martes, julio 24, 2012

¿Qué hacer (con Lenin)?



Uno de los criterios fundamentales, en aras en los propósitos hegemónicos del neoliberalismo, fue el imponen el desprestigio total de Lenin. Desde principios de los años ochenta que esta premisa se hizo carne en los medios, así como en todos los medios de divulgación histórica, fuese el que fuese el formato. Desde entonces, las posibles lecturas, no ya laudatorias sino simplemente con voluntad objetiva, fueron reducidas a los márgenes. Se impuso el llamado canon Soljenitsin, y la imagen iconográfica que nos quedó de la época, sería la del derrumbamiento y venta al por mayor de sus (odiosas) efigies ajenas totalmente a sus criterios, pero erigidas por Stalin en una lógica que podía describirse en el sentido de que Lenin (muerto) era el como dios, y Stalin era su único profeta, “el Lenin de hoy”. Así, después de las imágenes liberadora de la cabeza de Stalin rodando por las calles de Budapest en octubre de 1956, nos llegó, como sí se tratase de una prolongación, las de las efigies del autor del ¿Qué hacer? Que aparecían en una película emblemática de Theo Angelopoulus, La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odisea, Grecia, 1995), si bien la mirada del cineasta no era desde luego la de los que habían comprado el tribunal de la historia.
Hay que reconocerlo, esta lectura denigratoria llegó a ser tan fuerte que hasta personalidades en nada sospechosa de haber efectuado alguna genuflexión, admitieron que, después de todos los errores y horrores del estalinismo, Lenin era ya irrecuperable. Este sentimiento se apoyaba en un eslabón que se fundamentaba, en una documentación inédita descubierta por el general Dmitri Volkógonov, un personaje de “antiguo régimen” que había producida sus adaptaciones historiográficas según sopló el viento. Comenzó a hacerlo con Breznev, y siguió haciéndolo hasta Gorbachev. En el curso de ese tiempo, entre otras cosas, el general maltrató a los disidentes como Sajarov, y escribió un dictamen contrario a la “rehabilitación” de Trotsky en plena “perestroioka”.
¿Qué era lo que ofrecía ahora Volkógonov?, pues un dictamen en base al "descubrimiento" de 3.724 notas firmadas por el propio Lenin, más 3.000 documentos inéditos de los archivos del PCUS, todo lo cual era más que suficiente para sentenciar -"por sí hacía falta" escribiría Santos Juliá en su reseña en El País- que fue Lenin, y no Stalin, el iniciador y a la postre el responsable de los campos de concentración. Lenin era el “cerebro” que creó un régimen que ya nació con vocación por crear el Gulag. Esto que ya era la prédica habitual de la sovietología instalada en las universidades con la contribución de poderosas fundaciones legadas a las multinacionales, se erigió en una verdad incuestionable en base a la cual escribiría hasta el último gacetillero, o hablaría el más torpe concejal. La jugada no tenía desperdicio. No solamente quedaba bajo el signo de la culpa todo el comunismo, por supuesto, en cualquiera de sus variantes. También se dejaba por sentada que toda tentación de transformar la sociedad –por una presunta “sociedad perfecta”, por una utopía-, llevaba en su interior la semilla del totalitarismo.
Este discurso funcionó durante al menos tres décadas, y todavía se puede sentir en los medios instalados. Ahora está resultando que las aportaciones anticomunistas son cada vez de más ínfimo nivel intelectual; véase sino los infumables malabarismos de Lenin y el totalitarismo, obra del mirista chileno arrepentido Mauricio Rojas, y que sería presentada en Madrid por dos padrinos complementarios, Esperanza Aguirre y Vargas Llosa. Y resuelta también que, por el contrario, se está fraguando título una recuperación del legado leninista, retomando de esta manera el hilo rojo de los años sesenta-setenta, una época culminante en la recuperación de la verdad –o sea liberado de la basura estaliniana- del aporte leninista, de documentos y estudios de todo tipo, siendo uno de los más penetrantes el historiador francopolaco Moshe Lewin tituló El último combate de Lenin (Lumen, 1975), autor de el siglo soviético, un trabajo imprescindible para enfocar la cuestión de la URSS. A modo de curiosidad, quizás valga la pena reseñar un lejano número de la magnífica revista marxista cubana “Pensamiento crítico” publicó en su número 38 (marzo 1970), un extensísima "dossier" que incluía los Diarios de sus secretarias con un extenso trabajo introductorio de Jesús Díaz, El marxismo de Lenin.
Estamos hablando de un conjunto de Obras como el Lenin de Jean-Jacques Marie (Ed. POSI, Madrid), el de Jean Salem, Lenin y la revolución (Ed. Península, Barcelona, 2010), y el de Philip Pompier, El hermano de Lenin (Ariel, Barcelona, 2010); un estudio de primera magnitud como el de Tony Clift, Lenin: La construcción del partido (Ed. Viejo Topo /La Hiedra), que además tiene la virtud de acercarnos a un autor que ha representado una de las corrientes más sólidas del tronco trotskista. En este mismo marco hay que registrar Lenin reactivado. Hacia una política de la verdad, una edición de Slavoj Žižek, Sebastián Budgen y Stathis Kouvelaki, con trabajos de Alex Collinicos, Daniel Bensaïd y otros, y que se encuentra en Akal, y ya antes Slavoj Žižek, ya había publicado en la misma editorial Repetir Lenin (2004).
En esta misma onda de recuperación de altura hay ahora que añadir, Lenin. El revolucionario que no sabía demasiado, de Constantino Bértol, que ha publicado libros de la Catárata en una colección que está logrando realizar una extraordinaria labor de recuperación del pensamiento en el sentido más amplio, intenso y didáctico del concepto.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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