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domingo, junio 07, 2015
La Masacre de Uncía
La Masacre de Uncía fue una de las represiones más brutales al incipiente movimiento obrero boliviano. Esta nota refleja la complicidad del Estado Nacional y las empresas extranjeras estadounidenses y las primeras peleas de los trabajadores por su sindicalización.
El 4 de junio de 1923, efectivos del ejército boliviano, al mando del Mayor Ayoroa, abrieron fuego contra una concentración de mineros y pobladores en Uncía, capital de la provincia Bustillo, Departamento de Potosí, Bolivia. Reclamaban la libertad de sus dirigentes sindicales detenidos en la prefectura de la ciudad.
En 1564, el español Juan del Valle llegó hasta una montaña que los lugareños llamaban Orko Intijaljata (“la montaña del sol poniente”). Sin embargo, sus expectativas se vieron rápidamente frustradas: no había plata sino estaño, un metal en ese entonces inservible. Muchos años más tarde, en la segunda década del siglo XX, dos empresas competían en la explotación de las riquísimas vetas: la Empresa Minera “La Salvadora” de Simón I. Patiño y la Empresa “Estañífera Llallagua”, de capitales chilenos. Ambas empresas eran manejadas con mano de hierro por sus respectivos gerentes, Máximo Nava y Emilio Díaz, odiados por mineros, contratistas y pobladores.
Por esos años gobernaba Bolivia el presidente Bautista Saavedra, proveniente del Partido Republicano, que había accedido al poder en 1920. Este gobierno (1921-1925), marcó un punto de inflexión en lo concerniente a la preeminencia de Estados Unidos en Bolivia, iniciando el desplazamiento de la metrópoli inglesa. En 1922 el gobierno contrajo en Estados Unidos un empréstito con la casa Stifel Nicolaus por 33 millones de dólares, a la tasa del 8 % anual, hasta entonces el mayor préstamo celebrado por el país. Se constituyó como garantía todos los impuestos, fondos y rentas del Estado boliviano, y se creó una Comisión Fiscal Permanente, integrada por tres miembros designados por los banqueros de Nueva York, que pasaron a controlar la Aduana, la recaudación impositiva y el Banco Central del país. Es en este contexto que en 1922, la compañía estadounidense Standard Oil de New Jersey, se apoderó mediante maniobras fraudulentas de la explotación de la mayoría de las áreas petrolíferas otorgadas en concesión por el gobierno.
Saavedra representaba la versión más plebeya del republicanismo, apoyándose en la clase media y el artesanado urbano. Fue uno de los primeros en ensayar una política social combinada con una fuerte represión a los trabajadores. Bajo su mandato se dictaron leyes sobre accidentes de trabajo, de Ahorro Obligatorio y reglamentarias de las huelgas; y se creó el Instituto de Reformas Sociales. Pero en cuanto los mineros o los indígenas intentaron movilizarse por sus reivindicaciones fueron severamente reprimidos, como sucedió con el levantamiento indígena de Jesús de Machaca (1921).
En Uncía, una de las principales regiones mineras del país, ya desde 1918 se registraron duros enfrentamientos, cuando el ejército junto con matones organizados por la patronal reprimieron violentamente a los obreros que reclamaban aumentos salariales y mejoras de las condiciones de trabajo, ocasionando muertos y heridos. Ya desde entonces circularon tenebrosas versiones según las cuales los cuerpos de los trabajadores caídos habrían sido incinerados en los hornos de calcinación de Catavi. Como resultado de estos hechos, se reforzó la guarnición militar y se redoblaron las persecuciones y los malos tratos a los trabajadores.
El 1° de mayo de 1923, luego de un entusiasta desfile y acto en homenaje a los mártires de Chicago, fue fundada la Federación Obrera Central de Uncía, que pretendía agrupar a los trabajadores de ambas empresas mineras y de toda la región. Se estableció que en las dos compañías se constituirían sub-consejos federales. La primera Mesa Directiva contaba con Guillermo Gamarra, representante de “La Salvadora” como presidente, Gumersindo Rivera, representante de los “obreros del pueblo” como primer vicepresidente y Manuel Herrera, de Llallagua, como segundo vicepresidente, y Julio M. Vargas y Ernesto Fernández (ambos del pueblo) como tesorero y secretario general, respectivamente.
El conflicto estalló de inmediato, porque las patronales se negaron a reconocer a la flamante Federación. Díaz, el gerente de Llallagua, despidió a diez trabajadores por haber concurrido a la manifestación del Primero de Mayo. La Federación reclamó la restitución a sus trabajos de los obreros despedidos, pero éstos, cediendo a la presión patronal, aceptaron las liquidaciones y se retiraron.
Ante la agudización del conflicto, el gobierno envió como delegado al Fiscal de Distrito de Oruro, Nicanor Fernández, quien arribó a Uncía el 12 de mayo, acompañado por un destacamento del regimiento “Camacho”. Los obreros, mientras tanto, organizaron el sub-consejo federal de Catavi, que no duró ni 24 horas, ya que todos sus miembros fueron inmediatamente despedidos por la empresa, negándose a intervenir el delegado gubernamental.
Como dice Guillermo Lora, el reclamo de los trabajadores de Catavi-Uncía, podía resumirse en esos momentos en un sólo punto: garantías para el libre desenvolvimiento de la Federación y respeto a sus integrantes, para que no fuesen despedidos en represalia a sus actividades sindicales.
El 19 de mayo un grupo de dirigentes de la Federación partió hacia La Paz, con el propósito de entrevistarse con el Presidente, portando un petitorio donde reclamaban: la expulsión del país del gerente de Llallagua, Emilio Díaz, de nacionalidad chilena; la destitución de los serenos del ingenio Catavi por malos tratos al personal; la restitución de los obreros despedidos de Catavi; reconocimiento de la Federación Obrera, garantías para sus integrantes y libertad de movimientos para las actividades sindicales.
En paralelo, un nuevo comisionado gubernamental, el ministro de Fomento y Comunicaciones, Adolfo Díaz, arribó a Uncía. Luego de varias negociaciones en torno del petitorio obrero, los dirigentes llegaron a un acuerdo de palabra con el comisionado. Se acordó la restitución a sus puestos de los obreros expulsados, el reconocimiento de la personería de la Federación y la concesión de amplias garantías a sus asociados. Pero las patronales ignoraron el acuerdo y recrudecieron las hostilidades contra los trabajadores. Ante ello, la Federación comenzó a organizar la huelga general, pero el gobierno reaccionó con premura: el 1° de junio decretó el estado de sitio, y el 2 envió cuatro regimientos -Sucre, Ballivián, Camacho y el Batallón Técnico- a Uncía.
El 4 de junio, a las 11 horas, Guillermo Gamarra y Gumersindo Rivera, junto con otras personas, fueron conducidos desde su lugar de trabajo a la Subprefectura, con la excusa de buscar una solución al conflicto. Pero ya en el lugar, y rodeado de policías se les comunicó que quedaban presos por orden del gobierno. Mientras esto sucedía en el interior del local, una multitud de obreros y pobladores se fue concentrando en la plaza Alonso de Ibáñez, situada enfrente de la Subprefectura, exigiendo a gritos la libertad de sus compañeros. Fue en estas circunstancias que se produjo la masacre, luego de un frustrado intento de Gamarra y Rivera de calmar a sus compañeros, el Mayor José Ayoroa ordenó abrir fuego. Según la versión recogida por Lora, los soldados no obedecieron la orden y dispararon al aire, por lo que el mismo Ayoroa tomó una ametralladora y disparó varias ráfagas a la multitud. Trifonio Delgado sostiene que los soldados dispararon “una lluvia de plomo y fuego” sobre las filas obreras.
Oficialmente se reconocieron cinco muertos y numerosos heridos de bala, como saldo de la refriega. Pero años después, el periódico “Bandera Roja” de La Paz, del 8 de junio de 1926, señala: “El resto de los muertos, que pasaron de cinco, fueron recogidos en varias carretas de la Empresa Minera de Uncía y probablemente cremados en los potentes hornos de calcinación de dicha empresa”.
Cerca de 6.000 obreros de Uncía-Catavi iniciaron una huelga, que se mantuvo desde el 5 al 9 de junio. Pero sin dirigentes, aislados, y en condiciones muy difíciles de hostigamiento y represión, el gobierno finalmente impuso un pliego de condiciones totalmente desfavorable a los trabajadores, quedando totalmente desarticulada la joven Federación Obrera Central de Uncía. Los principales dirigentes obreros sufrieron confinamiento durante varios meses, mientras otros fueron encarcelados o debieron emigrar a países vecinos.
La masacre de Uncía no fue ni la primera ni la última sufrida por los trabajadores mineros de Bolivia, pero la heroica huelga de 1923 constituyó un jalón importantísimo en la dura lucha por la conquista del derecho de sindicalización del proletariado boliviano.
Juan Luis Hernández
Lic. en Historia (FFYL-UBA)
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