sábado, marzo 09, 2013

Acratas. No todo el mundo puede presumir de tener unos padres anarquistas



En los años sesenta, cuando el franquismo había conseguido anular a la mayoría de la gente trabajadora, encontrar unos padres anarquistas fue un privilegio al alcance de muy poca gente.
La resistencia libertaria al franquismo fue tan constante y esforzada como la primera, y se desarrolló en un contexto totalmente adverso. Los anarquistas, además de perder la guerra (y la revolución) con todas sus devastadoras consecuencias, se habían quedado sin apoyos. El gobierno francés reconoció a unos pocos de los muchos que habían actuado con la Resistencia, pero luego no quiso tener problemas con el régimen franquista. Aparte de esto, de la represión sin cuentos, estuvieron las divisiones entre “fundas” y “realos” (básicamente se trataba de colaborar o no con las plataformas políticas republicanas), sin olvidar la desconexión con unas nuevas generaciones que era –por decirlo de alguna manera-, de otra guerra.
Sin embargo, hubo focos, pero –creo yo- existió una red de militantes que sin apoyo organizativo alguno, trataron de mantener viva aquella idea por las que se habían sacrificados tantos.
Fue en este escenario donde llegamos muchos de los hijos de los “vencedores” (una paradoja que nos sirvió al menos para no estar “fichados”) que hicieron la guerra en las filas del militar-fascismo obligados por el terror, y que, por lo tanto, no partíamos de experiencias familiares tan traumáticas padecidas por los perdedores y sus familiares. Éramos muchachos (las muchachas eran pocas, se incorporarían más tarde), que no necesitamos mucho esfuerzo para “matar” –freudianamente- a nuestros padres, derrotados, desconectados de cualquier tradición de lucha, entre otras cosas, porque incluso muchos de los que la tenían, la olvidaron para seguir adelante. Con todo, a trancas y barrancas, algunos muchachos logramos aprender el franquismo era la gran mentira, de alguna manera, el crimen organizado. Entonces buscábamos la República, y la encontramos en los libros, entre muchos viejos obreros de talleres y fábricas, en el barrio, entre el vecindario. En mi caso, fueron en las tres cosas.
Las lecturas me habían llevado a Machado; en las fábricas descubrí la diferencia entre los que habían sido militantes obreros, gente derrotada pero que tiene una historia y unos criterios, un nivel muy distinto a los que solamente habían conocido la dictadura, y en el barrio resultó que uno de los escasos oriundos de aquellos andurriales, era un tal Francesc Pedra. Un señor que necesitaba hablar, contar, soltar historias, y del que nos enteramos que fue uno de los miembros más precoces de la “quinta del biberón” en la batalla del Ebro, no en vano se fue voluntario al frente.
A las pocas horas de hablar ya me había “soltado” parte de su historia, una historia a la que su compañera Lola, una murciana que tenía sus propios capítulos, a veces complementarios pero otras veces. Lo suyo eran contrapuntos, que subrayaban más el sufrimiento que la épica. Al cabo de un cierto tiempo, Pedra se refería a mí “como un hijo”, algo que no cesó de repetir siempre que lo considero necesario
La pareja ya había tenido en plena guerra un hijo que murió enfermo en la inmediata posguerra, y ahora tenían otro, Germán, que se hizo mi amigo y en no poca medida, un niño bonito, mimado, muy apartado de cualquier sacrificio. Obviamente, él era el hijo natural, pero desde luego, no fue el “hijo político”. Durante años, los padres no permitieron que Germán jugara en las calle por miedo a que una pelea entre chiquillos pudiera derivar a que fuese descubierto por el “poli”. El nuevo piso –situado en la calle Simancas al lado de unas escaleras desde las que bajaba un torrente de agua cuando llovía-, era una “caja de cerillas”, un bajo mucho más pequeño que el nuestro, y eso que nosotros acabábamos de llegar de mala manera de Andalucía.
En los años sesenta-setenta, fuimos muchos los jóvenes antifranquistas de todos los colores de las izquierdas que pasamos por la casa de los Pedra a hablar de todo, con toda libertad. A veces incluso, cuando una buena comida y el champán requerían de un colofón, a cantar “A las barricadas”.
Cuando oigo hablar de las dificultades actuales para recomponer los movimientos, pienso que se trata de problemas muy diferentes a los que nos encontramos los jóvenes bajo el tardofranquismo, y no digamos los que sufrieron los años más duros con un historial de tragedias, pero también de grandes esperanzas que nunca pudieron destruir del todo.
Pedra sabía muy bien lo que significaba tener un padre anarquista. Él adoraba al suyo, un niño expósito criado y maltratado en uno orfanato de antes de la “Semana Trágica”, del que pudo escapar gracias a la complicidad de uno de los clérigos que, además, fue la persona que lo inició en el conocimiento del anarquismo, toda una paradoja que él contaba como diciendo: “Para que veas”. Este detalle adquirió luego importancia cuando Pedra, en la clandestinidad, se vio obligado a entrar y salir de las iglesias para las reuniones ilegales. Contaba que su padre había sido un activista, y que tomó parte, junto con Federico Urales, en el grupo de “Los de ayer y los de hoy”. Desde muy pequeño, Francesc fue testigo de reuniones en su casa situada en la ladera de Montjuich, donde ahora está la calle México, y en más de una ocasión tuvo que presenciar como la policía se llevaba a su padre. Pero no fue por mucho tiempo, a los nueve años Pedra quedó huérfano de padre y madre, esta fue víctima de un cáncer que la hacía enloquecer de dolor. Un trauma amargo que el hombre consiguió paliar gracias a la relación amorosa con Lola, siempre renovada. En mi vida he visto una pareja que se discutiera tanto, pero que luego se siguieran queriendo.
Este tremendo trauma reapareció dolorosamente cuando enviudó. Lo pude comprobar durante los meses en que Pedra vivió en mi casa de Ribes. Por las noches gimoteaba como una criatura llamando a sus padres, y a Lola.
También su hermano Camilo fue un notable militante, un “hombre de acción” de la época del “nueve largo”. Fue conocido como “El cojo de Sants”. Camilo tuvo muchos problemas porque fue apuntado en todas las “listas negras” de la patronal. Pedra hablaba de atracos, que su hermano se habituó a este tipo de vida con la pistola siempre a la mano, y como esto le llevó lejos de la actividad colectiva. También dejaba siempre bien claro que nunca se quedó con una sola peseta para su beneficio. Camilo se perdió en Francia. No obstante, Francesc decía a veces que murió en exilio en la miseria, todo porque, como anarquista, se negó a aceptar una pensión del Estado francés por su labor en la Resistencia. Camilo volvió a reaparecer en los sueños traumatizados del último Pedra. Poco ante de morir me contó en un estado febril una extraña anécdota. Aseguraba que el hijo de Barris, un buen amigo del barrio de Pubilla, se había casado con una muchacha francesa que…!resultaba ser la hija de su hermano¡
De formación autodidacta, que aprendió a leer y apenas a escribir, militante cenetista precoz, a los 11 años, Pedra presidió una huelga de los aprendices en la Cristalería Planell en 1923. A los 17 años fue nombrado presidente del Sindicato de Oficios Varios en el barrio de Santa Eulalia, en L´Hospitalet, un bastión cenetista donde tomó parte en la efímera tentativa de implantar el comunismo libertario en 1933. Al estallar la guerra y la revolución, Pedra ocupó la vicepresidencia del mismo sindicato en Barcelona, así como de la sección del Vidrio Hueco, oficio en el que trabajó la mayor parte de su vida y que ejercerá con orgullo profesional, evitando siempre que el patrón pudiera tener alguna vez razón en contra suya.
Su narración de la experiencia de las colectividades era la de un participante entusiasta, si bien no le dolían prenda en remarcar que no faltaron actuaciones muy discutibles. El mayo del 37 le cogió en el frente, pero lo que le llegó de los acontecimientos reforzó sus discrepancias con “los chinos”, discrepancia que serían reforzadas por las cosas que le contaron en los campos de concentración.
Pedra se tuvo que marchar al exilio dejando a Lola con un niño enfermo. El niño salió enfermizo, sus piernas eran de patizambo y falleció mucho antes de que Lola tuviera razón sobre si Francecs estaba vivo o muerto. No tuvo noticias suyas hasta después de la guerra mundial. En su exilio, Pedra conoció a fondo los campos de concentración de Saint Cyprien, Agde, Clermont Ferrant, Argelés para desembocar en Magdeburg, a 60 Km de Berlín. Esto se dice pronto, pero fueron experiencias horribles, y las secuelas le pesaron dolorosamente hasta la muerte. En más de una ocasión, recuerdo haberle rogado que cambiáramos de tema, por lo reiterativo que inconscientemente podía ser, pero también porque todo parecía ponerse oscuro y amargo.
El 16 de noviembre de 1945, Pedra cruzó clandestinamente la frontera para regresar a Barcelona siguiendo sus propios criterios, o sea desoyendo los de la organización de Toulouse con los que discrepaba. En su opinión, a Federica y demás, se les había parado el reloj de la historia, y había que estar a la hora.
Está claro que en su decisión pesa especialmente su necesidad de reencontrarse con Lola. Vuelve a vivir con su compañera Dolores Peñalver, de origen murciano y también militante de la CNT. Lola fue una joven entusiasta que se movió en el área de las “Mujeres libres”, y había tratado como amigas a algunas de sus portavoces. En los años que siguen, Pedra sobrevivió gracias a la solidaridad de los trabajadores de Can Tarrída. A mediados de los años sesenta, y a pesar de sufrir una crisis depresiva derivada de sus duras experiencias, Pedra se acerca a Comisiones Obreras sin olvidarse del ABC que tan duramente había aprendido.
En 1967, participa en el núcleo izquierdista que anima el Centro Social del barrio de La Florida regentado por Cáritas, y a principios de la década siguiente es uno de los fundadores de la Asociación de Vecinos de Pubilla Casa que, después del desplazamiento de la hegemonía del PSUC, pasa a ser el centro urbano más activo y radical de la ciudad. Cuando poco antes de su jubilación cerró la empresa, Pedra militó intensamente en la Asamblea de Parados de la ciudad, que por aquella época protagonizó fuertes movilizaciones.
Obviamente, entonces se apuntó al resurgir de los suyos, pero no soportó la división entre la CNT y la CGT Su fidelidad estaba con los primeros, pero su manera de ver las cosas era más próxima de los segundos. Su decisión será actuar por libre, de hecho ya se había acostumbrado a hacerlo. Se representaba a sí mismo, y a la gente que decidía en las asambleas y lo escogían como portavoz.
Poco después de la muerte del dictador, Pedra, junto con el cordobés Pedro Rodríguez — anarquista, soldado con Mera pero en el momento, afiliado a la LCR— y Merced Rosaura —monja seglar e intrépida asistenta social, cuya categoría moral haría matizar notablemente el anticlericalismo de Pedra—, constituyó la dinámica vocalía de jubilados y pensionistas del barrio. Al poco tiempo, la vocalía de los abuelos se convirtió en uno de los centros generadores del movimiento que tendrá un peso militante hasta mediados los años ochenta. Pedra obtuvo un reconocimiento de esta labor en el curso del Congreso internacional de Jubilados y Pensionistas de Europa celebrado en Lille, Francia, cuando los delegados italianos le concedieron la medalla al mejor militante.
En estos años Pedra se mantuvo como un anarcosindicalista, pero siempre a su manera.
Padeció fuertes depresiones, y en ocasiones cambiaba radicalmente de carácter. En más de un momento se hundía en una invisible oscuridad.
Defensor fervoroso de las tradiciones de la democracia obrera, no pudo evitar —quizás por su empirismo intelectual y su desconfianza hacia el comunismo oficial— la tentación socialdemócrata, llegando a mantener una afiliación con el PSC local, algo que para sus más próximos resultaba una paradoja.
De las discusiones de entonces, recuerdo algunos argumentos. El más importante era el que insistía en que se trataba de una afiliación colectiva, del grupo de jubilados que animaban una coordinadora que cada vez se inclinaba más hacia los acuerdos con el Ayuntamiento. No menos importante era el hecho de que la casi totalidad de la gente combativa que había constituido la Asociación de Vecinos de Pubilla Casas, se había disuelto. Que la afiliación no significaba subordinación lo pude ver en una asamblea en la que Pedra tuvo un duro enfrentamiento con los funcionarios del PSC. También decía con ironía que con los años, nos hacemos más conservadores, un detalle que resultaba ilustrado por algunos de los supervivientes de los años treinta, uno de los pocos. La mayoría se perdieron, y este era un dato desgarrador. Le recuerdo un día llorando a lágrima viva preguntándose donde estaban todos aquellos. La mayoría había muerto o nunca más se supo de ellos.
Esto le llevaba a sentir una profunda repulsión contra toda forma de violencia, y a creer que las soluciones son posibles por la vía del diálogo, de la buena fe. Pero el rebelde nunca desfalleció, y no desaprovechaba ocasión para denostar a la izquierda y a los sindicatos mayoritarios, a veces con una furia izquierdista propia de un joven airado. Por eso asistió con tanto entusiasmo a la campaña anti-OTAN. Creo que aquella fue la última batalla de Francesc, luego decayó físicamente y se encerró en una Residencia, muy amargado con un hijo que no parecía suyo.
Esta es una parte muy difícil de la historia. Germán fue un chico muy prometedor, muy formado. A veces un rebelde, y entre él y yo tuvimos ásperas polémica con Francesc para que, por ejemplo, Karl Marx era liza y llanamente un “autoritario” y se sanseacabó. En más una ocasión, Germán lo tachó de a él de “autoritario”, y su reacción natural –lo que se notaba porque cuando se indinaba no sabía hacerlo en castellano-, era furiosa, y clamaba: ¡Cómo me llames otra vez autoritario te parto la cara¡.
Pedra sabía que tenía contradicciones, había aprendido lo difícil que era mantener un alto ideal cuando la vida te lleva tan lejos de los horizontes en los que sueñas. Tenía contradicciones y defectos, faltaba más, y sobre algunos de ellos era bastante consciente, otros sin embargo, le costaba más aceptarlos. Era un admirador de Durruti, pero su paradigma era Joan Peiró. Era una persona tierna, necesitada de calor y afecto. Un par de días antes de fallecer, mi compañera y yo fuimos a visitarlo. Al despedirnos, ella se ofreció a comprarle lo que quisiera. Entonces respondió sonriendo, y le dijo: “¿Sabes que es lo que de verdad quiero? Pues que me des un par de besos”. Sin duda fue los últimos que recibió.
Cuando años más tarde falleció Germán, mi reflexión fue que quizás no debería ser tan fácil tener unos padres anarquistas. Para mí lo fue, pero obviamente, lo mío era otra historia. De todas maneras, el referente me ha pesado mucho. No tengo dudas que para bien.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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