sábado, junio 13, 2015

La caída del Cinema Paradiso



Desde los malditos ochenta, los espectadores de las salas de cine en pueblos y barriadas entraron en un curso desconcertante. Habíamos conocido la época dorada de los “programas dobles” en salas que se fueron reproduciendo y que se llenaban los fines de semana.
Este declive fue descrito en algunos títulos testimoniales, entre ellos The last pictures (La última película, EUA, 1971), un díptico del mejor Peter Bodanovic que se cerraba con Texasville (E·UA, 1990) que ofrecía una explicación terrible, el pueblo pequeño en el que la mayoría se conocía había dado lugar a unas urbanizaciones en las que la sociabilidad desaparecía. También estuvo Splendor (Italia, 1999)uno de los aportes más blandos de nuestro Ettore Scola. La más fue sin duda Cinema Paradiso (Italia, 1988), obra del tramposo Giuseppe Tornatore que seducía por la presencia de Philippe Noiret, pero sobre todo por la evocación del devenir del cinema que a todos nos reportaba un torrente de recuerdos. Me paree obvio que este fue el secreto de un gran éxito de público y crítica en todo el mundo, además del premio a la mejor película de habla no inglesa en EE.UU. y el Reino Unido. Curiosamente no se llevó el Premio David di Donatello a la mejor película italiana del año, que fue para con todo merecimiento para La leyenda del santo bebedor, de Ermanno Olmi.
Como “malalt de cinema” seguí la trayectoria de las salas de cine que. ya de niño, se impusieron a la seducción por la Iglesia. En los años cincuenta en La Puebla llegó a haber dos cines de invierno y hasta tres de verano. En mi entorno de L´Hospitalet llegó a haber hasta dos y tres salas por barriada, a veces más. En un país en el que la cultura estaba poco menos que prohibida para los trabajadores. Las salas de cine fueron lugares de deslumbramientos y de apertura del conocimiento y de la imaginación. El declive no pudo ser más evidente.
Entre 1979 y 1990 mi escenario fue el barrio de Sants, uno de los más activos social y culturalmente de aquella Barcelona en la que, a principios de la década, todavía era posible asistir a aquellas sesiones masivas para ver películas excelentes, pero que al final de la misma la decrepitud de las salas era cada vez más evidente.
Lo pude comprobar en el Liceo, que se consideraba de estreno aunque fuese de segunda, la pantalla estaba ya tan oscura que apenas sí logramos ver algo de Cristal oscuro (The Dark Cristal, USA, 1982); más allá, en la misma calle Cruz Cubierta, descubrí que la sala del Bohemio se hallaba literalmente tomada por las ratas que devoraban toda la basura del suelo y mordisqueaban los cordones de los zapatos de los asistentes; en cuanto a su vecino, el Arenas, que hasta entonces había figurado como de estrenos, ahora proyectaba títulos “S” en clave “gai” como pude comprobar un día en que inocentemente pagué mi entrada para ver Querelle (RFA, 1982), una adaptación de Jean Genet desnaturalizado por el peor Fassbinder. En el intermedio descubrí estupefacto que en los lavabos se escenificaba una verdadera orgía, de tal forma que hasta tuve que pedir excusas para llegar al lugar donde poder vaciar la vejiga.
Mi estupor no fue muy diferente al del público tradicional, entre aquellas parejas de toda la vida que no se había enterado que en el cine del barrio ya no se pasaban “películas como las de antes”. Ahora ya no se iba “al cine” en grupo o individualmente, ahora se iba a ver episódicamente a ver tal o cual película, normalmente algún título apabullante. En su agonía, los cines de barriada pasaron de proyectar buen cine para dar paso a productos eróticos de diferente calibre, un cambio que en mi opinión traslucía un verdadero desastre ya que de esta manera acababa un espacio en el que había tenido lugar el mayor encuentro conocido entre la cultura y las masas. Asistir ahora a aquellas salas que poco tiempo atrás para contemplar películas con mentalidad de prostíbulos, programas del anagrama “S” en las que los títulos de valor eran excepciones –por lo demás no reconocidas-, pero que la casi totalidad resultaban totalmente impresentables, meros ejercicios onanistas en un país en el que todo era pecado menos lo que decidían ellos. .
Paradójicamente, ahora se veían más películas que nunca pero desde la canalización del comedor de casa, emitidas o alquiladas en los videoclubes. Por el contrario, sí se te ocurría escoger un clásico en blanco y negro podías tener por seguro que el dependiente te advirtiera no fuera que luego protestara porque no te lo habían dicho. Que el panorama había cambiado lo evidenciaba la presencia ostensible de un apartado con “pornos”, a veces confundidos con títulos equívocos del tipo Alicia en el país de las pornomaravillas (1976), por lo que en más de una ocasión fueron alquilada para el público infantil.
Allá lo que prevalecía eran las de “las multinacionales”, sobre todo entre la gente menuda Eran aquellos títulos que luego se emitían en la televisiones en las horas punta, el sábado por la noche. Era la época del cine de la “era Reagan”, aquel tipo que llamaba a la “contra” nicaragüense “combatientes por la libertad”. Un cine plagado de policías por encima de la ley, de advertencias moralistas como la expresa en Atracción fatal, por las epopeyas reaccionarias protagonizadas por patriotas americanos, en las que el mensaje político –la supremacía norteamericana y capitalista- no era otro que la vieja ley del más fuerte, eso sí revestida por una palabrería sobre la libertad. La hegemonía neoconservadora se manifestaba de una manera tan agobiante que hasta en una revista como Fotograma que había cómplice de la izquierda en los años setenta, ahora Dedicaba sus páginas centrales a declaraciones estos tipos (recuerdo también al novelista Tom Clancy) contra los impuestos a los ricos con argumentos como el esgrimido por Sandra Bullock, que presumía de merecer lo que ganaba, dólares que puestos en una balanza podrían pesar más que de miles de trabajadores juntos. Pero lo peor era que este tipo de cine raramente era criticado por sus contenidos.
Fue una contrarrevolución en toda regla, la más profunda y quizás la más inteligente e integradora jamás conocida, quizás eso explique que un artista tan de la izquierda como Bernardo Bertolucci, que en 1976 había realizado Novecento, un canto a la conciencia social del pueblo militante, acabó siendo multipremiado diez años más tarde por El último emperador, una gran producción que enfocaba el final de la última dinastía china como un problema individual. Lejos quedaban los tiempos en que en el barrio o en el pueblo se podían ver películas como El verdugo o Plácido, ahora el cine “que decía algo había que verlo en las salas que bajo el franquismo se habían llamado “de arte y ensayo”, por lo que tuvo lugar un pequeño fenómeno a contracorriente y casi militante que se manifestó convirtiendo en éxitos películas “comprometidas” al estilo de Un lugar en el mundo (Argentina-España, 1992), de Adolfo Aristaráin o La estrategia del caracol (Colombia, 1993) de Sergio Cabrera, que nos evocaban otros lugares en los que la resistencia popular no había desaparecido. Era un cine situado en otro meridiano mientras que ni la izquierda ni el cine nacional parecían tener pulso.
Dentro de este cine a contracorriente, ningún cineasta se mostró tan constante ni tan representativo como Ken Loach el que adquirió mayor influencia hasta el punto de convertirse en símbolo del rechazo desde el cine al thatcherismo que nos invadía con su filosofía según la cual la sociedad no existía, solo los individuos (los mejor colocados en la lucha de todos contra todos) y There is no alternative, o sea la TINA: no había más alternativa fuera de la jungla de los mercados. Una nueva forma de dominación y de liquidación moral contra la que Loach había combatido desde el primer momento, tomando parte en la célebre y determinante huelga de los mineros, una batalla crucial que, más que ganada por Thatcher, fue perdida por los laboristas y la burocracia sindical.
Una derrota que se reproducirá en mayor o menor grado en todas partes, que se estaba viviendo aquí en un momento en que personajes más o menos reputados de la izquierda institucional proclamaban que la lucha de clases se había acabado. Lo que de verdad sucedía era que la estábamos perdiendo y, en no poca medida, las películas de Loach eran como gritos de resistencia, variaciones lúcidas sobre dicha derrota y sus consecuencias. Para muchos de nosotros, autores como Loach nos mostraban que era posible luchar y que había que actuar en vez de lamentarse. Es lo que hicimos, pero por entonces, sí bien a la gente llana no le gustaba lo que estaba cayendo sucedía también que no creía en ninguna otra alternativa. Eso es lo que está llegando ahora, en parte gracias al cine y a cineastas como Loach.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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