoy día, el ímpetu de las masas por la reconstrucción de un Estado de bienestar se puede encontrar en aquellos países que han perdido o están en vías de perder la totalidad de su red de seguridad social —como Grecia, Portugal, España e Italia— y en los países latinoamericanos, donde los levantamientos populares fundados en la lucha de clases y vinculados a movimientos de liberación nacional están en ascenso.
Las nuevas luchas de masas por el bienestar social hacen pocas alusiones directas a las experiencias colectivistas anteriores, y menos aún al discurso vacío de la izquierda «anti-estalinista». Esta última vive estancada en un tiempo detenido, anquilosado e irrelevante. En todo caso, lo que está abundantemente demostrado es que el bienestar, el trabajo y los programas sociales, que fueron conquistados y se perdieron tras la desaparición del bloque soviético, han regresado como objetivos estratégicos para motivar las luchas obreras actuales y futuras.
Lo que es preciso explorar más es la relación existente entre la aparición de inmensos aparatos policiales estatales en Occidente y el declive y desmantelamiento de sus respectivos Estados de bienestar: el auge de la «seguridad nacional» y la «lucha contra el terror» discurre paralelo al declive de la seguridad social, los programas de sanidad pública y el desplome de los niveles de vida para centenares de millones de personas.
James Petras
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