domingo, mayo 03, 2015

El apocalipsis llegó para salvarnos



El cine ha tenido siempre una componente ideológica, y en tiempos de crisis recurre a la fantasía para articular discursos que defienden, o cuestionan, las instituciones del poder. Aquí reflexionamos sobre los géneros que han servido a este propósito.

Dice Slavoj Zizek, hablando de Hijos de los hombres, que la imagen de una cosa se parece más a esa cosa que la cosa en sí. De esta manera, redefine la película de Alfonso Cuarón y nos la muestra como una obra realista que, lejos de lo que aparenta, no está hablándonos de un futuro hipotético, sino de la realidad presente. La fantasía es el mejor entorno para reflexionar críticamente sobre el mundo que nos rodea. Ofrece elementos y recursos diversos, ya sea a través de la comparación o la metáfora, poniendo en juego cuestiones morales y políticas a través de la trama argumental, de una manera que no sería posible en un drama realista.
El cine, además, es un territorio abonado para la reelaboración actualizada del mito, en tanto es capaz de provocar en el público un intenso proceso de identificación, lo que le convierte en una herramienta de propaganda de primer orden. Como tal, es en tiempos de crisis cuando adquiere una mayor relevancia. El cine se consolidó como espectáculo de masas en los años 30, cuando el capitalismo parecía estar al borde del colapso, a la vez que ejercía un papel determinante a la hora de apuntalar el edificio ideológico de un sistema que se resquebrajaba.

La catástrofe como metáfora

Como cuenta Ignacio Ramonet en La golosina visual, durante el crack del 29 la industria cinematográfica vive un auge inesperado a partir de la invención del sonoro. EEUU se llena de salas de cine y el negocio termina en manos de los banqueros: “semejante apogeo no deja nada indiferentes a los financieros y, en poco tiempo, el Chase National Bank del grupo Rockefeller, y la Atlas Corporation, del grupo Morgan, tomaron el control de las ocho compañías más importantes de Hollywood”1. La industria cinematográfica se convirtió en la fábrica de sueños. La gente acudía a las salas para evadirse de la situación de miseria que asolaba el país y desde su butaca asistía a cuanto espectáculo le ofreciera una realidad alejada de la suya propia.
En esa misma época floreció el género de terror, creado por y para la crisis. Los monstruos ayudaban a exorcizar los miedos, una de las consecuencias más extendidas del crack, y revelaban, a través de la fantasía, una realidad que traslucía una profunda carga ideológica: “La película de miedo, con sus monstruos inhumanos, logra que la apagada trivialidad de la calle se convierta en algo casi familiar y también que la miseria resulte casi tolerable, soportable. Recurriendo a unos medios brutales y, sin embargo, poéticos, el cine de terror canalizará la angustia y el extravío; procurará situarlos, dejar que estallen en alaridos de terror, para luego dominarlos gracias al inevitable happy end”2.
La crisis de los setenta no es sólo económica. Esta viene acompañada por una crisis institucional, que pone en cuestión los valores que fundamentan una sociedad ya por entonces profundamente tecnológica. El encarecimiento del petróleo, la derrota en la guerra del Vietnam y el caso Watergate harán temblar la confianza en las principales instituciones del estado más poderoso del mundo, el dólar, el ejército y el presidente. En este contexto surgió el llamado cine de catástrofes, que vino a revitalizar una industria que se encontraba en una pésima situación provocada por el auge de la televisión.
Las películas de catástrofes reproducen un modelo mítico a través del cual las instituciones sociales, unas instituciones representadas generalmente por una autoridad corrompida por su ambición, se desmoronan ante un agente externo, generalmente relacionado con “los cataclismos anunciados por Juan el Evangelista en el Apocalipsis”3.
Pero no es el fin del mundo lo que azota a las y los protagonistas. La acción transcurre en un entorno reducido, una ciudad, un pueblo, un barco o algún otro artefacto, modelo de la nueva era tecnológica. Una vez producido el cataclismo, un héroe, que representa los valores puros de una institución superada por los acontecimientos, logrará la salvación de quienes le acompañen, en un periplo que supondrá la búsqueda y recuperación de esos valores perdidos: “Los protagonistas de estas obras encarnan y defienden siempre esa extraña muestra de individualismo y civismo que se asocian tópicamente a los ‘valores norteamericanos’.”4
No se trata pues de una forma de crítica institucional, sino todo lo contrario. De hecho, en muchas ocasiones es un representante electo el que encarna esta crisis de valores que precede a la catástrofe, y que se traduce en la incapacidad de atender a las demandas del héroe. Este forma parte de una institución no democrática, ejército o policía, y es capaz de percibir las señales de lo que está por venir porque piensa sobre todo en “proteger y servir”: “Con toda su mítica ingenuidad, estas películas nos manifiestan su anhelo de que determinados aparatos represivos, como el ejército o la policía, o ciertos ‘hombres providenciales’, se encarguen de restaurar, de reconstruir, una sociedad en crisis, aunque para ello haya que sacrificar la democracia”5.

La historia del fin

La crisis actual se produce en un contexto diferente a las dos anteriores, y no ha dado lugar a un fenómeno cinematográfico tan concreto y con una repercusión tan marcada como el cine de terror en los 30 o el de catástrofes en los 70. Sí ha tenido sus manifestaciones en la gran pantalla, reflejando a través de unos efectos especiales digitales cuya evolución ha permitido reproducir mundos ficticios con un realismo como nunca antes se había visto, los miedos de una sociedad que parece desintegrarse ante múltiples amenazas.
La caída del muro de Berlín fue la antesala de un proceso de globalización neoliberal que pareció difuminar las fronteras y hacer más pequeño el mundo. Eso tuvo su reflejo en el cine. La catástrofe siguió siendo el elemento central que servía de metáfora para representar la crisis. Sin embargo, el lugar de la catástrofe ya no era un espacio cerrado sino el mundo entero, o una parte significativa del mismo.
Cuando la fantasía del fin de la historia fue desenmascarada por la primera guerra de Irak, aparecieron películas como Independence Day de Roland Emmerich (1996) o de Michael Bay (1998), donde una amenaza exterior pone en peligro la supervivencia del mundo y obliga a las instituciones del poder, en el caso de Independence Day al mismísimo presidente de EEUU pilotando un avión de combate, a liderar una respuesta resuelta y heroica para superar una crisis cuya única consecuencia posible es la extinción. Se trata de películas de propaganda que intentan alertar sobre un nuevo enemigo y reforzar la confianza en el gobierno y el ejército.
El siglo XXI trajo consigo crisis mucho más profundas que han puesto en cuestión las instituciones del capitalismo global. El terrorismo internacional, el cambio climático y el estallido de la burbuja inmobiliaria nos han arrojado a un mundo mucho más inestable y peligroso, más injusto y violento, más frágil, gobernado por instituciones incapaces o directamente corruptas.
Así pues, en el siglo XXI, las amenazas cinematográficas van un paso más allá, no hay institución que les haga frente, ni ejército ni gobierno. Se hace necesario volver a exorcizar el miedo mediante ficciones que arrojan a la humanidad a un mundo pos apocalíptico en el que la sociedad se desintegra, y un puñado de supervivientes debe hacer frente a una nueva situación donde los viejos valores ya no sirven.
Curiosamente, el modelo mítico al que hace referencia este tipo de películas no es el Apocalipsis, sino el “diluvio universal”. Una historia popularizada por el Antiguo Testamento pero que ya se encuentra en la Epopeya de Gigamesh. Una catástrofe provocada por un agente externo acaba con una sociedad sumida en una crisis de valores. Los y las supervivientes deberán luchar por sobrevivir y reencontrar los valores perdidos que les permitan volver a empezar. Un modelo que se repite, pero que adquiere diferentes formas y matices.
Enlazando con las películas de la década de los noventa ya comentadas, encontramos una serie de obras que se desarrollan en torno a la aparición súbita de una amenaza exterior. Una invasión extraterrestre, La guerra de los mundos de Steven Spielberg (2005), Monsters de Gareth Edwards (2010), Invasión a la tierra de Jonathan Liebesman (2011), Battleship de Peter Berg (2012); monstruos de otra dimensión como en Pacific Rim de Guillermo del Toro (2013), o cataclismos de origen solar que acabarán con la vida en la tierra como en Señales del futuro de Alex Proyas (2009) o 2012 de Roland Emmerich (2009). En la mayoría de estas películas, el gobierno y el ejército son el último bastión de defensa de la humanidad, defensores además de los valores morales fundamentales, el sacrificio, el valor, la familia.

Devorándonos mutuamente

Más complejas y ambiguas son aquellas películas que abordan el peligro del enemigo interior. Generalmente una enfermedad, ya sea de origen desconocido o creada por el hombre para la guerra bacteriológica. Muestran por un lado el peligro que entraña la pérdida de control sobre las fuerzas desatadas por la ciencia, la ambición o el poder, y por otro, constituyen una metáfora de la maldad oculta dentro del ser humano, capaz de devorarnos unos a los otros si las circunstancias nos empujan a ello. Es el caso de las películas de muertos vivientes, Survival of the dead de George A. Romero (2009) o la muy aclamada serie The Walking Dead, donde el mayor peligro proviene de los vivos en su lucha despiadada por sobrevivir. El grupo de supervivientes que transitan por un mundo infestado de caminantes, ven como sus viejos valores chocan constantemente con una realidad que les empuja a la violencia e incluso a la crueldad. El protagonista, un policía convertido en líder natural, encarnará la figura del héroe llamado a mantener la firmeza moral y a la vez a proteger a los suyos a toda costa, enfrentándose al dilema de ejercer una autoridad despótica y absoluta o permitir un cierto grado de democracia.
Otras películas como Soy leyenda de Francis Lawrence (2007) o Guerra mundial Z de Marc Forster (2012), parecen optar por una visión más trascendente e incluso religiosa. Si el mal está dentro de nosotros, aunque introducido desde fuera, la cura a este mal también viene de dentro, y deberemos llegar a ella a través de un acto de fe, que en el caso de la primera incluye un sacrificio mesiánico.
Paradigmático resulta el caso de la serie Last Ship, donde se hace valer la frase de José Antonio Primo de Rivera: “A última hora, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización”. A la tripulación de un barco de la marina americana le toca ejercer esa función. A bordo, una bióloga que deberá descubrir la cura para la enfermedad que ha destruido a la mayor parte de la humanidad y ha sumido el mundo entero en el caos. La fidelidad a ultranza de los soldados, y especialmente de sus líderes, a los valores que representa la institución extinta a la que pertenecen, aparecerá, un capítulo tras otro, como garante de una labor, la investigación científica, a todas luces secundaria.
Mención especial merecen dos obras que huyen de algunos de estos elementos comunes. El tiempo del lobo de Michael Haneke (2003) y The road de John Hillcoat (2009) eluden cualquier referencia a la causa de la catástrofe que ha conducido a la humanidad a una situación límite en la que debe enfrentarse cara a cara con el lado más oscuro de su propia naturaleza. Aquí no hay héroes ni instituciones que luchan por recuperar antiguos valores. Sólo la necesidad de sobrevivir que pondrá al débil a la merced del fuerte en un mundo sin moral, donde el único recurso de que se dispone es uno o una misma y no queda más remedio que desconfiar del resto, si no enfrentarse a ellos directamente y sin preguntar. Se trata sin duda de un enemigo interior, el individuo sin vínculos sociales. En el caso de The Road, se verá al final un atisbo de esperanza en la pervivencia de la unidad familiar como primer eslabón en el que se pueden desarrollar de nuevo esos vínculos y hacer de la vida algo mínimamente soportable.

La catástrofe es ahora

Las épocas de crisis, dicen, son épocas de oportunidades. El aumento del número de millonarios, la concentración de capitales y la maximización de beneficios de las grandes empresas así lo atestiguan. También la aparición de nuevos movimientos políticos y ciudadanos de contestación y denuncia. Pero la industria del cine sigue estando en manos de los primeros. No es raro que en momentos como estos, construyan relatos en los que los desastres que ellos mismos están creando sirven para justificarse a sí mismos.
Pero hay algunas películas que se alejan de ese objetivo. La ya nombrada Hijos de los hombres de Alfonso Cuarón (2006), V de Vendetta de James McTeigue (2006), Los juegos del hambre de Gary Ross (2012) o Elysium de Neill Blomkamp (2013), nos muestran regímenes totalitarios, mundos devastados por el deterioro ecológico o el aumento de las diferencias de clase, donde la violencia de las instituciones ha sido el único recurso para mantener la paz y la seguridad de los de arriba, sacrificando la democracia y sus valores.
Si la catástrofe sirve para alertar del peligro que supone que el ser humano pierda toda confianza en las instituciones que le gobiernan, ya que sin ellas está abocado a la lucha atroz por la supervivencia, estas otras películas conforman más bien una imagen inversa de las primeras, donde las instituciones consiguen perpetuarse a pesar de la crisis, condenándonos a un mundo degradado en lo ecológico, lo social o lo político. Son, a la vez, una imagen de la realidad presente, como explica Zizek, que nos llama, tal vez, a la subversión.

Manel Barriere Figueroa (@manelbf1977), militante de En lucha / En lluita

Artículo publicado en la revista anticapitalista La hiedra (@RevistaLaHiedra)

http://lahiedra.info/el-apocalipsis-llego-para-salvarnos/

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Notas:

1. Ramonet, Ignacio, 2000: La golosina visual. Madrid: Editorial Destino, p. 44.
2. Ibid., p. 46-47.
3. Ibid., p. 58.
4. Ibid., p. 61.
5. Ibid., p. 61-62.

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